El Concepto de Experiencia — Mark Greif

(El significado de la vida, Parte I)

Valentina Salvatierra
29 min readMar 31, 2018

No soy dueña de este ensayo, solamente lo traduje del inglés como ejercicio mental —puedes revisar mi reflexión al respecto. ‘The Concept of Experience’ es un ensayo escrito por Mark Greif, y se encuentra publicado en su libro Against Everything, disponible como Contra todo en español.

Tantas condiciones conspiran para hacer que la vida sea intolerable. Una vida es muy corta. Solo vas a tener una. Descubres, viviendo entre otras personas, que cada cual tiene su propia vida, visible y deseable, a la que no puedes ingresar; lo mismo aplica para otras vidas pasadas y futuras.

Pareces estar bajo una maldición, en ciertos estados de ánimo. Eres un hombre y no una mujer, o una mujer y no un hombre. Naciste siendo una persona en vez de dos, o varias. Vives ahora en lugar de entonces. La persona morbosa sabe que nació para morir, pero ni siquiera sabe cómo llenar el breve espacio de tiempo antes del fin. El optimista dice que hemos nacido para vivir, y en sus horas solitarias teme que no está viviendo. Observando la pantomima circundante, ves eventos que pasan volando y no puedes aferrarte a nada sólido. Tu memoria te lleva hacia atrás, hacia días que jamás se repetirán, haciéndote saber que no los apreciaste mientras ocurrían. Te mueves detrás del tiempo, como un reloj que constantemente pierde segundos, y te desesperanzas.

El problema es la experiencia; específicamente, un concepto de experiencia que nos da la sensación de que realmente estamos viviendo, pero nos deja insatisfechos con cualquier vida que obtenemos.

Nuestra filosofía aceptable es el hedonismo eudaimónico. Dice así: actuamos, y elegimos, y reaccionamos, guiados por un hambre insaciable de placer, y ésta ha de ajustarse, muy razonablemente, según un gusto educado por la felicidad.

La felicidad es un goce impreciso. Soleado y sociable, toma en cuenta el bienestar de la familia y amigos mientras que el placer ordinario es inmediato y privado. Si dices, “Vivo para la felicidad,” nadie te va a desafiar, porque todos tienen garantizadas algunas migajas de tu comida. El defecto de esta filosofía, sin embargo, es que ni la felicidad ni el placer pueden ser puestos directamente en la realidad. La búsqueda de la felicidad debe ingresar en alguna ocurrencia, y la ocurrencia sin procesar no se puede guardar ni saborear. El placer, al igual que el dolor, es olvidable si solo existe como sensación inmediata. Ni un orgasmo ni los dolores del parto se pueden recordar como sensaciones en sí cuando no los estás viviendo. Así que aprendemos a preguntarnos a nosotros mismos cómo fue cuándo el encuentro o el golpe de sensación ocurrió. Vigilas la influencia interior de las ocurrencias a medida que las experimentas, rumiando un objeto interior, algo que pueda ser evocado, más tarde, para liberar un aroma mustio de placer; o masticado nuevamente, para probar si de verdad esto es “vida”; o digerido un poco más a ver si libera algún nutriente elusivo de felicidad.

Este nuevo objeto se llama “experiencia”, en el sentido más moderno de la palabra. La experiencia se puede conseguir directamente. Es definida y acumulativa, donde la felicidad es ambigua y el placer, evanescente.

Cualquier pregunta sobre “el significado de la vida” suele plantearse como un chiste. Aun así, algún impulso nos lleva a contestarla. “Para qué estoy viviendo?” El error en nuestras respuestas suele ser que proyectan solamente un qué sin explicitar un cómo. Un monje decía, “Vivo para Dios.” Un moderno dice, “para la felicidad.” Pero el significado de la vida siempre se reduce a un método de vida. A veces el método se sigue de un objetivo, como la obediencia religiosa se deducía de un Dios que prestaba atención. Suele pasar que no sabemos cómo estamos viviendo.

Cara-a-cara con las limitaciones de objetivos más respetables, le hemos entregado a la experiencia vastos terrenos de nuestro método de vida — sin darnos cuenta. Incluso cuando pareciera que la vida se vive para la felicidad, se vive mediante y a través de la experiencia. Vemos nuestras vidas como una colección de experiencias: “el día que conocí a esas personas en esa fiesta”; “la noche que perdí la virginidad”; “la sensación que tuve como turista en París” o “cuando estuve parado en el lago, en el bosque.” Nos podemos aferrar a estos globos de nieve y piedras recogidas en la playa, compararlos, juzgarlos por su calidad. Los pones en un estante, y los bajas; o pasas la noche en vela, tan solo contemplándolos. Vienen con historias, y puedes ofrecer tus experiencias como rivales para las experiencias que otros pueden contar. Nos convertimos en coleccionistas vitalicios, y contamos con estos recuerdos fijos para proveer la sustancia de los que sean los otros objetivos que podamos declarar, si nos preguntan, como nuestros verdaderos objetivos o razones para vivir.

Entrégale tu energía a la experiencia y como cualquier otro proceso vivo se multiplica e incrementa. El deseo deliberado de “vivir” se impone al accidente cotidiano antes llamado vida. La experiencia, perseguida, genera ciertas paradojas.

Las experiencias más memorables requieren espontaneidad, así que actúas “espontáneamente” teniendo plena conciencia de que estás fabricando recuerdos para el futuro. Necesitan sorpresa, así que te lanzas hacia situaciones en que es probable que ocurran sorpresas. Se alimentan de la inmediatez, así que te mantienes deliberadamente suspendido en los instantes mas floridos e intensos, confirmando la inmediatez mediante una interrupción y una distancia especiales. El accidente es acelerado; la inmediatez es estudiada; la fortuna es forzada.

El concepto de experiencia alcanza su poderío absoluto cuando fabrica su propio estándar, que depende solo de la cantidad — en colmar, o utilizar, una vida. Cada vez menos experiencia puede ser realmente mala o buena. Solo puede tenerse o perderse, la vida solo utilizada o desperdiciada. Incluso las cosas malas, te vuelves reticente a desear que se deshagan.

Todos estos desarrollos le entregan un carácter contraproducente al concepto de la experiencia. Llenando una vitrina con tesoros, sientes, por primera vez, tu verdadera pobreza. Acumulas experiencias, e inevitablemente aprendes que no son suficiente, y nunca lo serán. Contemplas el álbum de tu pasado, y estás disconforme. Eres como el viajero, al regresar de cualquier viaje, que tiene que preguntar, “Por qué no tome más fotos?”

Puedes desear que tus experiencias hubiesen sido más abundantes, o más duraderas. Puedes desear que te hubiesen convertido en otra persona — o que pudieses relatárselas a cualquiera que las entendiera. Pero no deseas no haberlas tenido. La necesidad de relatar experiencias se convierte en tu último medio para tratar de redimir la experiencia de la acumulación pura y sin objetivo — y no logras encontrar un oyente, o bien te das cuenta que eres mudo, incapaz de comunicar los colores de este lejano reino de experiencia en algún modo adecuado a las maravillas que ahí encontraste. Así hoy todos ansían contar su historia, pero no como literatura.

Mientras tanto, las condiciones permanentes de la vida humana siempre permanecen en vigor, y el concepto de experiencia las forja de nuevo a su imagen y semejanza — tallando todas las estatuas con el rostro del nuevo emperador. La experiencia reconstruye las limitaciones internas de la vida humana para volvernos responsables de ellas. En lugar del destino y la finitud, pensamos en el fracaso y el desperdicio. Y solo la experiencia deliberadamente perseguida se ofrece como la justiciera y redentora de la vida.

“La juventud se desperdicia en los jóvenes,” decimos — pero incluso los niños conocen sus obligaciones. En el jardín infantil aprenden el imperativo de no perder un solo momento de vida. La obsesión adulta con la brevedad, capturando instantes perecederos de la infancia, en fotografías, álbumes de bebé, recuerdos, y películas caseras, les enseña a tomar una foto mental de un momento, para que no se lo lleve el tiempo. Esta es la primera lección práctica sobre el concepto de experiencia. Los niños son inoculados contra el derroche de momentos preciosos junto con las otras agujas que les enseñan a temer. Pero perseguida conscientemente, la experiencia activa comienza en los años de adolescencia.

El sexo y la embriaguez son las técnicas más famosas empleadas por los jóvenes para crear experiencia. Ambas actividades son fundamentales porque existen para averiguar cómo se siente una persona al realizarlas. Si nuestros amigos nos preguntan sobre las experiencias más importantes de esos años, incluso hacia los veintialgo, estos encuentros todavía vienen a la mente, se puedan o no contar: coqueteos, romances, sexo casual o deliberado — el aprender cómo se sentía entrar en contacto.

Acostarse con alguien es una vía al conocimiento. La cara borrosa que flota detrás de una capa de pelo revela un misterio, y la diferencia de un rostro visto de cerca, que posee cualidades de lo monumental y lo íntimo, constituye una lección sin palabras. Quisieras saber cómo una persona particular va a besar, cómo se ve un cuerpo particular, de qué cosas tú, personalmente, eres capaz, cuáles serán las posiciones de la dicha. Aprendes cómo se diferencian las personas en los detalles donde podrían ser más iguales.

En la embriaguez, en tropezar contra sillas, caerse contra las murallas y sobre los amigos, una persona ingresa a un reino de experiencia libre. El licor libera la creencia inocente de que la forma en que tú te sientes sobre cualquier otro debería ser la forma que él se siente hacia ti. Las drogas hacen de la percepción el sujeto de la experiencia, mediante un leve desvarío, sintonizándote a los colores, líneas y movimientos que solemos dar por sentados. Así, el sexo y la intoxicación se vuelven formas de filosofía disponibles a la irracionalidad. Esto no debería disminuir a ninguno de las dos. En cuanto actividades, crean experiencias que pujan más allá de lo poco que se puede aprender sobre otra gente a partir de la interacción social y la conversación, hacia inmediateces que parecen imposibles de conocer de otra forma. Ambos apuntan a un mundo bastante más suelto y más liberal que éste.

También podrías decir con facilidad, qué inútil — qué incómodo estuve, qué mal me caía esa persona, qué podrida me sentí; qué decepcionado me sentí de lo que aprendí en el sexo y la embriaguez, cuán avergonzada de lo que revelé. Puedes sufrir resacas con más matices que los meramente físicos, y jurar que nunca volverás a tocar esa sustancia, o a esa persona, otra vez. Pero de alguna forma la experiencia parece definitiva, para bien o para mal. Lo aprendido no se desaprende. Una vez que descubres estas formas tempranas de acceder a la experiencia, por supuesto, la pregunta se vuelve qué tan seguido debes, o incluso puedes, descubrirlas otra vez, más que repetirlas con rendimiento decreciente. Así que estas dos formas de experiencia podrían o no tener un límite de tiempo, asociado a la sensación de juventud.

Uno podría argumentar que en estas experiencias se supera el aislamiento. He dicho que tu vida debe ser propiamente tuya: nadie más puede vivirla por ti, al igual que tú no puedes ingresar a la vida de alguien más para saber cómo se siente. Y es cierto que las experiencias más tempranas que te hacen decir, “Realmente estoy viviendo,” sugieren también que otra persona puede estar viviendo a tu lado — en la pasión física, por el contacto recíproco, o en la percepción alterada, cuando toman la misma droga y comparten efectos.

El problema más grave de aislamiento en la vida humana no es físico ni inmediato, como sugieren el sexo y la embriaguez. Es general, en la frustración de que nadie se va a sentir cómo yo me siento en los varios momentos que me afectan más profundamente. Nadie sabe “cómo es para mí” a través de ninguna transacción química directa, y me percato de que no puedo relatarlo en palabras. Así que la experiencia viene a prestarnos una mano en el estar con otros, cerrando la brecha entre el “cómo se siente” interior mediante una suerte de atraso e intercambio. Lo puedes oír reflejado en prácticamente cualquier conversación íntima que quieras escuchar subrepticiamente: “Ah, no es que me haya pasado algo exactamente así, pero sí me recuerda a la vez que…” Dos sufrientes se usan el uno al otro para transponer sus propias experiencias, en el mejor intento que tienen de empatizar. Tus propias experiencias abren una puerta hacia el sentimiento interior de la vida de alguien más.

En realidad deseamos ser múltiples. Dado el carácter móvil y vicario de tantas felicidades prometidas, nuestra época nos tienta a empujar contra los límites de cualquier destino unitario. Desde la esperanza de clase media, creemos tener libertad en nuestra carrera. Desde el receso moderno de la universidad, creemos que la vida puede ser una cosa de juego y experimentación. Desde la especialización ocupacional angosta y desesperada que le sigue, nos quedamos con la sospecha de que podríamos haber hecho, o deberíamos haber hecho, alguna otra cosa. Una mayor diversidad de estilos de vida se nos presentan a diario, televisivamente, que a cualquier grupo de personas previo, y nuestros propios trabajos son más especializados. Es fácil sentirse disconforme con hacer solo una cosa específica.

La experiencia perseguida te deja multiplicar tus existencias posibles; conseguir un pedazo, o una muestra, de muchas vidas, mientras te dices a ti mismo que sabes lo que habría sido. Viajar se convierte en la principal experiencia nueva que la gente recuerda cuando el sexo y la embriaguez dejan de ser las únicas autoritativas. ¿Qué hiciste el año pasado? “Bueno, me fui de viaje a Washington” — o Londres, o Katmandú. Mientras viajas por otro lugar, puedes simular a ti mismo: “Si fuese otro, así me sentiría.” Si hubiese nacido en la realeza, habría ocupado un trono en un palacio como este. Su hubiese sido un campesino, mis oraciones se habrían alzado en una pequeña iglesia como esta. Si no tuviese trabajo — si me hubiese convertido en “artista” — me podría sentar todo el día en un café, como estoy haciendo ahora. Las conversaciones en la hora libre en que los trabajadores obtienen su mayor alivio de sus tareas giran en torno a los lugares a los que van a ir o donde han estado. Incluso en un viaje de trabajo, reúnes experiencias que perdurarán, como diversión, y aprendizaje, y el sabor de otra existencia, a través de varios días comunes. La mayoría de los viajes son locales: no solo está Japón, también hay un restaurant japonés, o un barrio japonés en una ciudad grande. Cada momento en que te dices a ti mismo, “Así es como ellos lo hacen”, sientes otra vida, una extensión fantasmagórica de experiencia.

Pero la única-vez de tu vida, la mortalidad, podría ser la condición subyacente de todos tus otros problemas. La mortalidad a la antigua nos recordaba que la muerte estaba a la vuelta de la esquina por enfermedad, accidente, o violencia. La mortalidad contemporánea espera un lapso de vida sólido, no una terminación prematura, gracias a la medicina; pero resiente la plenitud del fin de una vida, una vida que no conserva nada, y no deja un alma, y nunca puede ser repetida.

A veces el concepto de experience le responde a la mortalidad fomentando un espíritu de temeridad. “Solo se vive una vez” es el prefacio verbal, irónico, para ciertas acciones que ayudan a matarte más rápido. O bien el concepto de experiencia te lleva a acumular nuevas experiencias incluso en la vejez, negándose a una comprensión previa de “experiencia” como el período de aprendizaje o tutela que se necesitan para alcanzar el conocimiento adulto. El deseo de cantidad, enfrentado con la mortalidad, lleva a las mismas consecuencias perversas que con los bienes materiales: si sabes que vas a perder algo de forma prematura, en este caso “la vida”, el impulso es a consumirlo, o, a veces, a usarlo sin cuidado y arriesgarte a romperlo.

Otras formas de experiencia perseguida se confrontan de manera muy distinta a la mortalidad, cuando intentas alinearte con objetos inmortales y, en la presencia de objetos que pasan rápidamente, asimilas la percepción de tu mortalidad como una suerte de fortaleza. La naturaleza suele ser lo que necesitamos experimentar para que este truco funcione. Las vistas de árboles, o una cumbre de montaña, o el mar, tienen su deleite intrínseco dado por la diversidad de colores, y el movimiento, y el millón de objetos comprendidos en una sola escena. Pero la naturaleza adquiere su poder oculto de redimir la experiencia cuando sitúa al ser humano en un punto medio entre lo perecedero y lo eterno. Observas el declive de la naturaleza en otoño y su renacimiento en primavera, mientras tú sigues tal y como estabas; la mitad de los objetos en un bosque perecerán antes que tú lo hagas, las hojas y los pájaros y los hongos, y sin embargo tú sigues igual. La belleza de la naturaleza parece haber sido creada para ti, dado que solo un ser humano puede apreciarla; pero sabes que la naturaleza no fue creada para ti, y esta indiferencia melancólica de la naturaleza hacia tu apreciación agrega su propia experiencia gratificante de conocimiento superior. Es más fácil, finalmente, que una montaña te sobreviva a que lo haga otro ser humano — especialmente cuando tú conoces a la montaña de una forma que ella no te conoce a ti, y las cosas más pequeñas se someten a ti, cuando las ardillas escapan asustadas y las hojas caen a tus pies.

La desventaja de las experiencias perseguidas es que generalmente terminan.

Si no terminan, traen mayores dificultades. Algunas personas nunca dejan de seguir las mismas experiencias tempranas sin límite. El buscador de sexo evoluciona de ser un navegante inocente en mares ignotos a un conquistador aburrido y cínico. El borracho descubre que la diversión ya no es compartida a medida que su círculo de compañeros de trago se va encogiendo. El trotamundos pasa de aprender a mero categorizar: ha visto tanto del mundo que cada pueblo le recuerda a otro.

Las experiencias de juventud se van complicando con la presión de nuevas personas, que se suman a la muchedumbre que avanza a tus espaldas. La perma-adolescencia contemporánea, — la repetición de experiencias de juventud ad infinitum — lejos de expresar solidaridad con los jóvenes, se convierte en un acto de hostilidad hacia ellos. El concepto de experiencia te hace temer que no agarraste suficiente en el corto tiempo que estuviste en la tienda de dulces. Así que te rehusas a dejarla, y de esa forma pruebas que no estás cediéndole la vida a aquellos que vienen después de ti.

La mayoría tenemos simple disconformidad. La sensación de que cada o cualquier momento podría ser un triunfo para la experiencia, pero en vez lo perdimos al tiempo, nos deja un residuo de pérdida perpetua. Descubrimos que finalmente se nos revoca cada situación, y no tuvimos la voluntad de llevarla lo suficientemente lejos cuando tuvimos la oportunidad. Cuando una nube cuelga sobre mí, pienso: “Nunca fui el Casanova que debí ser: fui muy lento. Nunca fui el trotamundos que debí ser: me gustaban demasiado las comodidades de mi hogar. Nunca construí mi cabina en el bosque: no soy un carpintero. Nunca tomé las drogas que planeaba probar: pensé que perdería la cabeza.” Pero me aburren los Casanovas, los trotamundos incansables, los amantes de la naturaleza, y los obsesos de la droga, pues hablan de la angosta y exhaustiva experiencia de una sola cosa. Tampoco puedo hacer que otro sienta lo que hice. El intento de saborearlo todo, además, me dejó sin comprensión profunda de alguna cosa específica — me perdí la experiencia del profundizamiento a cambio de una ambición difusa.

Las personas auténticamente disconformes, quizás más que otros, toman una gran proporción de su experiencia de libros. O descubren que pueden duplicar su propia experiencia, y darle una segunda vuelta al día a día, escribiéndolo. ¡Pobres escritorzuelos! Estas personas son las que más se acercan a una solución, y sin embargo para todos los demás parecen estar consumiendo su tiempo, desperdiciando vida, ya que pasan menos horas “viviendo” que los demás, y ganan menos experiencia directa. La lectura seria suele nacer de una frustración profunda con vivir. Tener un diario es una señal segura del intento desesperado de preservar la experiencia. Estas pobres personas disconformes toman fotos, hacen álbumes, guardan recuerdos y libros de recortes. Y sin embargo siempre preguntan: “¿Qué he hecho?”

Construye cimas, y las alturas de antaño se convierten en planicies — la topografía ordinaria pierde su atractivo. El intento de que nuestras vidas no sean un desperdicio, buscando unos pocos incidentes realmente memorables, hará que el resto de nuestras vidas sea un desperdicio. El concepto de experiencia nos convierte en habitantes de un pueblo en una meseta central, que se aferran al mito de una raza más feliz que vive en las alturas. De vez en cuando hacemos el ascenso, pero solo tras preparativos, para expediciones cortas. No podemos quedarnos ahí, y en casa todos están inquietos e insatisfechos.

Por lo tanto, se requieren medidas desesperadas. La experiencia puede ser rechazada o anulada — lo que nos llevaría de regreso a una serie de soluciones provenientes del Estoicismo y el Epicureísmo, descubiertas hoy mayoritariamente en prácticas americanas de Budismo, meditación, y yoga, y ciertas dimensiones del Cristianismo. Uno escapa la lujuria de experiencia a través de su control y negación.

Pero una serie distinta de soluciones intenta radicalizar la experiencia, haciéndola tan total que sus distinciones internas de uso y desperdicio, especial y mundano, terminan por desaparecer.

Los métodos radicales expanden tipos particulares de experiencia para usarlos contra el concepto de experiencia, superando la búsqueda desesperada de cantidad mediante una nueva garantía de infinitud e iniciación voluntaria. Estos métodos encuentran formas de liberar la experiencia de la llegada accidental de eventos especiales. Intentan hacer que la experiencia ocurra donde sea que estés, y en cualquier momento que vivas; hacer que “la vida” transcurra según tus órdenes y no las suyas.

La época moderna nos heredó un par de métodos radicales que funcionan: el esteticismo y el perfeccionismo.

Estas soluciones aparecieron por primera vez, creo yo, en los 1850. El síndrome pleno del concepto de experiencia ya había emergido en ese entonces, poco tiempo después — quizás solo 50 ó 100 años — del ascenso de la felicidad como una respuesta aceptable a la pregunta por el objetivo de la vida.

La felicidad tiene su propia historia, pero para fines del siglo dieciocho su dominio se veía reflejado en los triunfos intelectuales de la época. En los Estados Unidos de América, Jefferson enmendaba la vida, la libertad y la propiedad de Locke para consagrar entre nuestros derechos inalienables “la Vida, la Libertad, y la búsqueda de la Felicidad.” En Inglaterra, el utilitarismo le daba un molde práctico a una vida vivida no solo para maximizar “el mayor bien para el mayor número” sino también para las experiencias placenteras individuales, ya se tratase de los placeres simples de Bentham o, más tarde, los placeres superiores de Mill. Los Románticos, con su poesía de “emociones recogidas en tranquilidad” y transportes en la naturaleza, ayudaron a refundir la felicidad privada como una búsqueda de los tipos adecuados de experiencia. Bajo mucha de esta nueva energía para la felicidad se encontraba una versión secular de la búsqueda de experiencia interna del protestantismo, en particular una herencia de los quakers y los puritanos — apóstoles de los diarios de experiencia privados y las “reuniones de experiencia” públicas — que habían hecho de la experiencia una exaltación que podría venir en cualquier momento, en cualquier actividad, como una indicación de la gracia de Dios. Ahora la exaltación estaba desarraigada, venía de la nada.

Los primeros métodos intuitivos para usar la experiencia para combatir el nuevo concepto de experiencia surgieron de la sensación de que algo se había descarrilado en el vivir respetable — en vivir por la utilidad como felicidad, o el deber como felicidad, o la riqueza o la propiedad como felicidad. Los dos escritores que asocio más fuertemente con las dos soluciones son Gustave Flaubert y Henry David Thoreau.

Sus nombres rara vez aparecen en la misma oración, y sin embargo fueron casi exactamente contemporáneos. Thoreau nació en 1817, Flaubert en 1821; el estadounidense publicó Walden en 1854, el francés Madame Bovary en 1857. A veces los primeros individuos en enfrentar una situación aciertan precisamente en su descripción, pues conocen el impacto del cambio, teniendo la condición previa justo detrás de ellos. Tampoco debería sorprender que estos tan cuidadosos observadores hayan podido sentar las bases tempranas para la resistencia a los problemas de la vida moderna que, a lo largo de 150 años, solo se han intensificado.

Cada hombre alcanzó la adultez en una clase media post-revolucionaria que le dejó elegir entre múltiples vidas posibles, sin garantizarle medio de subsistencia heredado alguno. Thoreau obtuvo su licenciatura de Harvard y trabajó como profesor de colegio, administrando la fábrica de lápices de la familia, y finalmente como agrimensor — sabiendo que nadie le pagaría por lo que más quería hacer, que era descubrir su verdadera vida. Flaubert escapó de la escuela de derecho solo sufriendo varios ataques de epilepsia hasta que pudo volver a su hogar y vivir como quisiera. Cada uno presenció y estuvo fascinado por la cultura mercantil, con su multiplicación de bienes y objetos de intercambio, y se preguntó si era posible elegir o adquirir libremente las cosas buenas de una vida — gastando “la vida” misma, y no dinero.

Cada uno conocía profundamente la naturaleza, pero como algo a lo que se debía regresar, ya fuera en un Concord deforestado y transformado por las líneas ferroviarias, donde Thoreau podía ver pasar los trenes cerca de su cabina, o en la Normandía provincial de Flaubert, que miraba hacia Rouen y París para su instrucción en las nuevas formas de vida. Las muertes aleatorias, prematuras, e innecesarias de un hermano o hermana cercanos, en los albores de la época triunfal de la medicina moderna — de tétano por un corte al afeitarse para John, hermano de Thoreau; de una infección puerperal para Caroline, hermana de Flaubert — hicieron incluso más urgente la brevedad de la vida, quizás, de lo que la sentimos hoy. Así que Flaubert y Thoreau se retiraron, a Croisset y a Walden, para tratar de descifrar cómo sobrevivir a su tiempo.

Como doctrinas, el esteticismo y el perfeccionismo tienen los peores nombres imaginables. El esteticismo suele pensarse como la búsqueda de la belleza. El perfeccionismo se supone que es la búsqueda de la perfección. Ninguna idea es correcta. En el lenguaje común, el perfeccionismo está tan olvidado como objetivo de vida que “un perfeccionista” es un neurótico incapaz de terminar su trabajo. El esteticismo está igualmente olvidado; todas las filosofías estéticas se tratan con tan poco respeto que, para nosotros, una persona calificada en “estética” es un peluquero que también hace tratamientos faciales. Las dos soluciones no solo eran aptas para una época previa, sin embargo, sino que también lo siguen siendo ahora. En el siglo diecinueve, Flaubert y Thoreau previeron el barro donde otros veían una forma de vida perfectamente gratificante. Hoy, estamos hundidos hasta los ojos.

El esteticismo te pide que contemples cada objeto como contemplarías una obra de arte. Su credo es que el arte es esencialmente una ocasión para despertar emociones y pasiones. Una obra de arte se experimenta. Te adentras en una obra de arte. No siendo solo un tranquilo espectador, imaginas las figuras en un cuadro, y disfrutas sus colores y formas, el estilo tanto como el contenido volviéndose un objeto de experiencia; lo sientes o saboreas todo; lo deseas con lujuria, dejas que te sobrecoja, lo amplificas para que te estimule o satisfaga o repugne; estrujas el lienzo mentalmente hasta dejarlo seco.

La disciplina está en aprender a ver el resto del mundo de esa misma forma. El arte se convierte en un entrenamiento para la vida, te permite aprender a percibir aquello que en último término experimentarás sin ayuda. Deja que el rostro ordinario de cualquiera te fascine como un busto de César; deja que las luces de una ciudad atraigan tus ojos como el oro egipcio o las joyas de la corona; deja que una cigarrera encontrada en el camino evoque toda la vida de un dueño imaginario; permite que tus semejantes sean portadores de trama y motivación como si fuesen parte de una ficción, poseedores de intrincada belleza o fealdad como en un cuadro, objetos únicos y de temerosa sublimidad como en una maravilla de la naturaleza. Con el paso del tiempo, y la práctica, la obra de arte se volverá menos eficaz en estimular estas experiencias artísticas de lo que lo serán tus encuentros renovados con el mundo. El arte podrá mejorar a la vida, ya que el pintor enfoca y humaniza lo que ve; pero la experiencia artística, aprendida desde la actitud del esteta, aplicada a objetos reales, mejora la vida.

“Mira más de cerca” es la respuesta básica de cualquier esteta frente a cualquier fracaso de experiencia: “Para que cualquier cosa se vuelva interesante simplemente debes contemplarla por un tiempo suficientemente extenso,” escribió Flaubert. La vida se vuelve el escenario de una experiencia total y sinfín, siempre que el esteta pueda aunar la intensidad para considerarla de esta forma. Todos tenemos el poder de encontrar el aspecto significativo de una cosa moviéndonos sobre o hacia adentro de ella; esparciendo el mundo superficial con experiencia, e introduciendo tu imaginación y emociones en cualquier rendija. Debes dejarlo entrar en ti, también: “La realidad externa debe entrar dentro de nosotros, casi suficiente para hacernos exclamar, si es que vamos a representarla adecuadamente.” Flaubert se convirtió en representador porque deseaba vivir.

Para el adepto del esteticismo, la experiencia no es escasa; está siempre disponible. No debería haber nada que no pueda ser un objeto de experiencia. Especializarse en tomar experiencia incluso de las cosas más feas es característico del esteticismo Flaubertiano: si puedes hacerlo con lo feo, nunca te faltará experiencia — las cosas hermosas simplemente serán un bonus. La vida cotidiana excede por mucho al arte en su profundidad, su extrañeza, su absurdidad, sus accidentes, su vehemencia, su forma de hacer de lo fantástico real, o de romper la barrera entre la imaginación y el hecho. Pero la atención a lo rechazado también se vuelve un principio de la actividad de vivir, rehusandose a dejar algo fuera, y finalmente prefiriendo las apariencias desdeñadas que todos los demás desatienden, justamente por ser despreciadas — esta es la peculiar moralidad del esteta Flaubertiano. “Existe una densidad moral en ciertas formas de fealdad.” Nadie debería osar destruirlas o cambiarlas.

Como no quiero que se me acuse de ofrecer un método que en realidad no es un método, o prometer una solución a las deficiencias de la experiencia sin entregar un procedimiento paso-a-paso, permítanme enumerar nuevamente los pasos al esteticismo.

Contempla todas las cosas como lo harías con una obra de arte;

Comprende que nunca está mal buscar en el arte la estimulación del deseo, el asombro, o la lujuria, o buscar sus semejanzas con las cosas del mundo. Te encuentras con el arte, y el resultado es experiencia;

Aplica esta flexibilidad de experiencia, enseñada por el arte, de vuelta a todos los objetos que no se consideran arte — practica tu destreza especialmente en lo trivial, lo feo, y lo despreciado. Encontrarás que tu antigua evaluación de la experiencia como algo raro e intermitente, o adquirido con riquezas o esfuerzo físico, era demasiado angosta. Al fijar para la experiencia un horizonte eternamente renovado, proveniente de la profusión sinfín de objetos, el esteta garantiza que la vida-como-experiencia nunca puede verse disminuida — ni por la edad, ni la enfermedad, por nada, salvo la muerte.

El perfeccionismo, en cambio, sitúa al propio ser antes que todo. Le encarga al ser el sopesamiento y elección de cada comportamiento y aspecto de su formada vida. El proceso de sopesar — para “vivir deliberadamente,” en la formulación de Thoreau — se vuelve la forma de experiencia en el perfeccionismo. Aprendes a considerar a las personas y cosas del mundo — un granjero, un corredor de bolsa, tu amigo o enemigo, pero también cualquier conversación, o libro, o incluso una laguna o un árbol — como si cada uno pudiese sugerir un “ejemplo” de una forma que tú, también, podrías ser. Al convertirse en un ejemplo, cada cosa te invita a evaluar y cambiar tu ser — y por tanto cambiar tu vida. El perfeccionismo te hace sopesar cada experiencia contra el estado de tu ser, y aceptarla o rehusarla.

El perfeccionismo por tanto hace a la experiencia total, no viendo a las personas y objetos externos como arte, sino que sintiendo cómo cada uno dirige su convocatoria hacia tu ser, y dejándola entrar para el ser responda. La forma más fácil de comprenderlo es con otras personas. Tu vecino que no puede parar de trabajar porque debe pagar las cuotas de su hipoteca, al igual que el que vive para su familia, o la política, u observando el clima, te está presentando un ejemplo de forma de vida que puede o no saber que ha escogido. En sus hábitos y comportamientos, presenta ejemplos aun más detallados de la forma en que tú, también, podrías ser. El perfeccionismo de Thoreau buscaba ejemplos en los objetos naturales, en parte para alejarse de las personas y sus (para él) decepcionantes costumbres — y esto puede ser un poquito más difícil de comprender. Porque Thoreau reaccionaba a la naturaleza, hacía sentido que los bosques y las lagunas lo convocaran y le señalaran formas de mejorar su ser. Porque despreciaba cualquier cosa innecesaria para la vida, intentaba comprender las cosas vivientes más simples. Podía sondear la laguna Walden para aprender su forma y profundidad, y luego preguntarse de su propio ser si es que era también claro y profundo, y sus proporciones igualmente justas.

Aunque Thoreau es peculiar en su hábito de encontrar tantos ejemplos en la naturaleza, no hay en principio razón alguna para que la naturaleza domine el perfeccionismo. Para Stanley Cavell, principal exponente filosófico del perfeccionismo en nuestro propio tiempo, el perfeccionismo se extiende desde Thoreau a las cosas que el mismo Cavell conocía bien: un mundo del siglo veinte, de la ciudad, y la conversación, y especialmente de relaciones entre hombres y mujeres, no entre hombres y árboles. En el perfeccionismo de Cavell, la principal provocación para convertirse en uno mismo resulta ser el matrimonio — donde el ser toma instrucción continua de un otro que es íntimo y sin embargo diferente, siempre un poco desconocido.

El ser que responde a cada convocatoria no es una entidad fija en el perfeccionismo. A cada ejemplo, cada persona y cosa, el ser responde, “Esto soy yo” o “Esto no soy yo.” Cada respuesta del ser constituye una experiencia; cada descubrimiento de un ejemplo digno de tu ser te empuja a un cambio hacia un “próximo” o mejor ser, o bien abre un nuevo aspecto de “quien uno es.” Es posible que el ser solo exista verdaderamente en responder y corresponder con el mundo, y puede ser que en realidad sea una serie de seres, cada uno trazando un nuevo círculo en torno a los objetos con los que encuentra nuevas correspondencias.

El perfeccionismo, también, tiene sus simples pasos:

Considera todas las cosas como si fuesen ejemplos, que enuncian simplemente la forma de vida que encarnan;

Comprende que cada uno de estos ejemplos, al experimentarse, dirige una convocatoria a tu ser. Experimenta las cosas de esa manera, siempre preguntando de ellas, “¿Qué forma de vida expresas? ¿Qué me dices a mí?” y aprenderás qué es lo que vive en ti;

Si un ejemplo te convoca a cambiar tu vida, y tu ser responde — debes cambiar tu vida. Y una vez que cambies, cambia otra vez.

Tu siguiente ser, también, se verá desafiado por ejemplos, para encontrar un siguiente ser esperando aun más allá. Por tanto no hay perfección en el perfeccionismo; el proceso de experiencia y correspondencia nunca se detiene. Si pudiese haber un fin a la vista sería solamente este: que el círculo de cosas que te corresponde se hiciera no más ancho, sino que infinitamente ancho, abordando todo lo que existe.

Siempre que se despliegan los pasos del esteticismo y el perfeccionismo, las personas desean saber el resultado antes de probarlos. “¿Cómo voy a vivir en realidad?” preguntan. En principio, nadie debería saber la respuesta por ti.

Ciertos elementos están sugeridos en las vidas de aquellos que probaron los métodos. Es posible que estos métodos hagan que las personas parezcan retirarse de “vivir.” Flaubert y Thoreau parecieron volverse ermitaños, según los estándares de sus amistades. Ambos atestiguaron explícitamente que una pequeña cantidad de experiencia, según estándares comunes, les cundía harto. Dado que las experiencias se habían vuelto totalmente disponibles e inherentes en cualquier cosa, parecían extrañamente reposados en perseguirlas en otros sitios, aunque Flaubert no perdió su gusto por el sexo, ni Thoreau por la naturaleza.

También es posible que la persecución de estos métodos se conecte confusamente con el deseo de ser un artista. Tanto Flaubert como Thoreau se convirtieron en escritores. Para cada uno, sus trabajos famosos, terminados, coexisten con una documentación inusual, voluminosa, de su diario vivir, en cartas o diarios. ¿Fue el registro diario su verdadera vida, y el trabajo terminado un sub-producto, o al revés? Quiero creer en principio que uno podría vivir según el esteticismo o el perfeccionismo sin aceptar la necesidad de convertirse en un artista, pero no tenemos pruebas — ya que cualquiera que así viviera no dejaría registro público.

La idea más conocida del esteticismo es que harás de tu vida una obra de arte. Esto no es incorrecto, y es posible que se aproxime al principio que une al perfeccionismo con el esteticismo — ya que el perfeccionismo comprende a la vida como el trabajo de hacer tu ser, ya sea progresando hacia otro ser o “convirtiéndose en lo que uno es.” Debería ser obvio, sin embargo, para cada solución, que la obra debe quedar sin terminar; el énfasis está en el heroísmo activo de la percepción o la deliberación. Su principio compartido es la habilidad aprendida, mediante el método, de hacer tu vida en cada instante — y no recostarte en una piel de oso, esperando a que la vida te pinte.

Contra la crítica obvia de estas soluciones como solipsismos, el esfuerzo de rehacer tu mundo interior inevitablemente te lleva hacia el exterior. Las formas maduras de cada solución te regresan a la comunidad de otras personas, aunque sea de forma poco familiar. En el esteticismo, esto involucra la sensación de que uno no es solo el pintor de su propia vida y el observador que la contempla, sino que una figura igual a la panoplia de otras formas en una pintura, igualmente sujeta a su pintar y observar. En el perfeccionismo, emerge de una comprensión de ti mismo como un ejemplo en las vidas de otros, incluso un ejemplo negativo. Otras personas seguramente encontrarán que no correspondes a sus seres, y avanzarán mediante la negación de ti hacia su siguiente ser que te deje atrás — pero tu único deber es picar y provocar, mediante la revelación de quien realmente eres. Debes entregarte a ti mismo parcialmente, en ambos métodos, para describir lo que vas a ser para otros, e incluso invitar este descubrimiento — cambiará aun más lo que tú mismo serás.

Espero que sea obvio porque se necesitan estas soluciones ahora — aun más que cuando aparecieron por primera vez — pero quizás necesita ser dicho. O conoces el esteticismo y el perfeccionismo como filosofía hoy, o los recibirás, desfigurados, en intentos más débiles de solucionar las presiones de la experiencia. El albor del siglo veintiuno ilumina un entorno estético total en las naciones ricas del mundo [1], donde eliges el color de tu pintura, y las manillas de tus cajones, y extreme makeovers, y cirugía facial, en el esteticismo degradado llamado consumismo, para hacerte a ti mismo comprando, cuando podrías hacerte a ti mismo mirando. En el perfeccionismo degradado llamado auto-ayuda, cada luchador contra los límites de la vida ya se considera herido por la experiencia, deficiente y perdido. Se le enseña a intentar alcanzar una línea de referencia “normal” mediante el reconocimiento de una debilidad común, en vez de aprender la apreciación perfeccionista por la peculiaridad y la negación. Se mantiene ignorante de la esperanza del perfeccionismo por un ser siguiente, único, o superior para todos.

Desconfío de cualquier autoridad que está feliz con el mundo como es. Entiendo el deleite, y dejarse conmover por las cosas de este mundo. Entiendo sentirse fuerte dentro de uno mismo en virtud de las propias capacidades. Sé lo que es la manía, la ansia de poder fuera de los límites corrientes. Simpatizo con la gratitud por la presencia de otros, y por la abundancia y el esplendor. Pero no puedo entender la falta de decepción con las experiencias de nuestro mundo colectivo, tan diferente de nuestras imaginaciones y deseos, que son tan fuertes. No puedo entender la falta de deseo de que el mundo fuese fundamentalmente más de lo que es.

La experience intenta evadir la decepción de este mundo agregándole cimas. La vida se vuelve una carrera contra el tiempo y un concurso que tratas de ganar. El esteticismo y el perfeccionismo constituyen un intento moderno de trascender este mundo fijando una atención más intensa sobre él — cada día y en cada situación. El concepto de trascendencia moderna admite la esperanza de que este mundo podría ser más que este mundo, a la vez que reconoce que este es el único mundo que hay. Sostiene que no hay nada detrás, sobre, o bajo la realidad, pero que la mente inevitablemente desea que lo hubiera. Las capacidades humanas para pensar y desear siempre son excesivas. Podemos imaginar que todo es distinto a lo que es. Y así el esteticismo y el perfeccionismo desarrollan formas de ingresar a un mundo experiencial, a aplicar nuestras mentes a él, a agregar el exceso directamente a la materia inerte que conocemos. La única forma de ir más allá, hacia algo que realmente recompense la magnitud de nuestras mentes, no es hacia arriba y afuera, sino que hacia adentro y sobre.

Pienso que cada uno de nosotros termina estando obligado a responder qué le daría significado a la vida, sin importar lo que hagamos. Muchos hoy decimos que vivimos para la felicidad. Los defectos y la imprecisión de la felicidad nos conducen a elegir la experiencia como el método de nuestras vidas. La experiencia, cuando la empezamos a buscar conscientemente, trae sus propios problemas, regresándonos a las condiciones permanentes de la vida — brevedad, aislamiento, multiplicidad, mortalidad — con una vehemencia renovada, y haciendo que nos culpemos a nosotros mismos por ellas.

Mediante un proceso mental, la culminación de la búsqueda de experiencia en el esteticismo y el perfeccionismo, haciendo a la experiencia siempre disponible, invierte la dinámica una vez más. Aquí, al menos, sí encontramos la trascendencia de límites, en la expansión de la mente a través de sus propios poderes, contactando al mundo en una experiencia incesante, e interminable en su magnitud como lo es el número de objetos mundanos en sí.

La trascendencia es un resultado en el cual se producen tanto el qué y el cómo, el objetivo y el método. Independiente de si la felicidad o el placer resultan de su búsqueda (pueden hacerlo), uno vive su vida en pos del objetivo diario de trascender, aunque sea solo mediante una disciplina mental, las opacas condiciones que enfrentamos y que algún día nos matarán. Vives mediante métodos que te aguardan, que responden a tu llamado. Tú sabes que se pueden extender, incluso hasta tu última vista del cielo, y la última pregunta que te hagas a ti mismo. Esta, aun si no es la última ni la mejor respuesta, ciertamente no la única, es lo que anhelábamos saber. Es un significado de la vida.

[2005]

[1] Y cada vez más, no solo en las naciones ricas sino que también en las llamadas “en desarrollo” (Chile es un ejemplo paradigmático), al menos en sus capas medias y altas. (N. de T.)

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Valentina Salvatierra

Literature, art, TV, interesting miscellanea. I enjoy cooking, eating, and speculative fiction. Credo: Non-paralysing perfectionism & humanist aestheticism.