Crónica del primer viaje (Relato)

La primera vez que viajé en el tiempo lo hice aquí mismo, en Buenos Aires. Aparecí en la primavera de 1860 entre las calles que hoy llevan por nombre Av. Callao y Junín. Esperaba encontrar, acaso alimentado por las películas o los libros de historia, una ciudad incipiente, pero llegué a un pueblo. Las calles de tierra se abrían a un lado y a otro entre pastizales y casas. De repente, un zumbido nubló mis sentidos. “¡Un accidente en mi cerebro producido por el viaje!”, pensé, pero no, se trataba del silencio de 1860. Mi cerebro no estaba acostumbrado. Sentía como si mi cabeza se hubiera vaciado de repente. En fin, luego de algunos minutos de confusión, comencé a oír el mecerse de los sauces, el cantar de los gorriones y el andar de un caballo.

Caballo y jinete doblaron la esquina. Al pasar frente a mí, sin detener la marcha, el jinete llevó una mano a su sombrero. Me estaba saludando. Correspondí con el mismo gesto. Noté por su mirada que descubrió en mí a un forastero. Debía ponerme a resguardo. Sabía que en algún lugar de la ciudad vivía el padre de mi bisabuelo, mi tatarabuelo. Nadie conoce mucho acerca de su tatarabuelo, pero del mío conocía bastante: que era criollo, que en 1860 vivía en Buenos Aires y que trabajaba de carpintero, de zapatero y, a veces, de herrero. Todo esto lo supe porque el mismo oficio multidisciplinario ejercieron mi bisabuelo y mi abuelo, que se jactaba de ello.

“La antigua ciudad vista desde el río”. Fuente: Casa Witcomb. Buenos Aires Antiguo. 1925. Martín Gandulfo.

Comencé a caminar. Al cabo de unos doscientos metros, escuché un bello rumor acompasado (creo que era la primera vez en mi vida que lo oía): el Río de la Plata.

— En el Río de Plata había una sirena que cantaba su soledad. La oían las lavanderas, los negros y hasta los almirantes que en barco llegaban de la España madre. Y cuando sus melodías entonaba, el mundo todo callaba…

La historia la refería un hombre a unos niños en la plaza principal. Había varias personas dando vuelta por allí, en su mayoría a pie. Era un día agradable y me dio la impresión de que la gente paseaba con el rostro relajado.

En cuanto a la apariencia de los paseantes: las vestimentas llenas del polvo, los cabellos grasos y las rajaduras en los zapatos era la norma. Mi aspecto, a pesar del esfuerzo, por acicalado, resaltaba. También mi lenguaje. Por ello, trataba de hablar lo menos posible. Ya había conseguido un dato de boca de un botellero: un carpintero que ciertas veces oficiaba de herrero vivía en la calle Tucumán.

— ¿Qué se le ofrece?

Los diálogos los transcribo en nuestra lengua. No tiene sentido entorpecer mi historia con las formas del s.XIX que usó mi tatarabuelo.

— ¿Es usted Martín G — — ?

— En efecto.

El carpintero, zapatero y, a veces, herrero de la calle Tucumán me miró con curiosidad y desconfianza. Era más joven de lo que aparentaba.

— Necesito comprar un escritorio. El mío se averió y…

— Oh, pase, pase.

Sus maneras aflojaron. Atravesamos la casa, pequeña, por cierto, y salimos a un patio interno bastante más amplio.

— Me encuentra trabajando. A que quiere un mate.

— Bueno, muchas gracias.

Lo normal, para nosotros, hubiera sido que el carpintero le mostrase a su cliente los escritorios que tenía a la venta, pero el hombre se sentó frente a la mesa de trabajo y comenzó a lijar la pata de una silla:

— Ahí tiene la pava. Está caliente. Sírvase que ya termino.

— Gracias.

El mate de calabaza estaba sobre la mesa.

— ¿Cómo anda Europa? Usted viene de allí, ¿verdad?

— Sí.

Traté de sostener esta mentira, pero no lo pude hacer durante mucho tiempo. Mi tatarabuelo hacía preguntas que yo no podía responder:

— ¡¿Cómo que no conoce a María de Itacumpú?!

Al parecer, se trataba de una negra, sensación de los carnavales.

Entre mate y mate el hombre me miraba de reojo. Había cierta desconfianza en su mirada. En algún momento, fue hacia una estantería detrás de él y agarró una navaja oblicua. En silencio, volvió sobre la silla, y siguió con el arreglo.

El río llegaba suave sobre la costa, como si la acariciara. También se podía oír el graznar de la aves y, de a ratos, el silbido de una brisa fría que había llegado con el crepúsculo. En ese instante, olvidé dónde estaba y ante quién, y pregunté:

— ¿De noche baja mucho la temperatura?

Era una pregunta estúpida, una obviedad. Mi tatarabuelo, harto de desconfianza, aferró la navaja con la que trabajaba la silla y me miró directo a los ojos:

— ¿Quién es usted?

Entendí que a esa altura no había mentira más creíble que la verdad. Llevé una mano a mi bolsillo izquierdo para enseñarle mi procedencia, pero el hombre dio un salto y se abalanzó sobre mí.

— ¡No, espere, espere! Quiero mostrarle algo. Es solo…

Con lentitud, saqué una moneda.

— Tome — continué — . Esta moneda dice de dónde vengo.

El hombre, con el ceño fruncido, agarró la moneda y la comenzó a examinar.

— ¿Argentina? Pero, si… ¿Son nuevas?

Entonces, vio la fecha.

Antes de que él dijera nada, agregué:

— Hay algo más…

Saqué un periódico de mi sobretodo y se lo di.

Mi tatarabuelo se sentó con expresión absorta. Miraba el periódico y me miraba, una y otra vez, miraba el periódico y me miraba, como si buscara una explicación.

Mientras pasaba la mano callosa por encima del papel, preguntó:

— ¿Cómo hacen las letras en color?

Sonreí, no sé si por que la pregunta me tomó por sorpresa o por los nervios. El hombre empezaba a creerme. Mis pruebas eran buenas y no había en 1860 un país lo suficientemente exótico que justificara mi comportamiento. No alcancé a responder.

— Pero, ¿será posible? — siguió, mientras pasaba las hojas del periódico. Entonces, levantó la cabeza y, con un curioso brillo en los ojos, me dijo — : Vamos, cuénteme.

— ¿Qué quiere que le cuente?

— Hábleme del futuro. ¿No hay polvo?

Señaló mi vestimenta.

— Sí, sí, hay polvo, pero utilizamos unas máquinas para limpiar la ropa que son muy efectivas.

— ¿No las limpian con agua?

— Sí, se usa agua, pero lo hace todo la máquina. Metemos la ropa en un recipiente y apretamos un botón. Es todo lo que hacemos.

— ¿Un botón?

Se señaló el centro de la camisa.

Le expliqué a qué me refería, y a continuación le conté que los coches son impulsados por la fuerza de un motor a combustible, en lugar de por caballos, y que de esa manera se pueden recorrer grandes distancias en poco tiempo.

— ¡Es maravilloso! ¿Y llegan a Córdoba en cuánto? ¡Tal vez en solo diez o doce días!

Luego, referí que bañarse es algo cotidiano y que no es una dificultad hacerlo con agua caliente. Le hablé, entonces, acerca de la penicilina y de que la fiebre rara vez es mortal.

En algún momento le confesé que él era mi tatarabuelo. Hubiera querido que se emocionara con esta noticia o al menos se sorprendiera, pero no le dio importancia en absoluto. Él solo quería escuchar acerca del futuro. Era todo lo que le interesaba. Creo que había algo de espíritu científico en él. Por mi parte, de a ratos me preguntaba si el hombre realmente creía aquello que le contaba o si en algún momento se cansaría de escuchar mis historias y me silenciaría con la navaja oblicua que le había visto empuñar minutos atrás. Me tranquilizó algo que dijo mientras preparaba la cena: “La persona más creativa del mundo no podría inventar algo semejante”.

— Y tenemos un calzado especial para correr que amortigua nuestros pasos — le contaba más tarde, mientras comía las papas hervidas que me había servido con dedicación.

— ¿Ya no usan zapatos de cuero?

— Solo para trabajar o vestir de gala.

Luego le referí que podemos hablar con cualquier persona en cualquier lugar del mundo de manera instantánea sin movernos de nuestra silla.

— Usted se burla de mí.

— Le juro.

Oí un ruido a mis espaldas. El farolero pasaba por la calle. Detrás de él iba un hombre a caballo. Parecía ser un guardia de seguridad. Volví con entusiasmo a mi tatarabuelo, ¡pues todavía no le había dicho nada acerca de la luz eléctrica!

Abrí la boca para hablar, pero me detuve de inmediato. El buen hombre tenía las manos en la cara, y lloraba. ¡Dios, cómo lloraba! Cuando sintió mi mirada, explicó con un hilo de voz:

— Lo lograron. Lo lograron… Santo Dios, lo lograron.

¿Qué habíamos logrado?

— Tantos siglos… Tanta sangre derramada… Sabía que algún día… Desplazarse a la velocidad de cien caballos… Hablar con alguien que se encuentra en la otra punta del mundo… ¡Bañarse con agua caliente con solo abrir el grifo! Es un sueño. ¡Han de tener tanto tiempo! ¡Dios, han de ser tan felices!

Detrás de los sollozos de mi tatarabuelo se oía el rumor del Río de la Plata, el andar de algún que otro caballo a la distancia y la brisa sobre los pastizales.

Mi tatarabuelo levantó la cabeza y me miró, como si esperara una confirmación, como si en lugar de haber dicho “Lo logramos”, hubiera dicho “Lo logramos, ¿no?”. Yo estaba sumido en la perplejidad. Pensaba en nuestro mundo, en nuestras vidas... “Han de ser tan felices…” Sentía como si el puñal oblicuo que tanto había temido aquella tarde se hubiera clavado en mi alma…

Con un nudo en la garganta, y los ojos llenos de lágrimas, le contesté, por fin:

— Sí, Tata, lo logramos.

¿Qué le iba a decir?

Franco A. Carbone Costa

Para citar este artículo:

Carbone Costa, F. A. (20 de mayo de 2022) Crónica del primer viaje. Aunque sea un homo sapiens. Disponible en: https://medium.com/@facarbonecosta/cr%C3%B3nica-del-primer-viaje-relato-ab418f7c7595

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Franco Agustín Carbone Costa
Aunque sea un homo sapiens

Soy profesor de Lengua y Literatura, escribo reseñas y ensayos literarios y doy cursos a distancia de literatura, lingüística y composición literaria.