Así muere un poeta (III)

Gabriel Ramírez Fernández
10 min readJun 2, 2017

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Antes de esto: Parte 1 y Parte 2

Parte 3: El ladrón de secretos

A Mariana la conocía desde la escuela. Yo era el tímido del salón y ella la que en acto de caridad se acercaba a hablarle, y entonces yo le hablaba de las cosas más extrañas de las que un niño podía hablar y ella ponía atención absorta y hacía preguntas. Para cuando terminamos el primer año ya me había declarado su mejor amigo. Yo no había tenido mucha opinión en la decisión, pero tampoco me había molestado.

Ahí venía Mariana, a lo lejos. El corazón me daba un vuelco cuando la miraba acercarse, a pesar de haber pasado tantos años.

Ahí estaba sentada Mariana, en frente mío, con sus ojos claros enormes, sinceros. Ahí estaba Mariana, con su cabello recogido en una cola pero perfectamente peinado. Ahí estaba Mariana, con su vestidito de colores que le daba un look despreocupado. Ahí estaba Mariana, con la mirada triste, con todos sus demonios atormentándola. Ahí estaba Mariana: eterna.

Se sentó frente a mí en la cafetería en la que nos habíamos citado y de inmediato esbozó una sonrisa enorme que aliviaba cualquier pena. Ahí estaba también: su sonrisa. Luego recordó que debía saludarme y se puso de pie, me dio un abrazo y volvió a sentarse. Yo me quedé perdido por unos segundos en el olor del perfume que traía ese día.

— ¡Una vida entera, Max! ¿Hace cuánto que no nos vemos? ¿Tres meses? — dijo y tomó el menú de inmediato, y se sumergió en él. Los problemas de la vista seguían presentes, y en su distracción, como de costumbre, probablemente había olvidado los lentes — . Olvidé los lentes, qué torpe — y siguió repasando el menú.

— Y medio — contesté. Tres meses y medio sin verla, pero quién contaba esas cosas, ¿no?

La elección no me sorprendió: una hamburguesa con papas fritas y un café frío con caramelo. La elección siempre se iba por esos rumbos. ¿Dónde iban a parar todas esas calorías? No habían rastros de ellas en su cuerpo. Yo me limité a un café americano y un sándwich de pavo. Eran las diez de la mañana, mi estómago no soportaría un golpe como el que Mariana le daba al suyo.

— ¿Entonces? ¿Pudiste averiguar algo? — supuse que me había sorprendido mirándola como atontando. Supuse que igual y con los años ya se había acostumbrado.

Entonces me dediqué a ponerla al tanto. Que Gavino se había suicidado pero que nadie sabía explicar por qué. Que Gavino tenía un baúl atestado de cartas y diarios con fechas ridículamente lejanas, y otras que parecían haberse terminado de escribir hacía unas horas. Que la historia que su hija quería que le contara, una en la que se pudiese entender el motivo de su decisión, era imposible de contar. Que eran demasiados datos, demasiadas historias, demasiadas fechas, demasiado Gavino, y demasiada Griselda. Que la historia no tenía ni pies ni cabeza cuando trataba de armarla, y que nada de lo que contaba en sus diarios o las cosas que escribía en sus cartas a una mujer que no entendía cómo calzaba en la historia, lograban permitir que entendiera por qué el viejo había decidido terminar colgando del techo de su oficina.

Mariana me escuchaba casi sin respirar cuando le hablaba. Esto era algo personal para ella. Personal porque Gavino, al igual que para mí, era uno de sus ídolos. Porque Gavino la había inspirado a estudiar literatura. Porque había devorado sus libros cientos de veces y porque, a diferencia mía que no gustaba para nada de la poesía, adoraba todos y cada uno de sus poemas.

Discutimos si a ella el hombre le había parecido alguna vez, a través de sus letras, un tipo suicida, y su respuesta fue larga y detallada. Exploró uno a uno sus personajes más destacados, las historias más sobresalientes, sus textos más aclamados, sus poemas más desgarradores. En todo, absolutamente en todo, Gavino parecía un hombre enamorado de la vida, y eso: un tipo enamorado. Le contesté lo que se me ocurrió, que enamorarse era también una manera de morirse. Ella rio ante el comentario y siguió devorando su hamburguesa hasta terminarla.

Luego hablamos del trajín diario. De la oficina y de las escenas del crimen, de los cuerpos y las fotografías. De sus compañeros en la universidad, de la demanda académica, del idiota de su novio. Cuando por fin llegó la hora de que se marchara, volvió a despedirse con un abrazo enorme y la promesa de vernos más seguido.

Ahí iba Mariana. Ojos claros, cabello perfectamente peinado, vestido de colores. Ahí iba Mariana, a lo lejos. Ahí se iban, probablemente, otros tres meses sin verla. Ahí iba yo: de vuelta a lo mío.

Úrsula Quiñones se había resistido enfáticamente a que siguiera esculcando las pertenencias de su marido cuando había vuelto a su casa después de lograr abrir el baúl. Ese último detalle, por supuesto, ella lo desconocía. Luego de que sus hijos hablaran y de que Julián se pronunciara sobre el asunto, la mujer había accedido con la única condición de que no podía sacar nada de la casa. Yo accedí inmediatamente.

Desde entonces había estado haciendo visitas regulares a la casa de Gavino por las noches después del trabajo, o los fines de semana cuando no tenía nada más qué hacer que revolcar la oficina de un viejo suicida. O al menos eso es lo que su familia pensaba. De toda su oficina, en lo único en que me fijaba era en el baúl con diarios y cartas. Cuando escuchaba a alguien venir subiendo las gradas hacia el segundo piso, lo cerraba inmediatamente con el candado y fingía estar leyendo algunos de los libros que el hombre tenía en su escritorio antes de quitarse la vida. Les argumentaba que allí podía estar la respuesta y ellos se sentían satisfechos con eso, al menos Claudia y Julián. Úrsula sabía que allí no encontraría nada, pero al menos eso le tranquilizaba.

De vez en cuando, para cubrir un poco mi coartada, fingía interesarme en datos que me pudieran dar tanto los hijos de Gavino como su esposa, y procuraba hacerles preguntas regularmente. Que si el hombre solía verse triste últimamente: “no”. Que si le habían dado alguna mala noticia: “no”. Que si habían notado que se comportara de manera extraña. “Algunas veces salía a caminar solo”, había respondido Julián, su hijo, quien rara vez hablaba cuando estaba en casa y prefería sentarse a ver la televisión en el mismo sillón en que lo había visto sentado la primera vez que entré a aquel lugar. “Tu padre era un tipo que disfrutaba de la soledad”, le había respondido su madre, y hasta ahí había quedado el asunto. De cualquier manera, no había nada que pudieran decirme que me permitiera llegar a la verdad. La verdad estaba en ese baúl, de eso estaba convencido.

Organizar tanta información había sido difícil, y hasta el momento no había logrado encontrar una forma de lograr leer los diarios y cartas de una forma que lograra tomar sentido dentro del cómo Gavino Retana había decidido terminar sus días. Al inicio había decidido que la mejor manera sería leer todo en orden cronológico, así que había organizado los diarios y cartas de forma de que pudiera seguir el hilo de la historia del viejo lo más lógicamente posible. Sin embargo, en sus primeros diarios sólo hablaba de una novia de juventud y no creí que tuviera importancia. Me adelanté en sus diarios unos cuantos años y noté que seguía hablando de ella, pero ahora de cuánto la extrañaba luego de su separación. Fue entonces que revisé el diario con la fecha en que había empezado a enviar las cartas a esta mujer. Coincidía con una fecha cercana a en la que habían terminado su relación.

Griselda Santos había sido al parecer la primera novia de Gavino, y habían tenido una historia de amor intensa hasta que ella decidió casarse con alguien más. El hombre la extrañaba en demasía y había empezado a escribirle cartas desde el día en que decidió dejarlo, hasta el momento en que ella se casó. Luego de esto dejó de escribirle por casi un año, pero reanudó la costumbre y la había mantenido hasta la actualidad, al menos hasta que decidió poner fin a su historia por cuenta propia. En las cartas, a grandes rasgos, no hacía otra cosa que reiterarle su amor.

Había algo curioso en las cartas. Todas eran enviadas en un sobre a la misma dirección: a la casa de Griselda Santos. Sin embargo, el sobre era enviado de vuelta en un nuevo sobre a la dirección de Gavino. Apresurándome a sacar conclusiones, había dado por sentado que Griselda era quien enviaba las cartas de vuelta luego de leerlas. Me esmeré en encontrar cartas con alguna respuesta de la mujer, tanto en el baúl como en la oficina entera, pero no había logrado encontrar ninguna. Aprovechaba momentos en que quedaba solo en la casa para revisar otros lugares: el cuarto de Gavino y su esposa, una bodega empolvada, otros espacios del inmueble en el que abundaban roperos, estantes, libreros, gavetas, estructuras agigantadas desde el suelo y hasta el techo hechas con madera y pesadas puertas, e inclusive algunos baúles, pero ninguno con llave. No parecía que hubiese un lugar dentro de la enorme casa en la que estuvieran guardadas las cartas con respuestas de Griselda.

Me resultaba curioso que el viejo siguiera escribiéndole después de una vida entera, cuando no había evidencia de contestación alguna.

Aparte de la historia de Griselda, no había nada que se sostuviera en el tiempo de tal forma. En sus diarios hablaba de otros asuntos: del matrimonio con Úrsula, del nacimiento de los hijos, del divorcio de ambos y del regreso a casa, de las alegrías por el éxito de cada uno de sus libros, de las reuniones con los amigos y de la muerte de los mismos, del honor de recibir un premio que había esperado toda su vida aunque le diese pena reconocerlo. Nada más. Nada vinculante. Nada que motivara un suicidio. Pero la misma corazonada me seguía insistiendo. La respuesta tenía que estar en el contenido de ese baúl de color oscuro.

Con el pasar de los días y las semanas me empecé a obsesionar cada vez más con el asunto. Si antes llegaba ocasionalmente por las noches a la casa de los Retana, ahora lo hacía cada noche. Si previamente sólo los visitaba los sábados por la mañana, ahora lo hacía religiosamente todos los fines de semana, cancelando inclusive planes con mis amigos para poder seguir con mi indagación. Sin embargo, visitara cuando visitara la casa, revisara cuantas veces revisara las cartas y diarios, era demasiado complicado poder seguir la historia de Gavino si tenía que estar pendiente de la vigilancia de Úrsula, que últimamente era cada vez más cercana. Al principio se daba una vuelta por la oficina cada hora, pero los tiempos se empezaron a reducir hasta el punto en que hacía visitas cada cinco minutos, y algunas veces se quedaba en la habitación por un buen rato observándome leer el libro de turno que supuestamente me encontraba investigando tratando de encontrar alguna respuesta. Como mi coartada era esa, tenía además que tratar de encontrar cosas que vinieran al caso para dar alguna respuesta a Julián o Claudia cada vez que me preguntaban qué tal iba todo. Me limitaba a responderles que los libros que había estado leyendo su padre eran muy tristes en general, pero que seguía trabajando en el asunto. A Claudia le bastaba con verme allí intentándolo, a Julián realmente le daba igual. Úrsula sólo esperaba que me rindiera y me marchara para siempre.

Debido a esto, había intentado pensar en formas en las que pudiera leer las cartas y diarios más tranquilamente. Inicié llevándomelos a casa y leyéndolos en las madrugadas, para devolverlos luego y tomar otros prestados, pero era un método bastante deficiente, pues muy regularmente necesitaba devolverme a leer un diario o una carta que ya había leído y ya no tenía en mi posesión. Luego de darle vueltas al asunto, llegué a la conclusión más lógica: debía sacar todos los diarios y cartas de la casa y llevarlos a la mía, violentando la única regla que Úrsula había puesto para dejarme entrar en la suya.

Comencé sacando solamente un diario y un par de cartas, tímidamente. Al darme cuenta de que nadie parecía notar lo que hacía, decidí arriesgarme un poco más y sacar mayor cantidad de libros y cartas. Sólo por si decidían mover el baúl de un lugar a otro y que no fueran a notar la diferencia de peso, comencé a poner cuadernos vacíos y periódicos viejos en el mismo, esperando que si lo abrían sería esa la primera vez que alguien lo hacía y no notarían el cambio en su contenido. Pensé que sería eso lo más probable, tomando en cuenta que el baúl tenía un candando con una llave que yo había encontrado apenas por casualidad.

Empecé a asistir menos periódicamente a la casa, a un ritmo en que mi baja asistencia no fuera tan notoria, hasta que un buen día les dije que no me verían por aquellos rumbos por un tiempo debido a cuestiones personales, pero que regresaría tan pronto como pudiera. Efectivamente volvería, a poner los diarios y cartas de nuevo en su lugar una vez que supiera el motivo por el que Gavino había decidido quitarse la vida.

Mes y medio después de empezar con mis labores como ladrón, tenía todos y cada uno de los diarios y cartas en mi casa, sobre una mesa que había destinado para ellos en la sala de estar. Ahora no había nada que me detuviera. No había una Úrsula que me controlara y me siguiera el rastro de cerca. No había necesidad de leer libros inútiles. Tenía el camino libre.

Me serví una taza de café y tomé el primer diario. Era hora de empezar a atar cabos.

Puede leer la siguiente parte aquí.

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Gabriel Ramírez Fernández

A veces escribo. A veces bien, a veces mal. Aquí hay un poco de todo eso.