Así muere un poeta (IV)

Gabriel Ramírez Fernández
10 min readJun 8, 2017

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Parte 4: Relato en tercera persona

Gavino Retana era hijo de sobrevivientes. Abelardo Retana, su padre, había crecido entre necesidades, comiendo de las sobras de los changarros para los que había tenido que trabajar desde niño, y había terminado prestando servicio al ejército. Desde que volvió, en el pueblo todo el mundo le conocía como Abelardo el cojo, por la pierna que había perdido en combate. Ángela Duarte, su madre, había tenido una mejor suerte. Si bien la mujer no provenía de una familia adinerada, había tenido dinero suficiente para terminar sus estudios y se había convertido en enfermera. Prestando su servicio como tal había conocido a Abelardo, y se había enamorado perdidamente de él, y él igualmente de ella. Cuando el hombre regresó de la guerra, Ángela se había encargado de motivarlo a seguir adelante, pese a la profunda depresión en la que había caído producto de la pérdida de uno de sus miembros.

Con la ayuda de su esposa, Abelardo había empezado un pequeño negocio basado en su afición a la cocina en el centro del pueblo, y en honor a ella le había bautizado Pastelería Los Ángeles. Con el tiempo, el pequeño local había requerido agrandarse, y mudarse a otros lugares. La fama de la mano de Abelardo era tan buena, que habían logrado abrir locales en diferentes partes del pueblo e inclusive en algunas zonas fuera de él. Cinco años después de haberse casado y de intentar concebir a su primogénito infinidad de veces junto a Ángela sin ningún éxito, como un milagro del cielo y cuando ya habían abandonado todas sus esperanzas de tener hijos, llegó Gavino a sus vidas. Gracias al éxito de la pastelería, Gavino había podido formarse en las mejores escuelas, al igual que su hermana Claudia, quien llegaría a la vida de sus padres tres años después de Gavino.

La vida de los Retana era envidiable, y en el pueblo eran vistos como el modelo de familia al que todos aspiraban. Gavino tenía planeada ya su vida entera como abogado, y Claudia pensaba en seguir los pasos de su madre como enfermera. El negocio era próspero, a tal punto que la misma Ángela había abandonado su oficio y se había dedicado a hacer crecer el mismo junto a su marido. Sin embargo, a la edad de diecinueve años Claudia enfermó de una extraña condición cardiaca, que debía ser operada urgentemente en el extranjero. Abelardo y Ángela no habían tenido más opción que vender las propiedades que habían adquirido y cerrar los locales de la pastelería, quedándose únicamente con el local en el que habían iniciado.

Aunque la operación era la única posibilidad para Claudia de sobrevivir, las probabilidades de éxito eran apenas modestas. Sabiendo esto, sus padres habían decidido realizar un baile en honor a la joven la noche antes de partir hacia el país en que le realizarían la costosa intervención.

Al baile había asistido casi todo el pueblo, y habían llenado a Claudia de regalos de todo tipo. Inclusive las familias recién llegadas al pueblo habían formado parte del festejo y habían traído algún presente. Entre esas familias, se encontraban los Santos, que habían llegado apenas hacía unas semanas de su estadía por diez años en Europa y habían decidido asentarse en el lugar. Bernardo Santos, el padre de Griselda Santos, era un exitoso pediatra, y su madre, Cándida Puertas, una importante bióloga. El motivo del retiro de la familia a Europa había sido precisamente la invitación que había recibido esta última para impartir cátedra en una prestigiosa universidad en Italia.

El momento en que Griselda Santos se acercó a Gavino Retana para presentar su apoyo a su persona y a su familia en tan difíciles momentos había sido, en palabras de él mismo, el comienzo de la gran tormenta. Gavino había quedado impresionado con su belleza, y ante todo, con su manera de desenvolverse entre la gente, tan refinada y delicada y al mismo tiempo tan misteriosa y única.

Al día siguiente Abelardo, Ángela y Claudia partirían hacia el extranjero, dejando a Gavino deseoso de recibir noticias del destino de su hermana. Así, había pasado tres semanas sólo en el pueblo, recibiendo muestras de cariño y deseos de buena suerte de cuanta persona se topase en la calle. Pero había siempre alguien que le hacía sentir mejor con tan solo desearle los buenos días cuando llegaba a comprar el pan por las mañanas a la pastelería, que había quedado enteramente a cargo suyo. Griselda preguntaba cada mañana si había recibido noticias de su hermana, y ante la respuesta negativa del joven siempre le pedía que le mantuviera al tanto.

Un circo pasaría por el pueblo el primer fin de semana en que Gavino había quedado solo, lo que le dio una idea. El día antes de que el circo arribara, reunió coraje y Gavino entregó junto con el cambio del pan de cada mañana una invitación a disfrutar del espectáculo. Griselda aceptó amablemente y sugirió que la recogiese al día siguiente al ser las seis en punto en las afueras de su casa, y así lo hizo.

La versión más entusiasta de Gavino se puso sus mejores galas, sacó una buena cantidad de dinero de los pocos ahorros que le quedaban, y llevó a Griselda a disfrutar de un espectáculo como pocos en aquel entonces. La mujer había salido fascinada y no había parado de comentar lo que sus ojos habían visto. A su acompañante le llamaba la atención que una persona que había visto ya las maravillas de Europa, conservara la capacidad de asombrarse con cosas tan insignificantes como pequeños monos disfrazados con trajecitos, o las piruetas que podían realizar hombres en monociclo por los aires. Al final de la noche, Gavino había dejado a Griselda en la puerta de su casa y ella se había despedido sin pensarlo mucho con un beso en los labios, que habían dejado al pobre hombre sin respuesta alguna.

De ese día en adelante, el pan llegaba por cortesía de la casa todas las mañanas a la puerta de los Santos, sin que ellos pagasen dinero alguno. Sin embargo, eso había hecho que Griselda visitara cada vez más seguido la pastelería. Ella le decía a Gavino lo mucho que le gustaba su sentido del humor, y él le devolvía cada vez que lo hacía un comentario sobre lo hermosa que era su sonrisa. Así, entre un halago y otro, entre una confesión y otra, entre un secreto y otro, Gavino y Griselda se habían vuelto cada vez más cercanos. Cuando los padres de Gavino llegaron del extranjero con la noticia de que su hermana había muerto días después de la operación, fue Griselda quien le prestó su hombro para que llorara y desahogara todas sus penas. Había sido ella quien, a pesar de las miradas juzgantes de los vecinos, lo había acompañado a tomarse todo el vino que tenía en casa en un callejón oscuro. Esa misma noche, con algunos tragos de más en su cuerpo, Gavino le había propuesto a la mujer que fuese su novia, y ella había aceptado encantada.

Los meses pasaron, y así fue pasando la tristeza de Gavino, en parte gracias a la compañía y apoyo de la mujer que había llegado a su vida en el momento justo en que más la necesitaría. Todo el mundo hablaba en el pueblo de su relación, y muchos ya los proyectaban como esposos en un futuro no muy lejano. Gavino y Griselda se reían de esos comentarios y decían que se lo tomarían con calma. Él no abandonaría su sueño de convertirse en abogado, y ella no se apartaría de la idea de convertirse en una importante médico como su padre. La vida la tenían planeada, juntos y cada quien por su lado al mismo tiempo. Griselda insistía en que así eran las relaciones duraderas, y luego le prometía que lo querría por siempre.

Sin embargo, los planes de los padres de Griselda eran otros. En una actividad de beneficencia habían conocido a una adinerada familia interesada en abrir un complejo médico en la ciudad, del que los habían invitado a ser partícipes. Las visitas de esta familia comenzaron a ser recurrentes en la casa de los Santos, y junto a ellos venía siempre su hijo mayor, quien mostraba un gran interés en Griselda. Pese a las negativas de la misma en salir con él, el mismo seguía insistiendo una y otra vez, hasta el punto que pidió a sus padres que pusieran como condición para continuar la asociación con su familia que Griselda accediera a que tuvieran una cita. La mujer, sabiendo que podía poner en riesgo el futuro económico de su familia y comprometer además sus oportunidades de estudio, no tuvo más opción que acceder. Meses después la condición no sería sólo que saliese con él, sino que contrajera matrimonio con el mismo.

Así, de repente y sin mayor aviso, Griselda se había visto obligada a terminar su relación con Gavino, y este había quedado destrozado.

“Prometo hacer lo imposible por asegurarte el futuro que quieres”, le prometía en una de sus primeras cartas antes de que se casara con un hombre que había aparecido de la nada. “No abandones todos los sueños que hemos construido”, rogaba en otra. “Me tenés comiendo mierda y me la estoy comiendo a gusto”, ponía en una de tantas en las que había perdido la compostura.

Luego del matrimonio de Griselda había dejado de escribirle por casi un año. Se había dedicado entonces a desahogar en sus diarios el odio que sentía por aquella mujer que le había abandonado, los mismos diarios en que había venido escribiendo lo mucho que la amaba igualmente desde que habían empezado a salir. Y así, había adoptado como costumbre escribir en diarios, primero sólo sobre Griselda, pero luego sobre su vida cotidiana. “Siento que escribir me libera de todas mis penas”, había escrito en uno de ellos.

Debido a que la pastelería ya no era el inmenso negocio que había sido en algún momento, Gavino había tenido que buscar un trabajo extra para colaborar con la economía familiar y, así, había terminado como asistente en las oficinas de un periódico local. Había comentado con uno de los editores lo mucho que le gustaba escribir, y así había logrado que le permitieran iniciar escribiendo columnas de opinión en el periódico, convirtiéndose sus columnas en unas de las más gustadas por los lectores. Tiempo después, uno de los editores del periódico le presentó a un amigo suyo que trabajaba para una importante editorial en la ciudad, y así había publicado Gavino su primera novela. “Todo pinta bien para mí ahora, vuelve conmigo, podemos resolver esto juntos”, le escribió en la primera carta que recibiría Griselda después de casi un año de haber recibido la última, y de también haberla devuelto sin respuesta alguna, como todas y cada una de las que le enviaba.

El éxito de Gavino era tal con sus novelas, que se había aventurado a publicar sus primeros poemarios, y habían sido recibidos igualmente bien por la crítica. En el proceso había conocido a una hermosa mujer en las oficinas de la editorial, una secretaria de nombre Úrsula Quiñones, de quien había comenzado a enamorarse, no sin pensar siempre en el hecho de tener que renunciar a su amor por Griselda. Así, había contraído matrimonio con Úrsula y había traído al mundo a dos hijos, sin lograr nunca sacarse a su primer amor del corazón. “Por favor, decime que no lo haga y tiro todo esto a la mierda”, le había escrito antes de casarse con Úrsula, pero había recibido como respuesta la misma carta que había enviado sellada en un nuevo sobre.

Gavino Retana se casó entonces, pero Griselda Santos viviría en los rincones de su mente hasta el último respiro de su vida.

Los diarios de Gavino tenían un nivel de detalle impresionante. En algún momento, dentro de la odisea que había sido reconstruir su historia, me había preguntado si habría pensado en algún momento escribir una autobiografía basada en todo ese material. De cualquier manera, lo tuviese pensado o no, eso ya nunca pasaría.

Había pasado los últimos dos meses reconstruyendo la historia del viejo y leyendo sus cartas. Me había convertido en una especie de ermitaño que no hacía más que ir a trabajar y volver inmediatamente a casa para dedicarme a mi labor de leer cuanta cosa Gavino había querido escribir. En una ocasión, inclusive, rechacé una invitación de salir de Mariana para poder seguir con el asunto. Armar la historia de aquel hombre había sido una labor extremadamente interesante, pero al terminar me había quedado con el desagradable sabor de boca de que no había servido de nada. Había leído cada carta, había indagado en cada diario, pero nada llevaba a la respuesta que andaba buscando. ¿Por qué había decidido suicidarse Gavino Retana?

Al día siguiente en que terminé de leer el último diario, asistí al trabajo por simple costumbre, pero no estaba allí presente. Tomé fotos de un cuerpo desmembrado como si se tratara de la foto de la fiesta del primito despedazando su piñata. Si la mujer había sido torturada hasta la muerte por su pareja poco me había importado, o si el hombre cobardemente se había pegado un tiro al terminar de hacerlo. Poco me importó el llanto de una niña de meses que provenía desde una de las habitaciones de la casa. Poco me importó el olor a quemado de una olla con agua que todavía hervía en la cocina. Si la mujer preparaba el almuerzo a su esposo antes de que la matara me era indiferente. Supuse que a eso sabía el fracaso. Estaba equivocado. Gavino no había muerto por nada que pudieran decirme esos diarios o esas cartas.

Llegué a casa y me senté a leer el periódico. Más de lo mismo: escándalos por corrupción, accidentes automovilísticos, ajusticiamientos, una mujer había sido asesinada junto a sus hijos por su pareja. La vida cotidiana. Fue entonces que recordé dónde había visto el nombre de Griselda Santos. Mis piernas reaccionaron de inmediato y ya se dirigían a mi auto.

Manejé deprisa, me salté una señal de “alto” sin darme cuenta. Viajé sin música, no quería distraerme aún más de lo que ya me distraían mis pensamientos. Llegué en tiempo récord. Toqué la puerta. Insistí una y otra vez hasta que abrieron. Una mujer regordeta, sudorosa. Un olor inconfundible a desinfectante. Gradas hacia el segundo piso. Una oficina empolvada. Libros por todos lados. Un baúl oscuro con candado y un montón de cuadernos vacíos y periódicos viejos dentro, sustituyendo su contenido original. Una taza vacía, donde alguna vez hubo un café a medio tomar. Una alfombra donde sería cubierto con una sábana blanca un viejo suicida. Ahí estaba. Sabía que lo había visto. Ahí estaba ese nombre, entre otro montón de nombres. Ahí estaba ella, con ambos apellidos.

Griselda Santos Quijano

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Gabriel Ramírez Fernández

A veces escribo. A veces bien, a veces mal. Aquí hay un poco de todo eso.