Así muere un poeta (V)

Gabriel Ramírez Fernández
11 min readJun 16, 2017

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Parte 5: La agente de bienes raíces

Salí del trabajo tarde todos los días en la última semana, trabajando en un caso que había llamado la atención de los medios y por lo tanto debíamos mantenerlos informados constantemente. Los reporteros y periodistas iban y venían y su presencia era constante a cualquier hora del día. Yo, a decir verdad, era uno de los que más fácil lo tenía. Muchos de mis compañeros, los encargados de dar declaraciones a la prensa, eran los que más trabajo tenían. De cualquier forma, el equipo completo había tenido que trabajar horas extra durante la semana entera. Debido a esto, no había podido visitar aquella casa.

El sábado por la mañana me levanté de mal humor. El trabajo me había dejado cansado y lo último que quería era abandonar mi cama, pero tenía cosas qué hacer. Fui al supermercado a comprar algo para poner en la despensa y me atendió la misma cajera con la misma mala cara de todo el tiempo. Volví a casa y me preparé un desayuno rápido, lo que más me urgía era darle un golpe de cafeína a mi organismo para empezar el día. Tomé un largo baño y me puse ropa medianamente formal, por si tenía suerte y encontraba a alguien en la dirección a la que me dirigía.

Sonó el teléfono. Cuando atendí escuché la voz que llevaba tanto tiempo sin escuchar y que a decir verdad tanta falta me hacía. La última vez que me había llamado había tenido que rechazar una salida por mi obsesión con el caso de Gavino y por seguir investigando. Esta vez no pasaría lo mismo. Confirmé un café para el día siguiente con Mariana.

Me aseguré de anotar correctamente la dirección para no perderme y me dirigí a mi auto. El lugar que buscaba estaba a más o menos cuarenta minutos del centro de la ciudad, pero con las calles medianamente vacías no me tomó más de media hora llegar. Inicialmente tuve dificultades para encontrar la casa, que se suponía que era la número cuarenta y ocho del barrio, pero las casas estaban tan mal enumeradas que saltaban de la número treinta a la cincuenta y dos repentinamente. Luego de dar varias vueltas por el lugar logré dar finalmente con la casa que buscaba.

Entre todas las demás casas, esta parecía de una familia muchísimo más adinerada que las otras. Una estructura de dos pisos, con acabados rústicos en el exterior, con techo de teja y al parecer recientemente remodelada. A su alrededor se extendían grandes jardines con plantas perfectamente cuidadas de varios tipos: rosas, margaritas, girasoles, azucenas. Una fuente con querubines decoraba la entrada principal. Sospeché que no tendría mucha suerte cuando noté que se encontraba deshabitada, y luego lo confirmé cuando noté que en uno de los extremos del jardín figuraba un rótulo de “se vende”.

No había tenido suficiente con el café que había tomado en casa, así que aproveché que a escasos doscientos metros había visto una cafetería previamente. Pedí un capuchino para llevar y un trozo de pastel de zanahoria. Volví a las afueras de la casa y me senté en la acera a terminar de comer lo que había comprado. Un gato me observaba desde el techo de la casa de enfrente, recostado en la canoa. Minutos después el perro de los vecinos notó su presencia y comenzó a ladrarle. El animalillo bajó a como pudo y salió de la propiedad. Luego cruzó la calle y se subió en el techo de mi auto.

Me quedé mirando fijo al animal mientras terminaba de comer, por lo que no me percaté que dos carros se habían parqueado cerca de la casa que yo había andado buscando. De uno de ellos salió una mujer de mediana edad, con el cabello teñido de color rubio y de facciones realmente hermosas. Al acercarse a donde yo estaba me dedicó una amable sonrisa, la cual correspondí tímidamente. Noté que detrás de ella venían caminando lo que parecía una familia con sus dos hijos, quienes se habían bajado del segundo auto. A continuación entraron a la casa en venta.

La mujer rubia abrió la puerta principal de la casa y dejó que los demás entraran. Supuse que se trataba de una agente de bienes raíces, pues parecía estarles dando un tour por el inmueble. Evidentemente la familia que le seguía se trataba de posibles futuros compradores. Luego de pasar más o menos unos veinte minutos viendo la casa y terminando con una breve plática en el jardín principal, la mujer se despidió de ellos. La familia se montó en el auto y se fueron del lugar. La rubia volvió a entrar en la casa por unos minutos y luego salió para dejarla cerrada de nuevo.

Había venido hasta allí para ver si podía encontrar más respuestas. Era poco probable que una agente de bienes raíces tuviera alguna, pero pensé que no perdería nada con preguntarle.

— Disculpe, señorita — detuve su marcha cuando se dirigía a su auto — , noté que entró en esa casa. ¿Conoce usted a los dueños?

La mujer me sonrió levemente, me chequeó de pies a cabeza y luego respondió:

— Sí, a decir verdad sí. ¿Por qué lo pregunta?

Recordé las normas de cortesía básicas que tan seguido olvidaba.

— Mi nombre es Máximo Hernández — extendí mi mano para saludarle. Ella respondió el saludo estrechándola — . Trabajo para el departamento de policía de la ciudad y recientemente estuve trabajando en un caso que me trajo hasta aquí. ¿De casualidad sabe usted si aquí solía vivir una mujer de nombre Griselda Santos?

La mujer puso cara de asombro por un momento y no supo qué responder. Volteó a mirar a la casa y luego me miró a mí, para finalmente mirar el suelo en busca de algo qué decir.

— Ella… ella era mi madre. ¿Qué hace un miembro de la policía buscándola?

Entonces entendí la preocupación de la pobre mujer. Probablemente aquella no había sido la mejor manera de presentarme, así que busqué una manera de explicarle lo más claramente posible qué me había llevado hasta ese lugar. Comencé por hablarle de Gavino, y en cuanto lo hice su expresión pareció tranquilizarse y de repente la noté mucho menos tensa que antes. Luego le comenté sobre las cartas y entonces noté que donde hacía unos segundos había una cara de preocupación, ahora sólo había una ligera sonrisa y un interés por lo que le contaba que se notaba en su mirada. Cuando terminé de platicarle sobre el motivo de mi visita, la mujer me ofreció entrar a la casa para poder hablar más calmadamente. La seguí hasta la entrada. Ella sacó un manojo de llaves que llevaba en su bolsito de mano y luego abrió la puerta principal.

Cuando entré al inmueble noté que aunque por fuera parecía deshabitado, por dentro aún quedaban una gran cantidad de pertenencias acumuladas en la sala de estar. Había cajas por todos lados con etiquetas que señalaban su contenido. Grandes muebles de madera se encontraban recubiertos con plástico para probablemente ser desplazados hacia otro lugar. En un rincón, una cama individual con las sábanas desordenadas, y en la esquina contraria una pequeña televisión.

— Disculpe el desorden, estamos en el proceso de desocupar la casa y vengo a dormir aquí por las noches para evitar que entren ladrones y se lleven lo que aún queda aquí dentro — se explicó la mujer sin que yo se lo pidiera — . Si gusta puede tomar asiento, vuelvo en un momento.

Luego de decir esto abandonó la sala de estar, subiendo por las escaleras que llevaban al segundo piso. En la gran habitación no había más lugar para sentarse que dos pequeños sillones con estampado de flores, por lo que supuse que se refería a que me sentara en uno de ellos, debido a que el enorme sofá que se encontraba al lado de estos estaba forrado en plástico como los demás muebles.

Tomé asiento y esperé a que la mujer bajara. Luego de unos cinco minutos de espera por fin volvió. Se sentó junto a mí en el otro silloncito y me pidió que le explicara un poco mejor por qué me encontraba interesado en su madre y en las cartas que intercambiaba con Gavino. Le expliqué a grandes rasgos la situación, comenzando por la petición de Claudia de que investigara el motivo del suicidio de su padre, el hallazgo de los diarios y las cartas y, de paso, la prohibición que tenía de sacar cualquier cosa de la casa de los Retana y mi desacato a esa regla, y por último lo que había encontrado en el escritorio principal de la oficina de Gavino que me había terminado llevando hasta allí. La mujer se mantuvo callada durante todo el rato en que le hablé, y asentía de vez en cuando. Cuando hablaba de las cartas sonreía y hacía algún gesto de aprobación, como si supiera ya de lo que yo le estaba hablando.

Cuando terminé de contarle la historia, me sorprendió con una única declaración.

— Conozco esas cartas, leí todas las de los últimos cinco años cada vez que mi madre las recibía.

Ante la confesión de la mujer, no pude evitar preguntar qué hacía ella leyendo las cartas que iban dirigidas a su madre. Fue entonces cuando me comentó que hacía cinco años su madre había empezado a padecer de varios problemas de salud que la terminaron dejando postrada en una cama sin poder moverse demasiado, aunque conservando la lucidez hasta el último momento de su vida. Me comentó cómo su madre, al no poder desplazarse como lo hacía antes se había visto obligada a contarle sobre las cartas de Gavino, así como su historia de amor con el mismo de cuando fueron jóvenes.

Griselda Santos había enviudado quince años atrás, y desde entonces no había tenido ni buscado ningún otro compañero de vida. Le había confesado a su hija que había vivido toda su vida enamorada en secreto de Gavino, y que aunque amaba a su padre nunca había logrado quererlo como a su amor de juventud. Su hija, una mujer divorciada tres veces, se lo tomó con naturalidad. Los temas del amor le resultaban complicados y no solía juzgar a nadie por cosas que estuvieran relacionadas con ello. Griselda se había visto en la necesidad de contarle todo a su hija cuando perdió la capacidad de desplazarse más allá de los interiores de su casa y requirió de ayuda para continuar con la forma en que había respondido a las cartas de Gavino todos esos años.

La mujer se las había ingeniado para leer las cartas que Gavino le enviaba sin que él se diera cuenta, y desde entonces esperaba siempre deseosa que le volviera a escribir. Una vez que leía la carta, la ponía en un sobre idéntico al original en el que la había recibido, y luego copiaba a la perfección la letra con la que había sido escrita la dirección del destinatario; su propia dirección. Posteriormente, colocaba la carta con el sobre en un nuevo sobre, y esta vez colocaba en él la dirección de la residencia de Gavino para que le fuera entregada de vuelta. De esa forma, Griselda había logrado leer todas y cada una de las cartas que su enamorado le enviaba y que a ella tanto le gustaba leer, pero al mismo tiempo le daba al hombre el mensaje de que no había visto su contenido y que se las había devuelto tal y como las había recibido.

Cuando la mujer terminó de contarme esto, hizo una pausa para ir a la cocina. Cuando volvió traía un par de tazas de té y repostería que había calentado en el microondas. Aunque me encontraba bastante satisfecho, no rechacé la oferta y acompañé a comer a la rubia. Le pregunté si sabía el motivo por el que su madre había decidido actuar de esa manera, y me respondió que en una ocasión, cuando le preguntó por esto, le había confesado que aunque aún amaba a Gavino no quería ser ella quien provocara que dejara a su familia por una mujer que ya había hecho una vida y una familia entera lejos de él. Griselda, en el fondo, sabía que el hombre dejaría cualquier cosa por volver a estar con ella.

— Hubo una única carta a la que mi madre no respondió de la misma forma — la mujer sonrió cuando lo dijo. Sabía que con eso desataría toda mi curiosidad y parecía divertirle.

Yo sonreí también. Caí en su juego.

— ¿A cuál carta respondió de forma diferente?

— A la última que recibió — volvió a sonreír y se me quedó mirando fijamente por unos segundos — . Iré por la carta, acabaré con su sufrimiento — bromeó y volvió a dirigirse al segundo piso.

Cuando volvió, traía en sus manos un sobre idéntico a en los que Gavino había estado enviando sus cartas en los últimos años. La mujer se sentó junto a mí de nuevo.

— Es esta — dijo mientras me la entregaba — . Es un poco triste su contenido, y desconozco qué le habrá respondido mi madre. Espero que no fuera esa respuesta la que lo llevara a quitarse la vida.

Abrí el sobre y encontré una hoja con una única frase: “tengo cáncer”. Repasé mentalmente todas las últimas correspondencias que había revisado. No había encontrado ninguna carta con una respuesta de Griselda. Solamente el mismo patrón. Cartas dentro de dos sobres, ambos abiertos, con la misma carta dentro que había enviado Gavino originalmente. Me cuestioné por qué los sobres estaban abiertos si Griselda se había asegurado de que pareciera que nunca había leído las cartas. Supuse entonces que el viejo abría ambos sobres con la esperanza de encontrar alguna respuesta.

— No leí ninguna carta con una contestación por parte de su madre — le dije.

La mujer se acomodó el cabello detrás de las orejas y se encogió de hombros.

— No sé qué haya sucedido, a lo mejor nunca la recibió — me respondió — . Pero le aseguro que yo misma llevé esa última carta hasta la oficina de correos.

Un teléfono sonó. La mujer respondió la llamada y se disculpó conmigo argumentando que debía irse deprisa debido a una situación familiar. Me ofrecí a lavar los platos, pero ella insistió en que dejase las cosas como estaban y en que ella lo arreglaría más tarde. Al salir de la casa nos percatamos que había estado lloviendo, así que nos despedimos en la entrada principal y cada uno se dirigió corriendo hasta su auto, no sin antes agradecerle a la mujer por el tiempo y las respuestas que me había brindado.

Subí a mi auto y me di cuenta que había dejado una de las ventanas abiertas, por lo que el asiento del copiloto se encontraba empapado. Cerré la ventana y comencé a manejar con cuidado, la lluvia era cada vez más fuerte y se dificultaba poder ver la calle. En el camino pensé en Gavino, como lo había hecho tantas veces en los últimos meses, pero esta vez en algo distinto. ¿Realmente había sido ese el motivo por el que el hombre había decidido quitarse la vida? ¿Se había dado cuenta que la mujer que amaba había muerto y eso le había bastado para acabar con su vida y decidir que la misma ya no valía la pena? Me sonó excesivamente cursi la idea, pero tuve que admitir que basado en toda la evidencia que tenía, era lo más probable.

Llegué a casa luego de casi cincuenta minutos de conducir. Apagué el vehículo y me quedé un rato dentro pensando. Un sonido repentino me distrajo de mis pensamientos. Un maullido. Volteé a mirar al asiento trasero. El mismo gato de hacía un rato descansaba plácidamente en él.

Manejé deprisa, me salté una señal de “alto” sin darme cuenta. Viajé sin música, no quería distraerme aún más de lo que ya me distraían mis pensamientos. Llegué en tiempo récord. Toqué la puerta. Insistí una y otra vez hasta que abrieron. Una mujer regordeta, sudorosa. Un olor inconfundible a desinfectante. Gradas hacia el segundo piso. Una oficina empolvada. Libros por todos lados. Un baúl oscuro con candado y un montón de cuadernos vacíos y periódicos viejos dentro, sustituyendo su contenido original. Una taza vacía, donde alguna vez hubo un café a medio tomar. Una alfombra donde sería cubierto con una sábana blanca un viejo suicida. Ahí estaba. Sabía que lo había visto. Ahí estaba ese nombre, entre otro montón de nombres. Ahí estaba ella, con ambos apellidos: Griselda Santos Quijano.

Un periódico abierto en la sección de esquelas se encontraba sobre el escritorio principal de la oficina de Gavino desde el día en que había decidido quitarse la vida.

Puede leer la Parte 6 (final) aquí.

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Gabriel Ramírez Fernández

A veces escribo. A veces bien, a veces mal. Aquí hay un poco de todo eso.