Así muere un poeta (VI) ~ Final

Gabriel Ramírez Fernández
11 min readJun 24, 2017

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Parte 6: Una tarde en el parque

¿Qué pasaría si le dijera que me alegra lo que pasó? Si de repente la interrumpiera, si pausara su relato por un momento y le dijera, mientras ellas sigue limpiando las lágrimas que le corren tímidamente por las mejillas al contar lo ocurrido, que me alegra que todo esto pasara. Sonaría egoísta, porque ella en el fondo sabe que siempre la he querido, pero no sería así. No me alegraría lo que sucedió solo porque ahora está libre y yo podría ir por fin, tomando valor, como un león tras una gacela. No. Me alegra que haya pasado porque con ello decidió al fin salir de ahí. Porque al fin dejó a ese idiota. Porque salió de allí a tiempo, antes de que se convirtiera en otro cuerpo que yo tuviera que fotografiar antes de que se lo llevaran a la morgue.

Mariana se terminó de secar las lágrimas con las servilletas que habían puesto en la mesa de la cafetería. Yo no pude responder más que lo que realmente sentía. Que realmente me alegraba que hubiese tomado la decisión de dejarlo la noche anterior, y que cosas mejores vendrían, porque de verdad eso esperaba. Consideré mis palabras torpes, y muy posiblemente lo eran, pero a ella parecieron gustarle.

— Siempre sabés qué decir — me dijo — . Ese es tu talento desde que éramos niños.

Y de repente la mirada se volvió curiosa de nuevo. Y los fantasmas que la atormentan se devolvieron al ático donde siempre los lleva, y los encerró con candado, como se cierran todas las cosas que son realmente importantes. Sus ojos claros se clavaron en mi rostro por unos segundos, y pareció examinarme con detalle. Y entonces sonrió, dio un sorbo a la bebida de frutas que había pedido, y me preguntó cómo iba todo con Gavino.

Comencé con una pequeña broma. “Murió, ¿no te enteraste?”, y sonrió. Luego pasé a contarle todo lo que había sucedido. Comencé refrescando su memoria; hablándole de los diarios y las cartas, y luego de la travesía que había realizado para llevarlos todos hasta mi casa. Los meses que había pasado como un ermitaño encerrado en casa entre las letras de un viejo que ya había muerto. Y entonces le hablé de Griselda, y sus ojos se iluminaron, porque amaba las historias de amor y esta era a todas luces una de ellas. Luego le hablé de mi visita a la casa de la mujer, y de mi encuentro con su hija. Terminé contándole que tenía una nueva mascota, y que le había bautizado Fabián en honor al protagonista de uno de los libros de Gavino. Después de todo el animalillo se había subido a mi auto mientras yo investigaba el motivo de su muerte.

Fue entonces cuando llegó la comida, que había tardado mucho más de lo usual en llegar, y la devoró en minutos. Yo la vi hacerlo, casi como si estuviera observando una obra de arte. Y lo era. ¿De dónde había salido esta mujer? ¿Qué había hecho yo para que a mis escasos nueve años viniera cupido y me flechara por siempre, pero se le olvidara flecharla también a ella? Fuera como fuera, ¿qué hacía un tipo como yo con una amiga como ella? Llevaba años preguntándomelo, y ella simplemente seguía haciendo que le restara importancia a encontrar una respuesta.

— ¿Te vas a comer eso?

Solté una carcajada y le acerqué mi plato. Ella terminó con lo que quedaba en él sin ninguna pena. Luego me contó de un nuevo proyecto que tenía pensado en conjunto con sus amigas de la universidad, y de lo bien que iba todo con su tesis. Yo la aburrí por un rato con mis historias del trabajo, y cuando el reloj marcó las doce medio día se despidió. Necesitaba estudiar para el examen del día siguiente.

— Casi lo olvido — me dijo mientras buscaba algo dentro de su bolso — , te traje esto. Sé que no te gusta mucho la poesía, pero te aseguro que es un buen momento para empezar a leerlo. Te va a encantar.

Me entregó el libro y se despidió con un fuerte abrazo. Ella se fue, pero yo me quedé repasando su aroma hasta que ya no fue más perceptible. Pensé en quién sería el próximo afortunado en disfrutar de su compañía. No sería yo, por supuesto. Pero Mariana no sabía estar sola, y próximamente estaría junto a algún otro idiota que se las ingeniaría para hacerle la vida imposible.

Pedí otro café para llevar, y pedí pan de varios tipos para tener en casa. Pagué y me dediqué a caminar por las calles de la ciudad. No había mucho movimiento los domingos por la tarde. Unas cuantas parejas se comían a besos en la plazoleta principal que quedaba frente a la estación de bomberos. Un par de niños jugaban con el agua de la fuente que se erguía en medio del lugar, mientras su madre batallaba para que no lo hicieran. Su padre, despreocupado, se carcajeaba a la distancia sentado en el césped.

Continué caminando por varias cuadras más, hasta llegar al parquecito que quedaba junto al lago, donde me escapaba junto a Mariana en nuestros tiempos de secundaria, y nos sentábamos entonces en alguna de las bancas que quedaban a la sombra de uno de los grandes árboles que poblaban el lugar. Decidí sentarme en una de ellas para recordar viejos tiempos.

Un pato se acercó al lugar en el que me había sentado y decidí sacar una rebanada de pan del que había comprado para lanzarlo al animalillo. Mientras lo hacía, a lo lejos, divisé un rostro que me resultaba familiar. La mujer pasó de lejos y no pareció advertir mi presencia. Llevaba una ropa muy elegante de color rosado, como si acabara de asistir a un evento muy importante, aunque probablemente solo viniese de la misa de mediodía de los domingos.

Decidí darle una ojeada al libro que me había prestado Mariana. Tanto la portada como la contraportada tenían un diseño sencillo. Fondo color vino y letras doradas. Pasé sus páginas y noté cómo había notas de Mariana por todas partes, incluidas preguntas que ella le hacía a un autor que ya había muerto.

Una voz me sorprendió por detrás.

— Ese es un ejemplar muy raro, apenas se imprimieron quinientos y se vendieron todos aquí mismo en el país. Hasta donde sé no hay ninguna copia en el extranjero — Úrsula Quiñones me habló por la espalda, toda vestida de color rosa — . Ni siquiera yo tengo uno. A Gavino nunca le gustó tener copias de sus libros en casa, decía que eso era para personas con un ego demasiado inflado.

Me quedé mirándole por unos segundos sin decir nada, luego asentí, en silencio.

— ¿Puedo sentarme?

Le respondí con un “claro”, y ella lo hizo de inmediato. Había algo raro en esta Úrsula. No le veía tan amable y serena desde la vez que entré a su casa por primera vez, antes de subir a la oficina de su recién difunto marido. Luego de esa vez, y de que su hija me abriera las puertas de su casa para husmear en ella, la mujer con la que había tenido contacto desde entonces era una hostil y de pocas palabras, sin demasiadas ganas de conversar conmigo.

— ¿Cómo ha estado? — pregunté intentando iniciar una conversación, pues el silencio entre los dos se empezó a tornar incómodo.

— ¿Encontraste todo lo que buscabas? — me respondió la mujer sin mirarme a los ojos, y fijó su mirada en algún punto del lago que teníamos enfrente.

No supe qué responder. No sabía a qué se refería la mujer. Me miró por el rabillo del ojo y volvió a posar su mirada en el lago, probablemente en un grupo de aves que alzaron vuelo al otro lado del lugar. Sonrió levemente.

— ¿Piensas devolver todas las cartas y diarios? Honestamente no los necesito para nada, y puedes quedártelos si quieres. Solo quería saber qué pensabas hacer con ellos.

Me quedé petrificado. Pensé en todo aquello de lo que pudiera estar hablando esa mujer. De otros libros. De otros diarios. Pero evidentemente hablaba de los que había sacado de su casa sin su consentimiento. Miré al suelo buscando algo qué decir, algo que justificara hasta donde había llegado, algo que justificara los límites que había cruzado.

— Está bien. Me enojó un poco al principio, pero ¿qué más da? El viejo ya murió, y mi dignidad la vendí en el momento en que decidí quedarme con un hombre que sabía que no me amaba.

Tenía una respuesta a eso. Lo había leído muchas veces. La quería. No como amaba a Griselda, pero Gavino adoraba a Úrsula.

— Él la quería a usted tamb…

— Lo sé. También leí los diarios — me interrumpió — . No dudo que me quisiera, lo demostró cada día de su vida con atenciones y demás cosas, pero jamás me quiso como a ella.

El silencio se prolongó por demasiado tiempo, más del que yo podía soportar, pero no pensaba ser yo quien acabara con él por la simple y sencilla razón de que no sabía cómo hacerlo. Quizá si no decía nada más la mujer se marcharía.

— Era muy receloso con ese baúl, fue una de las primeras cosas que compró luego de que nos casamos — habló por fin — . Siempre que le preguntaba qué tanto guardaba allí, me respondía con un “son cosas personales, mujer”, y hasta ahí llegaba el asunto. Pero como bien sabrás, nada es peor que la curiosidad, y aunque la soporté por cinco años, al final ella ganó. Yo…

La mujer hizo una pausa en su discurso. Noté cómo tragó saliva y de inmediato sus ojos se pusieron llorosos, pero eso no le impidió continuar hablando.

— Normalmente llegaban cartas, de todos lados. Era un escritor famoso, después de todo. Pero con el tiempo fui notando que había cartas que le interesaban más que otras, y las de Griselda por supuesto eran las que corría de inmediato a abrir en su oficina. Uno de tantos días lo seguí y vigilé por la rendija de la puerta. Noté que luego de abrir la carta, se aproximaba a la puerta y tomaba una llave, quitaba el candado del baúl y ponía la carta dentro. Un buen día tomé valor y abrí yo misma el baúl. Ya sabes lo que encontré.

De nuevo se hizo el silencio. Había estado tan metido en la historia de Gavino y Griselda que no había notado por un momento que faltaba un personaje más en la historia: la pobre Úrsula Quiñones. Ahora la veía como la pobre porque sabía que tenía conocimiento de todo. Me imaginé lo que podría sentirse vivir una vida entera junto a una persona que no corresponde el amor que se le entrega, o al menos no por completo, y sentí un pequeño vacío en el estómago y un deseo inmenso de abrazar a la envejecida mujer, pero me quedé justo donde estaba, esperando por si ella tenía algo más qué decir.

— Pensarás que soy una vieja patética, que debí haber salido corriendo en cuanto me enteré de todo. Ni siquiera habíamos tenido a Claudia para ese entonces. Nada me detenía, pero me quedé.

Se enjugó las lágrimas con un pañuelito que traía en su bolsillo de mano.

— No la juzgo — le respondí — , no soy quién para hacerlo.

La mujer me miró directo a los ojos, y en su mirada no pude leer nada más que tristeza. Por primera vez me compadecí de Úrsula. No lo había hecho ni siquiera cuando entré en su hogar para tomar fotos de su marido muerto, y lo había venido a hacer hasta ahora.

— No se preocupe, no tengo intenciones de hacer nada de esto público — le dije tratando de tranquilizarla un poco — . Si hice lo que hice fue por mera curiosidad personal, y me disculpo por eso.

La mujer sonrió. Revisó en su bolso hasta encontrar una galleta a medio comer. Comenzó a despedazarla y a lanzarla por trozos al pato al que yo había estado alimentando hacía unos minutos.

— Eso me tiene sin cuidado — me dijo y continuó alimentando al animal — . ¿Sabías que Griselda respondió a una de sus cartas?

Me quedé quieto, sin decir nada. Por supuesto que lo sabía, la hija de la mujer me lo había dicho justo el día anterior.

— “Yo también”, le respondió la muy cínica. Supongo que él le habrá mandado otro de sus “aún te amo”. ¿Puedes creer eso? Responderle semejante cosa después de pasada toda una vida. Normalmente le daba las cartas a Gavino y esperaba a que él las abriera, las leyera y las pusiera dentro del baúl para entonces leerlas yo, pero en esa última noté que no habían dos sobres como siempre, sino que se sentía solamente una hoja dentro. La abrí antes de entregársela y me encontré con esa respuesta. Evidentemente nunca se la entregué a mi esposo.

“Yo también”. No, Griselda no lo amaba. O sí, en realidad sí lo hacía, pero no se refería a que también lo amaba. Se refería a que también tenía cáncer. Supuse que por eso había muerto. El destino se había encargado de hacer que los dos murieran por la misma causa, si es que el cáncer lograba acabar con ellos, al menos hasta que Gavino decidió adelantar su muerte.

— Estarás pensando que soy una mala mujer. Le quité a mi marido la respuesta que había querido toda su vida, pero realmente no me arrepiento. Éramos un par de viejos ya, no estaba dispuesta a morir sola por culpa de una mujer que al final de su vida decidió despedazar un matrimonio.

La duda me golpeó inmediatamente.

— ¿Supo usted si su esposo tenía alguna enfermedad que provocara que terminara haciendo lo que hizo?

Úrsula lo pensó por unos segundos, pero luego negó con la cabeza.

— Se suicidó, hijo. Puedes decirlo tal y como fue. Y no, el viejo se mató porque descubrió que esa mujer había muerto. Romántico, ¿no? — detecté la fuerte dosis de sarcasmo en su comentario.

Mi dilema era entonces si confesar lo que sabía o no. Si decirle a esta pobre mujer que su esposo se había dado cuenta que tenía una grave enfermedad y había decidido contárselo a su amor de juventud antes que a ella, o dejar que siguiera pensando que su esposo le había reiterado su amor a Griselda y ella le había correspondido por fin. Lo medité por unos segundos. Mi silencio fue mi decisión. Sería mejor dejarla que continuara creyendo lo que ya creía, antes que romperle más el corazón con la información que yo había conseguido.

Tiró un último pedazo de galleta al blanco animal.

— Que tengas un lindo domingo — me dijo y se retiró sin decir nada más.

— Igualmente — pero ya se había alejado unos cuantos pasos de mí.

Me quedé sentado contemplando el paisaje. El sol estaba ubicado justo sobre el parque, por lo que sus rayos eran reflejados por el agua por todas partes y hacía imposible mirar fijamente ciertas zonas del lago. Yo seguía refugiado en la banca en la que me había sentado, bajo un gigantesco árbol que proyectaba una enorme sombra a su alrededor. El pato al que había alimentado decidió zambullirse en el agua y abandonó el césped.

Volví al libro. En su portada figuraba en letras doradas Poemas Completos. Mariana sabía que la poesía no era lo mío, pero decidí darle allí mismo la primera oportunidad. Los poemas venían ordenados cronológicamente, desde el primero que Gavino había escrito y hasta el último antes de morir. Leí entonces el primero.

Gritar para ahogar el dolor.

Reír para ocultarlo.

Imaginar que su partida ha sido un sueño.

Soñar con su rostro cada noche.

Esforzarse por seguir adelante.

Lamentar que eso sea imposible.

Dudar si será bueno el mañana.

Añorar que algún día regrese.

Noté cómo con la primera letra de cada frase se formaba un nombre. Ese había sido el primer poema escrito por Gavino. Sonreí. La verdad se esconde en los lugares oscuros y en los pequeños detalles.

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Gabriel Ramírez Fernández

A veces escribo. A veces bien, a veces mal. Aquí hay un poco de todo eso.