Escribe, oh musa, la cólera

Otra vuelta de tuerca sobre templanza, rabia y politización en la “escritura femenina”

Elizabeth Duval
4 min readJul 17, 2019

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‘La vérité sortant du puits armée de son martinet pour châtier l’humanité’ (1896), Jean-Léon Gérôme

Toda mi vida he sentido un rechazo visceral por Aristóteles. Casi ningún otro texto filosófico es capaz de producir en mí las reacciones que los textos de Aristóteles producen: leo la Metafísica y me digo joder, este imbécil; leo la Ética a Nicómaco y me creo estar en parvulitos viendo Barrio Sésamo. No soporto sus tratados. No soporto la historia de charla en barra de bar sobre cómo el nombre de Metafísica viene por estar organizado literalmente (es una cuestión espacial…) más allá de la Física. En definitiva, a Aristóteles no le paso ni una.

Estudio, no obstante, Filosofía, y pocos hombres han tenido la influencia posterior que ha tenido Aristóteles: bebemos casi más de él que de Platón, por más que haya flujos (como dos funciones trigonométricas, seno y coseno que se cruzan) entre ambos. Más todavía en Francia con el peso (la losa) de la escolástica. A Aristóteles culpo, por encima de todo, del centrismo y de las democracias liberales, más o menos: esta actitud de encontrar un punto de encuentro, una síntesis, una opción menos extrema que las otras dos pero más elaborada; en las disertaciones escolares, en las exposiciones, en la concepción de la vida en general.

Como lo escucho (y lo manejo) día sí, día también, me es imposible no pensar en este tipo de dialécticas cuando veo expresado en lo último que escribe Rosa Berbel el deseo de “creer que nuestro concepto de ‘escritura femenina’ es capaz de sobrepasar [la antinomia entre la rabia y la serenidad]”. Me parece un deseo precioso y la voluntad del artículo es acertada (supongo que la de Aristóteles también lo era cuando hablaba de la vista, el oído, las abejas, el ser humano y el deseo de conocer): mi problema está en que, leyendo a Rosa Berbel, esta reconciliación nos parecería una reconciliación posible, y creo que se han obviado algunas cuestiones fundamentales que problematizan mucho más la cuestión (me erijo aquí como defensora paradójica de la rabia mientras escribo tranquilísima) y para las cuales la noción de politización que ella plantea no es una respuesta.

Rosa plantea la politización como algo a lo cual venimos y a través de lo cual se realiza la escritura femenina. El peligro de este tipo de construcción de lo político es caer en la misma trampa diseñada externamente para la ‘escritura femenina’: como un mandamiento, las mujeres habrán de escribir sobre la cuestión y problemáticas de ser mujer, y ahí realizar su proceso de politización, sea vehemente, sea tranquilo, como construcción e hilo conductor, como gran acuerdo entre escritoras. La búsqueda activa de esta politización desvirtúa, también, aquel eslogan de lo personal es político, pues a lo político se le otorga una dimensión propia en vez de concebirlo como una esfera que impregna cada aspecto de la realidad sin, necesariamente, modificarlo en su esencia: hay política en los hechos cotidianos, pero estos hechos cotidianos son más que la política que se cuela en ellos.

Emplear para coser estas antinomias el concepto de política y de politización reduce involuntariamente a los sujetos y a sus obras a los cuales trata de recomponer y dar fuerza: la escritura queda circunscrita a lo político, sin tratarse de un algo político que emane de lo escrito, sino de un ADN necesariamente político que es el texto y es de él inseparable. Diría que Rosa, intentando defender la equidistancia, acaba haciendo un elogio oculto de la calma. No supera ella tampoco esta dicotomía (y no le falta razón cuando afirma, conscientemente, que esa superación es un deseo y no una realidad), precisamente porque los términos que ha planteado para superarla no son funcionales.

Yo defendería aquí la rabia, por las mismas razones por las que en la Grecia de Aristóteles los hombres desconfiaban de las mujeres, inventándose historias de algún tipo de conspiración femenina para mantenerlas relegadas. No, no desconfiaban: tenían miedo. Si la razón y la templanza han sido históricamente monopolios y territorios exclusivamente permitidos a los hombres, no creo que la solución entre las escritoras sea asumir esa posición, como si hubiéramos dejado por el camino de ser sujetos subalternos. Si algo hay que hacer, será reventar la forma y fondo de la razón (masculina) que se impone como la única posible. Por volver a Aixa de la Cruz, y acabar con ella y no con Aristóteles, hay que dejar de escribir como los chicos: con voces falsamente neutrales. Hay que abandonar la impostura de lo masculino.

¿Es abandonar la impostura de lo masculino construir necesariamente novelas o poemarios o ensayos que contengan ese componente político del que hablaba Rosa? No lo creo. No creo que para dejar de escribir como los chicos toda novela escrita por una mujer tenga que hablar de la Manada, o de cada una de las violencias cotidianas. Es cierto que todo ello cincela nuestra subjetividad; cincela, no reduce. Seamos viscerales. Dice Virginia Woolf en The Mark on the Wall que quienes escriban novelas en el futuro se darán cuenta más y más de la importancia de las reflexiones, dejando cada vez más la descripción de la realidad fuera de sus historias, pero acaba afirmando que el sonido militar de la palabra es suficiente. Escribamos desde, por y para el sonido militar de la palabra: la mejor violencia que podemos ejercer, la mejor forma de ultrajar a la Escritura mayúscula y masculina. Y esto, para mí necesariamente, implica vehemencia. Que le jodan a Aristóteles y a los términos medios.

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