El ocaso fríe la tarde roja

Rodolfo Navarrete
quiasmo
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5 min readFeb 14, 2017

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A partir de las seis de la tarde, las cosas en este antro van más tranquilas; puedes holgazanear unos minutos y despejar la cabeza de tanto ir y venir con la humeante comida mexicana que la gente ha de cagar con ardor en sus casas.

Efrén acostumbra salir por la puerta de personal a fumarse un par de cigarrillos. A Efrén le decimos “zarigueya”. Baja estatura; toda su cara es una enorme nariz romana, con ojos y mandíbula diminutos. Tiene poco cabello; nunca se enfada, le da lo mismo lo que le digan. Es un tipo liviano y pacífico, gracioso. Nos reímos de todo en horas de máximo estrés. Podemos captar las estupideces que hace la fauna del trabajo con sólo un gesto de la cara. Últimamente el encargado del restaurante lo está machacando. A Efrén comienza a quemarle la situación.

—Oliver me está mamando las bolas. Vivo hasta casa de la verga y pierdo el pinche bus de cagada, por culpa de sus putas revisiones.

—Sí, nos tiene checados. Esto parece Alcatraz.

Efrén tira la colilla en el suelo y la pisa.

—¿Sabes qué es lo peor? El puto autobús pasa cada hora y cuarto. Me hago dos de camino. Con suerte, llego a casa a las once de la noche y al día siguiente ¡Otra vez! ¡Cinco de la mañana! ¡Le toca abrir a tu pendejo el turno matutino!

—Es un paranoide.

—Eh, Marco, no seas cabrónhijodelachingada. Dime si estás robándote las cuentas de nuevo, perro.

—No, desde que hay cuatro cortes de caja al día, lo dejé.

Efrén se puso delante mío y me observa con sus pequeños ojos.

—¡Pinche mentiroso! ¡Sigues arponeándote el dinero!

—Te he dicho que no, puto subnormal. Ni siquiera estoy detrás de las columnas. Me cambiaron las mesas.

—¡MENTIRA! A ver, mírame a los ojos.

—¡Ja, ja, ja! ¡Coño! ¡No expandas así tus ojos! ¡Aborto de marsupial! ¡Me cago de la risa!

—¡Ja, ja, ja! ¡Maricón de mierda! ¡Te pongo nervioso!

Efrén amaga con tirar un jab y yo le sigo el juego; me pongo en guardia.

—Ja, ja, ja, ja.

—¡Es en serio, cabrón! ¡Deja ya de hacer esas mamadas! ¡Llego de madrugada a mi casa por tu culpa!

Me pongo serio.

—Loco, te juro por mi hija que no soy yo.

—Entonces alguien más está robando.

La puerta de acceso al personal se abrió de un golpe. El sonido y los chirridos fueron espantosos. Nos pilló desprevenidos.

Es Tanque, el capitán de meseros. Está de mal humor, con resaca, y con ganas de volarle la cabeza a alguien. Oliver le dio la orden de hacer inventario.

—¡Zarigueya! ¡Marco! ¡A la cocina a hacer inventario! ¡Ahora!

Efrén intentó hacerse el simpático.

—¿Eso no es algo que sólo puede hacer nuestro querido capitán de meseros?

Tanque estrelló una patada en plancha sobre el contenedor.

—¡A LA PUTA COCINA! ¡NO LO VUELVO A REPETIR!

Nos quedamos con bronca, es inaceptable la prepotencia con la que nos trató; pero nuestro lugar en la cadena alimenticia, supongo, está tan claro como el agua. Tanque es un sujeto con el que no se juega, o sí (pero que él no lo sepa). Caminamos rumbo a la cocina, pasamos por la barra y cruzamos el estrecho pasillo con mosaicos negros. Le digo a Efrén en voz baja: “Estoy chingándome a su ex novia. Dejó al pequeño gorila por mí”.

Efrén dibuja una expresión diabólica en los ojos y se ríe.

La puerta de la cocina parece la escotilla de un barco. Sólo un círculo de luz amarillo. Pivotamos la puerta al entrar y ahí estaba Jaime, el cocinero, bebiendo unas margaritas a escondidas.

—Eh, Jaime. ¿Cómo te viene un poco de compañía?

—De maravilla. ¿Quieren un trago?.

—Sí — contesta zarigueya — para hacer el inventario con más ganas.

—¿Sí? ¿Que eso no es trabajo de Tanque?

Efrén y yo nos quedamos mirando a Jaime. Creo que captó el mensaje. “Bueno, no se diga más”, dijo a la vez que sacaba una cerveza fría del fondo del gabinete de aluminio, bajo el fregadero.

Efrén se suelta a reir.

—Ja, ja, ja ¡Hijo de puta! ¡Tienes escondido ahí tu pequeño tesoro! ¡Pero si está fría y todo! ¡Cabrón! Ja, ja, ja. ¿Tienes un cubo con hielos ahí debajo?

—¡Calla y tómate la pinche cerveza! Ja, ja, ja.

—¿Qué tal va todo, Jaime? — pregunté.

—Es imposible vivir en la capital. Mi mujer y yo nos acabamos de mudar a otra casa, cerca de donde vive zarigueya. Aún no tenemos teléfono, ni internet. La niña es muy pequeña y no nos deja dormir. Estoy molido.

Jaime se bebe de un trago su margarita y lava la copa de inmediato. Zarigueya y yo estamos sacando la carne y los galones de salsa de la nevera para contarlos.

—He,he,he. Eh, Jaime, ven, acércate — dijo Efrén — Este idiota se está culeando a la novia de Tanque hace tres meses.

—Te va a partir la cabeza en dos cuando se entere el hijo de puta.

—En realidad, es su ex.

—Es igual, es un cornudo. Me alegro, puto retrasado.

—Oliver mama a este tipo —dijo Efrén.

—Oliver se está volviendo loco — contestó Jaime.

Sacó una pequeña placa debajo del mandil.

—Miren ésto. Lean lo que dice ahí.

La placa decía “Cadena Taco Inc & Co. Jaime Reyes. Le Chef Grillardin.

—¿Le Qué? Ha, ha, ha

—No sé ni siquiera cómo se pronuncia ésto.

—Lushef guiyagdán

—¡Jajajajaja!

—¡Jajaja !

—Ya verás cómo nos manda a hacer una placa a nosotros que dirá “Le Garçon de Taco Inc & Co.”

—La placa del Mono, el que hace las salsas, dice “Le Chef Saucier”.

—Creo que Oliver es gay.

—¿Alguien sabe cómo llegó aquí? — preguntó Efrén.

—Es amigo del dueño — dijo Jaime—. Dicen que antes trabajó en un restaurante de un hotel 5 estrellas. Sabe un montón de hostelería.

—Esto es un restaurante mexicano, aquí sólo hay parrilleros, verdura picada y psicópatas ex convictos como Tanque.

—¿Es cierto que le pegaba a su novia? — preguntó el cocinero.

—Sí. Se pasó mucho de la raya con ella — contesté.

—Odio a ese pendejo de mierda —expresó Efrén.

Jaime se sumó a nosotros para terminar el inventario. Era una tarde sin gente, no volaban comandas. Oliver puso a los demás a fregar los suelos y limpiar la barra. Dentro de lo que cabe, no está mal seguir refugiado en la cocina.

—La ex novia, Michelle, dice que estuvo en la cárcel —les cuento a Jaime y Efrén—. Un amigo me dijo que los asesinos en serie, los psicópatas asesinos, mataban en un intento de sentir algo. Que eran incapaces de empatía, de ponerse en lugar ajeno. Podían ver a alguien muriendo de dolor, que ellos nada de nada; como putos témpanos. Y que por eso mataban, para acercarse a una intensidad que les permitiera sentir… algo… ve tú a saber qué…

Charlábamos. El ocaso fríe la tarde roja.

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Rodolfo Navarrete
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Todas las historias fueron escritas por Rodolfo Navarrete quien posee los derechos de Autor. twitter @RodolfoNavarret