Cybersexo y amor a distancia
El amor fue un invento de Elvis para vender más discos y terminó convenciéndonos a todos. No hay vuelta atrás. Pero con el cambio radical que impusieron las nuevas tecnologías y las redes sociales en el paradigma de la comunicación, la soledad se volvió un lugar más habitable. Y aunque ya no estemos solos frente a la pantalla, este nuevo modo de estar en contacto, y aislados, al que llegó la humanidad es un oxímoron tan relevante que comienza a manosear las formas del amor tal como lo conocíamos hasta hoy.
Lucio está de novio con Rocío. No se conocen personalmente. Él tiene 19 años y vive en Buenos Aires, Argentina. Ella 20 y vive en Tel Aviv, Israel. Comenzaron a chatear hace un año por WhatsApp porque Belén, una amiga de Lucio, le pasó el contacto y le dijo que se iban a llevar genial. La relación creció virtualmente. Se conectan por Skype todos los días a las 19, se cuentan todo. Durante el día, se envían fotos desnudos y mensajes sexuales (sexting) y a veces tienen sexo virtual (cibersexo), pero también creció el compromiso: Lucio la semana pasada no se reunió con Franco y un grupo de amigos y amigas porque Rocío le dijo que no lo hiciera a 12.218 kilómetros. Le daba celos una chica de ese grupo que vio en el Instagram de los amigos que tienen en común. Aunque sus amigos le insistieron y prometieron prohibir las fotos en la reunión, Lucio no quiso mentirle. Se quedó jugando al FIFA 2016 en su casa esa noche.
En Dublín, en una misma ciudad sin los miles de kilómetros de distancia, el escritor irlandés James Joyce, autor del Dublineses, le escribió su primera carta el 15 de junio de 1904 a Nora Barnacle, una chica de 20 años empleada de un hotel, que después sería su esposa y la madre de sus dos hijos:
Debo estar ciego. Durante largo rato estuve mirando una cabeza de cabello castaño rojizo y después decidí que no era la suya. Volví a casa muy abatido. Me gustaría concertar una cita, pero quizás no sea conveniente para usted. Espero que sea tan amable de fijarla usted misma, si es que no me ha olvidado
—James A. Joyce (Cartas de amor a Nora Barnacle, 15 de junio de 1904).
Al día siguiente, hicieron su primera caminata por la capital y así comenzó una relación epistolar en la que Joyce le dedica párrafos y párrafos de deseo a quien fue su única esposa. A punto tal que ese mismo año la invitó a fugarse y se fueron, previa parada en París, hacia Suiza la noche del 8 de octubre.
Tanto a metros de distancia («Pasaré frente a tu ventana. Me gustaría que estuvieras allí. También me gustaría si estás allí poder verte. Probablemente no») como en los viajes del escritor por lugares como Trieste, Roma, París o Londres, la intensidad de la escritura encendía el deseo. Los comienzos de Mi querida Nora, con el tiempo, comenzaron a levantar temperatura estimulados por el sexo: «Mi dulce putilla Nora, Mi querida muchacha de convento, Mi dulce sucia pajarita cogedora». Y como en esas cartas late la intimidad, no tardan en aparecer bajos instintos como dulces ruegos sadomasoquistas: «Castígame tanto como quieras. Me sentiría deleitado de sentir mi carne estremeciéndose bajo tu mano. ¿Sabes lo que quiero decir, Nora mía? Desearía que me pegaras o incluso que me azotaras. No jugando, querida, sino en serio y en mi carne desnuda…» Incluso llega al hardcore: «Dulce niña querida, ¡finalmente me escribes! Seguro que has masturbado ferozmente esa sucia conchita tuya para escribirme una carta tan incoherente. En cuanto a mí, estoy tan fuera de forma que tendrás que lamerme una buena hora antes que pueda tener un cuerno lo suficientemente firme para metértelo, no digamos para cogerte […]».
Después de leer sus cartas, no cabe duda alguna: James Joyce hubiera disfrutado del sexting y del cibersexo. Y luego de las llamadas telefónicas subidas de tono, con la inmediatez de la web y las telecomunicaciones por mensaje directo, la palabra escrita hoy vuelve a apoderarse de los flechazos de deseo, ya que principalmente se utiliza el texto. Y este detalle está vinculado no solo a la potencia erótica de la escritura sino también a que la réplica de un texto puede falsearse y ese fake permite que las personas todavía sean anónimas. Sin embargo, el contenido enviado en audio y sobre todo el video es el proveedor más grande de contenido amateur que se comparte en la red satisfaciendo el voyeurismo caníbal y el morbo insaciable de saber la identidad de las personas.
Vivimos la cultura de la virtualidad real, donde el hacer creer acaba creando el hacer —Manuel Castells (‘La Galaxia Internet’).
En su libro Infidelidad en Internet (2001), Marlene Maheu y Rona Subotnik sostienen: «El anonimato ofrecido por Internet libera a las mujeres de sus roles tradicionales que por siglos las han restringido la discusión abierta de su sexualidad en el mundo real». Así la web comenzó a anular las inhibiciones que podíamos tener con nuestra identidad y eso nos igualó para luego recrearnos. Por eso, el comienzo de estos vínculos virtuales mostró a homosexuales rompiendo sus tabúes muchas veces desde el anonimato en salas de chats. Y en ese espacio ganado poco a poco las comunidades LGBT fueron pioneras en redes sociales de matcheo cuando crearon Grindr. Luego aparecieron Tinder y Happn y, sumadas a las exhibiciones de escort a cambio de dinero, la industria del sexo virtual sube la apuesta hacia la autosatisfacción y la soledad: En Japón, ya se comercializa a 430 dólares un traje para tener sexo virtual mediante un video juego llamado Sexy Beach.
Tras siglos de desprestigio, desde Hipócrates, el «padre de la medicina» de la Antigua Grecia hasta la Iglesia Católica, hoy la masturbación no solo es más aceptada socialmente sino que además protagoniza este cambio en las relaciones amorosas estimuladas por el contacto escrito y virtual, que en muchos casos no incluyen jamás la relación carnal. Incluso, gracias a la tecnociencia médica, mediante la fecundación in vitro, hay miles de personas nacidas gracias a la masturbación de donantes solitarios. Y en suma, con sus beneficios —no implica contagios de enfermedades, no trae al mundo hijos no deseados— colabora para colocar a la raza humana en esa burbuja new age del asceta sin riesgo, sano moral y espiritualmente.
Pero el sexo virtual en cualquiera de sus formas no es solo un jugueteo. Un estudio de la Universidad de Cornell (Nueva York) y de la Universidad de Hong Kong indicó que las parejas de larga distancia sienten que logran más intimidad en la relación. Además de relatarse más detalles de su vida, el motor de la idealización hacia su pareja está constantemente en acción y eso los une más a pesar de los kilómetros.
Y esa unión llega a tal punto que en Estados Unidos el número de bodas proxy, es decir: el casamiento entre dos personas que están en diferentes lugares del mundo, aumentó casi un 15 % en el último año, según informes de la empresa Proxy Marriage Now. Este recurso que comenzó para oficiar bodas entre militares hoy suele costar alrededor de 15 dólares, aunque los valores aumentan en los países como España, Argentina, México, Paraguay, Colombia y Brasil, donde la unión es legal mediante una gestión de poder notarial que delega los derechos de ambas personas en otras dos personas que actúan como sus representantes.
Como estas relaciones virtuales de amor o deseo ya no comprenden solamente la penetración y la eyaculación, se favorecen las características de lo platónico y abren, sin la necesidad de un contacto físico, una nueva puerta dentro de las posibilidades que comienza a tener nuestra especie: la poligamia virtual. Es decir, que una persona pueda tener otras relaciones virtuales con consentimiento de su pareja. Y así como se nos permite desligarnos de nuestra identidad o reconfigurarla también se conectan con más intensidad nuestros imaginarios. Y ese imaginario, nuestra nueva versión de la realidad idealizada, se ofrece como una posibilidad concreta de irnos a vivir a nuestra propia cabeza, sin la necesidad de interactuar otros con humanos del mundo real.
No existen los hechos, solo las interpretaciones —Friederich Nietzsche.
Pero los cambios en la comunicación siempre se traducen en cambios culturales. Entonces ¿cuál es el mundo real? Si podemos celar y gozar a kilómetros de distancia, ¿no es real el contacto?, ¿no es un efecto real? La realidad virtual puede transformarse en virtualidad real. Más allá del juego de palabras, ya lo había anticipado Nietzsche: nuestra percepción de la realidad siempre fue virtual. Y mucho más lo será para las nuevas generaciones que encuentran las respuestas a casi todas sus preguntas —o sea: una de las formas de la satisfacción— frente a las pantallas.
Vuelvo del futuro a Rocío y Lucio. Luego de stalkearse en todos los sentidos posibles, utilizando usuarios de amigos y familiares en Israel y Argentina, el próximo junio, Rocío viene unos días a Buenos Aires. Recién en ese momento podrá contactar personalmente con Lucio y comenzarán a desvirtualizarse. Tal vez se besen por primera vez.
Podés conseguir el libro completo y leer el comienzo en el siguiente link: