El Rubicón

Quilombo
26 min readMar 13, 2022

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Cartopunto” de Ucrania (marzo de 2022), por Rémi Guédon.

No es la primera guerra que se desata en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Pero sí es la primera guerra iniciada jamás en Europa por una potencia nuclear. Este detalle cambia todo. Y su instigador lo aprovecha.

Si hay una constante en este agitado comienzo del siglo XXI, esa es Vladímir Putin. En el poder desde hace más de 22 años, tras su sangrienta consagración con la segunda guerra de Chechenia, su proyecto político nacionalista busca la restauración autoritaria de la posición interna e internacional del Estado ruso como representante de una mítica civilización eslava y euroasiática, tras la descomposición de la URSS y el desastre yeltsiniano. Una Federación Rusa cada vez menos federal y cada vez más rusa. Para ello ha pasado por diversos momentos en su relación con los países llamados occidentales, aprovechando los huecos que iban dejando para proyectar la influencia rusa, hasta llegar al convencimiento de que había llegado la hora de que Rusia dejase de ser un actor secundario para convertirse en protagonista.

I. Desplazamientos

Este siglo amaneció con un espejismo, el de Estados Unidos como el demiurgo hegemónico que parecía rehacer el mundo posterior a la guerra fría a su imagen y semejanza tras el fin de la historia. Sin embargo, las dos primeras décadas del siglo fueron testigos de cómo la doble función que cumplía Estados Unidos, como garante de último recurso del mercado capitalista mundial, y como poder político-militar indispensable del sistema inter-estatal, habían entrado irremediablemente en crisis. En lo económico, Estados Unidos trata de resistir el ascenso de China, acelerado desde la crisis financiera y consolidado durante la pandemia de la COVID-19. La apuesta, exacerbada bajo la presidencia de Donald Trump, por una rearticulación de las cadenas globales de valor y, ya con Joe Biden, por el desarrollo de un capitalismo “verde” y “digital” (o capitalismo cognitivo de plataforma) se sitúan en esta lógica. En el ámbito militar, las cruentas invasiones y ocupaciones de Afganistán y de Iraq expusieron a la vista de todos su incapacidad para producir o mantener un orden funcional a su dominio financiero, pese a disponer del ejército más poderoso y costoso del mundo, lo que le hace cada vez más reticente a operaciones militares de gran escala como las que conocimos hasta 2003. Las intervenciones estadounidenses tras las revueltas árabes fueron limitadas y reactivas: en Libia fue puntual y a regañadientes, derivada de la presión franco-británica, mientras que en Siria se centró en destruir al Estado Islámico o desgastar al régimen de Bachar Al Asad, pero sin atacarlo de manera directa.

Por su parte, pese a su ampliación al este y la adopción del euro, o quizás por ello según algunos, la Unión Europea vio disminuir progresivamente su relevancia política, económica y demográfica en relación con Estados Unidos y con China. Políticamente, el fracaso de la adopción de la constitución europea en 2005 y su reemplazo por el tratado de Lisboa derivó con el tiempo en crecientes desequilibrios institucionales. Los gobiernos nacionales reunidos en el Consejo y en el Consejo Europeo, predominantemente inclinados hacia la derecha, ganaron peso frente a la debilitada Comisión y frente a un Parlamento Europeo más fragmentado que antaño, mientras en política exterior se mantenía el requisito de la unanimidad. Económicamente, la mala (di)gestión de la crisis financiera de 2007–2008 se saldó con una crisis soberana de deuda en 2010–12 y con políticas de austeridad que salvaron márgenes de beneficio a costa de los países y grupos sociales periféricos de la UE. La misma contención fiscal mantiene el presupuesto comunitario en un techo del 1% del PNB europeo que solo la crisis de la COVID-19 ha permitido superar provisionalmente. La crisis de gobernanza migratoria en 2015–2016, y su explotación por fuerzas de derecha nacionalista radical, expuso un talón de Aquiles político fácil de instrumentalizar. En fin, con el Brexit la UE perdía una potencia financiera y militar. Y es en el terreno militar en el que la UE ha tratado en los últimos tiempos de explorar una nueva vía de integración, pero sin cortar con el cordón umbilical que ata a la mayoría de sus miembros con la OTAN.

Vladimir Putin fue testigo de estas evoluciones y trató de acompañarlas en beneficio de su restauración reaccionaria. Al principio de su mandato, Putin se acercó a los Estados Unidos. Como tantos otros, mostró su solidaridad antiterrorista con George W. Bush tras los atentados del 11S al facilitar la invasión de Afganistán. El establecimiento de un Consejo OTAN-Rusia en 2002, cuando la OTAN ya se había expandido a Polonia y a los países bálticos, parecía abrir una nueva página. En 2007 fue elegido “persona del año” por la revista TIME. Pero sobre todo se aproximó a los países centrales de la Unión Europea, entonces en proceso de ampliación a los países del ex bloque soviético. Putin estrechó relaciones económicas con “la vieja Europa” denostada por los neoconservadores estadounidenses, Alemania y Francia , circunvalando Bruselas, así como con el Reino Unido, aunque políticamente tratara de aproximarse más a los primeros. Rusia se alineó con Francia y Alemania en la objeción a la invasión anglo-estadounidense de Iraq, pero esta fractura atlántica no se profundizó.

Estados Unidos malinterpretó estos gestos como una confirmación de la integración subordinada de Rusia en un sistema internacional aún liderado por ellos, y de este modo Rusia accedió a la Organización Mundial de Comercio en 2012. Alemania y Francia, por su parte, veían en el acercamiento a Rusia una manera de probar una política exterior independiente, en función de sus propios intereses. En el caso alemán, la Ostpolitik venía de largo, y si bien comenzó para saltar el telón de acero ahora llegaba hasta China. Más allá de la cooptación de algún político, la conexión energética aseguraba el aprovisionamiento de gas y una dependencia mutua que teóricamente limaba asperezas, un poco al modo de la puesta en común franco-alemana del carbón y del acero en 1951. Además, no faltaron países europeos que promovieron la circulación de los excedentes de capital rusos, lícitos o ilícitos, por ejemplo vía Londres, vía Chipre, o mediante la concesión de pasaportes o visados “de oro” (Chipre, Malta).

Sin embargo, ninguno de ellos dio acuse de recibo a las exigencias de Putin y de su ministro de asuntos exteriores Serguéi Lavrov — 18 años en el puesto — de que Rusia fuera tratada como una potencia mundial, y de que se atendiera a sus reclamos estratégicos: el rechazo a la unipolaridad (discurso de Munich, 2007), la conocida demanda de revisión de la arquitectura europea de seguridad y acuerdos de desarme nuclear y de no proliferación adaptados a sus intereses. Esto significaba, o bien la integración de Rusia como igual en un espacio común de seguridad, o bien el freno o reversión de la admisión de nuevos miembros de la OTAN (en especial Ucrania), lo que sin reconocerlo implicaba un reparto de esferas de influencia similar al del acuerdo de Yalta, con un anillo de Estados afines o subalternos en el espacio post-soviético. En abril de 2008, al final de la administración neoconservadora estadounidense, la OTAN declaró que algún día Georgia y Ucrania formarían parte de la alianza militar, pero sin lanzar el proceso ante la oposición de Alemania y de Francia. Una ambigüedad que hoy se vuelve en contra.

II. El oportunismo

Lejos de la imagen victimista, construida sobre medias verdades, de una Rusia acorralada por la OTAN, en realidad Putin y su círculo más estrecho tomaron nota de las citadas tendencias y las interpretaron como pruebas de la “decadencia de Occidente”, viejo tema spengleriano que las derechas reaccionarias y radicales de toda Europa resucitan a su manera. Y actuaron en consecuencia. La metáfora del ajedrez es un tópico a la hora de describir los movimientos tácticos de Rusia, pero lo cierto es que durante la última década Putin ha venido moviendo piezas en diversos escenarios.

En Europa, en agosto de 2008, al poco de la promesa indefinida de ampliación de la OTAN, un envalentonado presidente de Georgia Mijeil Saakashvili picaba el anzuelo y lanzaba un fallido ataque sobre Osetia del Sur, lo que facilitó una contundente respuesta militar rusa y la consolidación de posiciones rusas en aquel territorio así como en Abjazia. Saakashvili luego probaría suerte en Ucrania tras obtener la nacionalidad de ese país, pero esa es otra historia (rocambolesca). El proceso de firma del acuerdo de asociación entre Ucrania y la Unión Europea, muy accidentado por la inestabilidad política interna de Ucrania y por las presiones rusas en favor de la Unión Económica Euroasiática, culminó en noviembre de 2013 con el súbito giro del gobierno de Víctor Yanúkovich en favor, lo que desencadenó la revuelta popular de Maidán contra un gobierno denunciado como corrupto, la caída del presidente y el subsiguiente conflicto en la región del Donbás, donde fuerzas rusas apoyaron de manera extraoficial a las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk y Lugansk, mientras se anexionaban la península de Crimea. En los Balcanes, la reiterada postergación de la adhesión a la UE de los países candidatos de la ex-Yugoslavia ha sido aprovechada por Putin para adoptar una posición más asertiva en la región, fundamentalmente mediante la construcción de alianzas en Serbia con el gobierno de Alexandar Vučić, en Bosnia-Herzegovina con la República Sprska de Miroslav Dodic, y en Montenegro, en apoyo de nacionalistas pro-serbios, y donde operan inversores rusos en el sector inmobiliario y turístico. En la Unión Europea, Putin apoyó el desarrollo de fuerzas nacionalistas de derecha radical como la Agrupación Nacional de Marine Le Pen o la Lega de Matteo Salvini, mientras estrechaba lazos con la Hungría de Víctor Orbán.

En Siria, la ausencia de respuesta militar por parte de Estados Unidos en agosto de 2013 cuando Bachar Al Assad cruzó, con el uso de armas químicas en Guta, la “línea roja” marcada por Barack Obama un año antes, y la distracción con el desafío transfronterizo planteado por el Estado Islámico iraquí-sirio, facilitó una brutal intervención militar rusa a partir de septiembre 2015, para aplastar sin contemplaciones la rebelión siria y sostener el régimen. Por primera vez desde los años ochenta del pasado siglo, fuerzas militares rusas intervenían militarmente fuera del espacio post-soviético, para detener lo que Putin consideraba un reguero de pólvora que desde la revolución tunecina se acercaba en un arco mediterráneo en dirección hacia sus fronteras caucásicas. Moscú y sus correas de transmisión denunciaron un efecto dominó tolerado cuando no orquestado por las potencias occidentales, lo que obviaba que las revoluciones árabes habían tumbado dos estrechos aliados occidentales como Ben Ali y Hosni Mubarak. Sea como fuere, esta intervención permitió la ampliación de sus bases en Siria y de su presencia militar en el país. Desde entonces, y a pesar de las respectivas retóricas y de algunas fricciones, Estados Unidos y Rusia han aplicado en Siria una peculiar división del trabajo.

En África, tras el derrocamiento de Muamar el Gadafi, Rusia puso un pie en la compleja pero estratégica Libia junto con otras potencias regionales como Francia, Egipto, Turquía o los Emiratos Árabes Unidos, mediante una relación no exenta de ambivalencia con el general Jalifa Haftar. Unido a las buenas relaciones comerciales con el Egipto del dictador Al-Sisi, Rusia conectaba así el Mediterráneo oriental con el central. Una particularidad en Libia fue el uso de mercenarios y consultores a través de las sociedades privadas Wagner o el Grupo RSB. A diferencia de empresas norteamericanas como Blackwater, dichas empresas, fuertemente vinculadas al Kremlin, son subcontratadas directamente por las autoridades que se quiere apoyar. Pronto expandieron sus operaciones a la República Centroafricana, actualmente el país africano con mayor influencia rusa -militar y económica- y donde Wagner prácticamente sostiene la presidencia de Faustin-Archange Touadéra frente a los grupos rebeldes. Otros gobiernos africanos que han contratado los servicios de Wagner han sido el Sudán de Omar al Bashir, Mozambique (para contener la insurgencia islamista en Cabo Delgado) o más recientemente Mali (cuya junta militar busca alternativas a Francia).

Todas estas proyecciones del poder ruso supusieron ganancias geopolíticas relevantes a un coste relativamente bajo, si lo comparamos con los carísimos fiascos estadounidenses o con los bajos rendimientos de la cooperación europea al desarrollo. En cierto modo, Rusia había desarrollado un imperialismo “low cost”, que aparentaba tener más poder del que realmente disponía, ocupando huecos sin sobreexponerse y ganando terreno como proveedor clave de seguridad, de energía y de materias primas. Es decir, explotando sus ventajas comparativas en los aspectos más materiales que sostienen el capitalismo inmaterial, financiero y digital pero sin descuidar el nivel “soft”, como quedó claro con el desarrollo de cadenas televisivas de información continua como RT y Sputnik. Estas inversiones mediáticas en diferentes idiomas, versiones no muy costosas de la CNN y de Fox News, también tuvieron un elevado impacto, no solo mediante la propaganda pura y dura (Siria) sino ocupando nichos nacionales desatendidos por los respectivos oligopolios mediáticos occidentales, al incorporar voces marginadas por éstos y dar amplia cobertura a las protestas contra los gobiernos norteamericanos y europeos (nunca la contestación en Rusia).

III. El atolladero

Pero es en Ucrania, el segundo mayor país de Europa en superficie y el séptimo en población, donde quedó una fractura abierta, un punto muerto en torno a la precaria línea de contacto del Donbás, la antigua zona industrial del país y con mayor presencia de las minorías rusas. En 2014 allí también hubo protestas, pero estas obedecían a inquietudes de signo opuesto a las de Kiev y fueron dirigidas contra el nuevo gobierno. Un sector de la población de Donetsk y Lugansk consideraba que la asociación con la Unión Europea ponía en riesgo sus medios de vida, basados en estrechos vínculos económicos con Rusia, y el nuevo gobierno, el uso de su lengua. Del mismo modo que las protestas de Kiev y otras ciudades no fueron organizadas por Washington, las del Donbás no fueron organizadas por Moscú, aunque las inspirara al promover el rechazo al acuerdo de asociación con la UE. En ambos lados jugaron oligarcas (patrones) con intereses fluidos y cambiantes, como es el caso del multimillonario nacido en Donetsk Rinat Ajmétov. Pero Rusia sí intervino al poco tiempo al anexionarse Crimea, territorio que desde 1997 ya estaba bastante controlado de facto por la flota rusa estacionada en Sebastopol, lo que estimuló movimientos secesionistas en el este que no tardaron en apoyar. La operación “antiterrorista” lanzada por el gobierno ucraniano de entonces para recuperar el control de instalaciones públicas tomadas por los rebeldes pronto derivó en una guerra abierta con participación rusa, especialmente intensa en 2014–2015, con altos y bajos en los años sucesivos. El comercio a ambos lados de la línea de frente se mantuvo sin embargo hasta 2017, y los pensionistas y desplazados de las zonas ocupadas por los separatistas han continuado haciendo colas para retirar sus pensiones en las zonas controladas por el gobierno de Kiev. En cualquier caso, hacia 2022 el conflicto había dejado un saldo de más de 14.000 muertos.

Mucho se ha escrito sobre lo que encarna Ucrania en el imaginario nacionalista de Vladimir Putin. Para Putin y su círculo más estrecho de siloviki, Ucrania no es simplemente otra república ex-soviética con minorías rusas o rusófonas, sino la cuna de Rusia, algo parecido a lo que representa Kosovo en el imaginario nacionalista serbio. En julio de 2021 el Kremlin publicó un elocuente ensayo titulado “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos” en el que, tras una densa explicación historicista, Putin presentaba a Rusia y Ucrania como “un único pueblo”. Según el filósofo ucraniano Volodímir Yermolenko, “mientras que el nazismo alemán temía que el Otro se volviera igual que tú, el fascismo ruso teme que “lo mismo que tú” se convierta en el Otro, es decir, ucranianos, bielorrusos, etc.” Sea como fuere, Putin publicaba su ensayo poco después de llevar a cabo la primera gran acumulación de tropas y equipamientos cerca de la frontera ucraniana desde 2015, cuando pasó de las 85.000 soldados normalmente estacionados a unos 120.000 en abril de 2021, incluyendo maniobras militares que simulaban el cerco a las fuerzas ucranianas en el Donbás y el bloqueo naval del Mar Negro. El destinatario de este mensaje de fuerza no era tanto el gobierno ucraniano de Volodímir Zelenski como la nueva administración estadounidense de Joe Biden.

Joe Biden había alcanzado la presidencia de los Estados Unidos con una retórica hostil hacia Rusia, considerada por el partido demócrata como causa y sostén de Donald Trump, lo que siempre fue una exageración propagandística en clave interna. A su vez, Biden expresó su apoyo al gobierno ucraniano tanto durante la campaña electoral como al poco de iniciar su presidencia. La exhibición rusa de fuerza militar en abril era una advertencia dirigida a Estados Unidos y a la OTAN, ocupados entonces en organizar una retirada ordenada de las tropas desplegadas en Afganistán. Pero al mismo tiempo dicha demostración de fuerza animó al gobierno de Zelenski a reclamar el rápido ingreso de Ucrania en la OTAN, cuando al inicio de su presidencia, marcada por un deseo de superar el conflicto, había sido más ambiguo sobre este asunto. En junio de 2021 la cumbre de la OTAN concluyó con una declaración, concesión a Zelenski, a favor de que Ucrania formase parte del Plan de Acción para la Adhesión, primer paso antes de un eventual ingreso, pero sin invitarla aún. Por otra parte, entre dicha invitación y la adhesión real puede pasar mucho tiempo, o congelarse sine die. Macedonia del Norte tardó once años y tuvo que cambiar su nombre por las objeciones griegas. Bosnia y Herzegovina forma parte de un PAA desde 2010, y sus disfunciones institucionales le impiden ser miembro, salvo que los acontecimientos se precipiten y los gobiernos de la alianza decidan otra cosa por razones políticas.

IV. La señal

La implosión afgana por la ofensiva Talibán y la humillante retirada de la OTAN confirmaban un cambio de era. Para Putin, había llegado el momento de lanzar un órdago con el objetivo de reformular de una vez por todas las reglas de juego. Así pues, desde noviembre de 2021 Rusia volvía a acumular tropas y equipamientos, superando de nuevo la cifra de 100.000 soldados desplegados en batallones a lo largo de la frontera con Ucrania, cifra que irá creciendo en los meses posteriores. Tras alegar que Rusia tenía todo el derecho de mover sus tropas al interior de sus fronteras y negar que preparaba una invasión, en diciembre el Kremlin presentó a Estados Unidos y a la OTAN sendos borradores de acuerdos con demandas maximalistas: la prohibición de que Ucrania ingresase en la OTAN, el fin de sus ejercicios militares en el este de Europa, incluido el territorio ucraniano, el Cáucaso y Asia Central, el compromiso de que ni Washington ni Moscú desplieguen misiles de corto o medio alcance fuera de sus territorios, así como un límite al despliegue de tropas y armas por parte de la OTAN en el este europeo, lo que devolvería a las fuerzas armadas de la organización al lugar donde estaban estacionadas en 1997, antes de la admisión de nuevos miembros.

Cualquier tratado con Estados Unidos requeriría una ardua negociación y el apoyo de dos tercios de los senadores, y esto en un año en que tanto Congreso como Senado se renuevan en las elecciones de noviembre. En su respuesta, que publicó El País, Estados Unidos y la OTAN se oponían a la firma de un tratado de seguridad que prohibiera un futuro acceso a la OTAN de Ucrania u otros países, pero se mostraban abiertos a discutir el desarme. Luego sucedieron frenéticas semanas de contactos diplomáticos, de visitas a Moscú por parte del presidente Emmanuel Macron y del canciller Olaf Scholz, quien también visitó Washington. Todo ello mientras Rusia realizaba maniobras navales en el Mar Negro, interrumpiendo la navegación en el mismo, y ejercicios militares con Bielorrusia que incluía armamento convencional y estratégico (nuclear). Una decisión ya estaba tomada.

Después de un teatral y pre-grabado Consejo Nacional de Seguridad, el 21 de febrero de 2022 el presidente Putin reconoció las “repúblicas populares” de Donetsk y de Lugansk, en un largo discurso en el que describía a Ucrania como una construcción artificial de los bolcheviques rusos. El reconocimiento enterraba las negociaciones sobre la implementación de los acuerdos de Minsk, que se encontraban atascadas por dos interpretaciones divergentes. Para Rusia, la hoja de ruta de Minsk era una vía para que Ucrania reconociera las entidades separatistas en el marco de una confederación donde tendrían derecho de veto, lo que rechazaba Ucrania que en cambio se centraba en la retirada de las fuerzas militares rusas y el desarme. El 22 de febrero Rusia firmaba con las entidades secesionistas oportunos acuerdos de asistencia militar. Dos días después, el 24 de febrero Putin decide cruzar su particular Rubicón y ordena invadir Ucrania. A diferencia de 2008 y de 2014, cuando Rusia dio pasos limitados y bien calculados para intervenir en “sus” zonas con una importante minoría rusa, y poner a prueba la reacción occidental, en esta ocasión fue mucho más allá de lo que podía entenderse como una “incursión menor”, en palabras de Joe Biden, con respecto a la cual hubiera podido repetirse el ciclo de condenas y sanciones limitadas. Las tropas rusas entraron por varios flancos, más allá de la línea de contacto, también desde Bielorrusia en dirección a la capital, Kiev.

V. Los objetivos

Esta vez la invasión militar rusa -“operación militar especial” según la jerga oficial- tiene al menos dos claros objetivos en relación con Ucrania: el cambio de régimen y la destrucción de la infraestructura militar ucraniana.

Cuando hablan de “desnazificación” (sic) no se refieren a otra cosa. Según la propaganda rusa, las protestas de Maidán en 2013–2014, y la revuelta posterior, que como en otros países de la época se desató tras una torpe represión policial de los manifestantes, no fue más que un golpe de estado llevado a cabo por neonazis financiados por Occidente. La acusación de nazismo suele venir acompañada del epíteto de banderitas, que remite a la figura del ultranacionalista ucraniano Stepan Bandera, quien en 1941 proclamó la independencia de Ucrania durante la agresión nazi. Lo cual supone tomar (y magnificar) una parte -la presencia cierta de grupos ultraderechistas en los disturbios iniciales y durante la guerra como milicias paramilitares o a la postre integradas en las propias fuerzas armadas y de seguridad-, con el todo.

Ucrania, como prácticamente todo país del antiguo bloque soviético, incluyendo Rusia, apenas tiene una izquierda política significativa en el sentido que le damos en Europa occidental, lo que hace que su espectro político, antes y después de Maidán, se mueva principalmente entre lo que aquí consideraríamos un centro-derecha liberal y un abanico de derechas entre conservadoras, “libertaristas” y neofascistas. Todo ello no quiere decir que el actual sistema político o régimen ucraniano sea intrínsecamente fascistoide, mucho menos en comparación con Rusia. De hecho sus elecciones son más pluralistas que en Rusia y los partidos explícitamente neonazis son minoritarios. Ucrania preserva además una tradición anarquista que sobrevivió a la represión bolchevique y que hoy se expresa también en milicias, aunque en tiempos recientes el majnovismo haya sido reinterpretado en clave nacionalista. No obstante, la normalización e integración de extremistas neonazis ucranianos, a cambio de su contribución al esfuerzo de guerra, y la impunidad de sus acciones es un grave problema que puede agravarse con la invasión rusa.

Sencillamente, Vladimir Putin busca destituir a Volodímir Zelenski y colocar un gobierno afín que realice reformas que aseguren una fidelidad a Rusia. La ocupación y absorción territorial de Ucrania no entra -en principio- en los planes rusos. Según Putin, Ucrania debe además reducir considerablemente sus capacidades militares, lo que incluye el desmantelamiento de las milicias paramilitares. Esto supone, también, la destrucción de las infraestructuras civiles asociadas. Rusia no tolera una Ucrania hostil que se rearme, esté o no en la OTAN, aunque paradójicamente es lo que por el momento está consiguiendo. En los últimos años Ucrania ha venido adquiriendo armamento de la OTAN o desarrollando misiles propios con un alcance cada vez mayor, una línea roja para Moscú, aunque los incentivos de Ucrania sean esencialmente defensivos. Pero como hemos visto, la cuestión del desarme era algo que en enero Estados Unidos estaba dispuesto a negociar. Ucrania quizás sea la excusa para un envite más amplio.

Es lo que se deduce del discurso en el que Putin anuncia la invasión. Ahí la operación de limpieza en Ucrania se inserta en una visión global de largo plazo, en toda una reconsideración del orden mundial posterior al hundimiento de la URSS y a la progresiva degradación de los marcos multilaterales. Putin reclama no solo poder realizar incursiones a las grietas y zonas grises fronterizas de la antigua URSS, como hace Turquía -país miembro de la OTAN- en el vecindario que formaba parte del antiguo imperio otomano, sino que exige derechos de injerencia e intervención plenos, equivalentes a los que ha hecho gala Estados Unidos, con justificaciones peregrinas que tienen un aire de déjà vu. Es bastante significativo que el Kremlin reproduzca punto por punto el vocabulario del intervencionismo occidental, aunque sea como batiburrillo: la operación especial se realiza en defensa propia según la Carta de Naciones Unidas (Estados Unidos en Afganistán, Israel en Líbano), Rusia quiere detener un genocidio (OTAN en Serbia/Kosovo), el ejército ucraniano usa escudos humanos (Estados Unidos en Iraq, Israel en Gaza), Ucrania tiene armas biológicas y busca disponer de armas nucleares (las famosas armas de destrucción masiva en Iraq), Rusia tiene derecho a imponer un embargo (como Estados Unidos), etc.

VI. La guerra

Casi tres semanas después del inicio de la invasión, Rusia aún no ha derribado el gobierno ucraniano. Las fuerzas rusas, 150–200.000 soldados desplegados en Ucrania según diversas estimaciones, se han encontrado con una resistencia mayor de la esperada, sufriendo muchas bajas, incluyendo militares de rango superior. En cuestión de días pasaron de una intervención clásica con tanques al modo de Budapest en 1956 o Praga en 1968, a intensos bombardeos aéreos y de artillería contra ciudades como Járkov y Mariupol, entre otras, y una tenaza se estrecha sobre Kiev. Mientras escribo Mariupol está sometida a un duro asedio, sin electricidad y sin acceso a víveres, medicamentos y otros productos esenciales. Según Naciones Unidas, más de dos millones y medio de ucranianas -en gran parte mujeres y niños- y ciudadanos de otros países han abandonado el país en un tiempo récord. 1,9 millones de personas se encuentran desplazadas al interior del país y más de doce millones de personas necesitan ayuda humanitaria. Entre tanto, el mundo cambia a pasos acelerados.

Como anunciado, tras la invasión Estados Unidos, la Unión Europea, Reino Unido y Canadá (donde viven 1,4 millones de personas de ascendencia ucraniana), a los que se unieron otros países de la órbita occidental, procedieron a adoptar nuevas sanciones contra Rusia y Bielorrusia . Pero su escala y alcance han ido más allá de lo esperado por el Kremlin, dada la interdependencia entre las economías europeas y la rusa. No solo consisten en la habitual congelación de activos de mandatarios, funcionarios y empresarios afines. A ella se unieron el cierre del espacio aéreo europeo a la aviación rusa y la restricción de exportaciones de determinados productos.

Y por primera vez, incluye sanciones financieras de importancia, muchas de ellas iniciadas a instancias de la Unión Europea, no de Washington. Estados Unidos y la Unión Europea decidieron congelar los activos en divisas extranjeras del banco central ruso, lo que reduce significativamente el colchón financiero acumulado por Rusia, y a ello se unen sanciones contra el fondo soberano ruso RDIF. La suspensión alemana de la certificación del gasoducto Nordstream 2, en el que un consorcio conformado por Gazprom y empresas europeas habían invertido hasta 9,5 billones de euros y la exclusión del sistema SWIFT de siete bancos rusos fueron señales políticas para una enorme movilización público-privada de boicot, sanciones y desinversión contra la decimoprimera economía del mundo. Desde entonces, una riada de corporaciones occidentales han venido anunciando la suspensión de sus actividades en Rusia o la retirada definitiva de sus negocios, que Rusia ha tratado de contener estableciendo controles de capital. La caída de la confianza, el hundimiento del rublo y las agencias de rating hacen el resto. El economista Branko Milanovic estima que “los activos rusos congelados (estatales y privados) probablemente superen 1 ó 2 billones de dólares y posiblemente unos 600–700 mil millones de dólares. Ahora, una suposición justa es que Rusia nunca vuelva a ver ese dinero, no más de lo que Irán volvió a ver el suyo. Representa una transferencia forzada de riqueza de proporciones inauditas”.

Es una auténtica guerra económica contra la Rusia de Putin la que han declarado las potencias occidentales, y singularmente la Unión Europea, que ha cruzado su propio Rubicón, incluyendo la financiación de la provisión de armas a Ucrania con fondos europeos. En palabras sin rodeos del ministro español de asuntos exteriores, el objetivo es “conseguir el colapso económico de la Rusia de Vladimir Putin”. La esperanza es que desarticulen el aprovisionamiento de las tropas rusas estacionadas en Ucrania e inciten un golpe de palacio. El riesgo, como apunta The Economist, es que con el tiempo no solo Rusia sino cada vez más países busquen canales de financiación y medios de pago alternativos a los occidentales y a los de las instituciones que controlan, contribuyendo a una fragmentación del capitalismo mundial.

Por su parte, Putin contaba con profundizar las divisiones entre Estados miembros en temas como las relaciones políticas y económicas con Moscú, la cuestión de la autonomía con respecto a la OTAN, la idea misma de integración, la acogida a los refugiados, etc. Pero pese a las reservas iniciales de Estados como Alemania o Italia, en Bruselas, París y Berlín se ha entendido la invasión como un desafío a la propia existencia de la Unión en tanto que proyecto supranacional, mientras que en las capitales más euroescépticas del este hay un miedo real ante un posible avance ruso. No olvidemos que siete Estados miembros de la Unión fueron invadidos por tropas rusas en algún momento del siglo XX. La agresión militar en Ucrania ha revitalizado una OTAN que andaba de capa caída tras el fiasco afgano y ha estimulado un toque a rebato europeo en el que confluyen diversos intereses: los sectores más euro-atlantistas creen haber reencontrado el enemigo que necesitaban para recrear el espíritu unificador de los años cincuenta, Francia trata de empujar la autonomía estratégica, y Bruselas cree que por fin ha llegado el momento de que se tome a la UE en serio como actor geopolítico. En esta deriva, la prohibición de las operaciones de RT y Sputnik pretenden preservar una unidad sin fisuras, sentando de paso un funesto precedente para nuestras libertades.

Con todo, hay un límite que Joe Biden ha dejado claro desde los meses previos a la invasión y que se ha confirmado en la reciente reunión de la OTAN el pasado 4 de marzo. Aunque sus gobiernos envíen armas y vean con visto bueno el alistamiento ucraniano de voluntarios extranjeros, la OTAN no quiere intervenir militarmente de manera directa en Ucrania, ni por vía aérea ni terrestre, salvo que haya un ataque a uno de sus miembros. Para frustración del presidente Zelenski, no hay ganas para una confrontación militar entre potencias nucleares. El Secretario General Jens Stoltenberg lo expresó así: “No somos parte de este conflicto. Y tenemos una responsabilidad para asegurar que no escale y se extienda más allá de Ucrania”.

Otro límite es el que marca la UE. El Consejo Europeo de Versalles (10–11 de marzo) tomó nota de la solicitud de Ucrania de acceso a la Unión. Veremos si finalmente a Ucrania se le otorga el estatuto de candidato a la adhesión, como gesto político, pero no habrá una vía rápida para que se convierta en Estado miembro, y de hecho la vía puede acabar siendo muy lenta. Ucrania es demasiado grande, demasiado poblada, demasiado agrícola, y al fin y al cabo demasiado rusa, como para que su ingreso no perturbe los delicados equilibrios existentes. En la rueda de prensa en Versalles, Emmanuel Macron incluso insinuó una Europa de dos niveles, donde los países del este de Europa que no forman parte de la Unión constituirían un círculo de países asociados, con derechos y tratamientos comerciales favorables pero sin eurodiputados ni asiento en el Consejo. Esto es, una esfera de influencia.

VII. Desde abajo

Los Estados suelen hacer de la necesidad virtud y pueden sacar provecho de una guerra que no han elegido, en función de cálculos que traten de preservar o favorecer a sus clases dirigentes. Una guerra enardece las pulsiones patriarcales y nacionalistas, lo que suele traducirse en disciplinamiento interno. Para quienes no dirigimos ejércitos ni somos ucranianos, y tenemos más opciones que huir con lo puesto o tomar las armas frente a un invasor, la guerra nos incomoda. Nuestra generación ha basado su apuesta política en el antimilitarismo, en el rechazo a la lucha armada, y en la toma pacífica de calles y plazas. Cualquiera de las otras crisis, económica, climática o pandémica, manifestaciones de una crisis mayor que es la del capitaloceno, nos parece que aún puede abordarse dentro de los marcos representativos de articulación política. Reclamar, protestar, votar, participar en las instituciones establecidas. Una guerra deja todo eso en el aire, y puede transformarnos en aquello que odiamos. En este caso, no nos encontramos -por ahora- en una guerra inter-imperialista, sino en una guerra de agresión imperialista -la de Putin en Ucrania-, que puede complicarse. Es un matiz importante a la hora de pensar nuestras respuestas, y desgraciadamente ninguna de las cuales puede ser óptima.

Muchos de los debates de estos días giran en torno a qué opinamos, qué posición tomamos al respecto. Hace un siglo el debate hubiera sido más bien qué hacemos ante una agresión llevada a cabo por una fuerza antidemocrática. Pero ya no estamos en la era de la revolución, y la causa ucraniana es una que puede despertar simpatías o compasión pero que no moviliza ideológicamente, salvo desde perspectivas nacionalistas, y aquí incluyo el “europeísmo” concebido como supra-nacionalismo y no como un federalismo postnacional y postcolonial de los comunes. El marco de la defensa heroica de la democracia liberal frente a la autocracia reaccionaria no deja de ser autocomplaciente, cuando del lado europeo encontramos por ejemplo gobiernos como el polaco y el húngaro que quieren usar la carta ucraniana para hacerse perdonar sus pecados autoritarios. El doble rasero del tratamiento de los refugiados ucranianos en comparación con el resto, sobre la base de la blanquitud en sentido amplio, no solo es indignante sino que muestra cuán maleable es dicha blanquitud cuando opera en los márgenes de Europa, como indica con acierto Anjali Vats. Ucranianos, rusos y balcánicos, tan pronto pueden ser el otro eslavo, bárbaro, oriental, como formar parte de la Europa blanca, civilizada y cristiana, en función de las circunstancias políticas. El debate sobre el ingreso de Ucrania en la UE lo muestra en toda su crudeza. La abstención de una parte de los gobiernos africanos en torno a la resolución de condena de la agresión a Ucrania se apoya en este doble rasero y otros legados históricos.

Las tareas más urgentes tienen que ver, por un lado, con la solidaridad con quienes sufren la guerra y con quienes huyen de ella, sean de la nacionalidad que sean. Y, por otro, con escuchar y difundir la pluralidad de voces democráticas ucranianas y rusas que resisten y se oponen a la invasión, a ser posible organizar redes con ellas. La geopolítica las acalla. Encontrarse con la palabra de intelectuales y activistas ucranianos como Volodímir Artiukh, Taras Bilous o la del ruso Alexey Sakhni en medios de la izquierda occidental, o las de feministas alzadas en armas, son pasos saludables que rompen con el muro de prejuicios heredado de la guerra fría y de la propaganda de Vladimir Putin. Otros activistas ucranianos reclaman zonas de exclusión aérea y el ingreso inmediato en la OTAN y en la UE. Tales reclamos son perfectamente comprensibles en el contexto del asedio en el que se encuentran, y presentarlos como pruebas de una confabulación imperialista contra Rusia resulta repugnante. Eso no quiere decir que todas estas demandas sean siempre oportunas o aceptables, como sucede con las zonas de exclusión aérea, que implicaría bombardeos por parte de la OTAN y una escalada impredecible entre potencias nucleares. En general, los ucranianos reclaman el envío de armas destinadas a quienes resisten a la ocupación, y aquí encontramos argumentos válidos a favor y en contra. Unos sostienen que equilibra la asimetría de fuerzas entre agresor y agredido, y ponen como ejemplo la suerte de la II República española. Por el mismo motivo, otros advierten que más armamento alimenta una prolongación del conflicto, pero sin más explicaciones esta objeción implica, a sensu contrario, que la mejor manera de acabar con la guerra sería permitir una rápida victoria militar rusa. Asimismo, el reclamo abstracto de “más diplomacia”, si no quiere limitarse a una aceptación pura y simple de las demandas que Putin hace bajo amenaza militar, no puede obviar que toda negociación se establece sobre una relación de fuerzas. ¿Cómo operar en la misma?

El paquete de sanciones económicas, que va creciendo en dimensiones y alcance, y que será difícil revertir, tendrá un impacto muy negativo para los grupos de población de menor renta, principalmente en Rusia pero también en la Unión Europea. Los gobernantes europeos creen que pueden amortiguar el coste político con épica. Entendemos que los ucranianos que luchan por sus vidas pidan que el resto de Europa deje de comprar gas natural a Rusia, pero que las elites europeas pidan esfuerzos a los de siempre es menos de recibo. Si para ellas el encarecimiento de los precios de la energía apenas supone pequeñas subidas de las factura de la luz y de los restaurantes que pueden asumir, para las familias menos acomodadas puede suponer una degradación importante de sus condiciones de vida, ante la imposibilidad de pagar calefacción, transporte y alimentos. Sobre todo si el anunciado incremento substancial de los presupuestos militares europeos trae consigo un ajuste del gasto social, un recorte de las propias libertades y una reorientación con tonos caqui del pacto verde europeo. Hay una dimensión de clase que no podemos ignorar: todo sacrificio en lo inmediato debe venir acompañado de un compromiso político por un salto democrático, a nivel de cada Estado y en el marco más amplio de la Unión Europea.

En el medio plazo, todo dependerá de la evolución y duración de la guerra. Varias trayectorias son posibles. Puede concluir relativamente pronto con una victoria militar rusa o con una negociación que busque salvar la cara de ambas partes pero que en la práctica signifique la aceptación por el gobierno ucraniano de una soberanía fuertemente recortada, incluso a nivel territorial. O bien la guerra puede ganar en intensidad y destrucción, siguiendo la estela de Chechenia y de Siria, consiguiendo el derrocamiento del gobierno de Zelenski y la instalación de un gobierno títere con apoyo militar ruso. En este escenario es probable que se desarrolle una guerra de guerrillas, armadas por occidente, que alargue y vuelva el conflicto más complejo. Otra opción, a priori más improbable, es la de una derrota militar rusa que en última instancia pueda hacer caer a Putin. Todas estas opciones asumen una contención del conflicto en territorio ucraniano. Y es que la alternativa parece aún más espeluznante e inasumible.

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Quilombo

Interesado en política local, europea y global | movimientos | migraciones | común | democracia. EU, global politics & movements. Escribo en Esp, Eng, Fr.