Instrucciones para montar un mueble (I)

Javi Sánchez
3 min readDec 9, 2017
Coge una. Póntela en la cabeza. Tira de las asas. Respira. Si puedes respirar, lo estás haciendo mal.

Mi abuela paterna tenía una enorme mesa redonda de roble desde que tengo memoria. Y un aparador a juego, y una especie de cajonera-estantería enorme y chirriante. Todo en roble. Todo muy viejo desde que yo era pequeño. Aquellos muebles devoraban el salón. Las sillas eran diminutas y ridículas. El sofá quedaba convertido en un complemento de casa de muñecas. El rincón de la tele era una estampita a lo lejos, si lo mirabas desde el otro lado de la mesa.

La mesa tenía unas patas descomunales, en forma de capiteles invertidos. No había forma humana aparente de moverla, y siempre había que sortearla metiendo tripa o apartando la cabeza -dependiendo de si eras adulto o niño- como fuese posible para atravesar el salón. Era tan bestia que la mayor parte de la vida de mi abuela, viuda desde una década antes de nacer yo, se celebraba en el cuarto de coser.

Yo odiaba esa puta mesa. Creo que toda mi familia también, salvo mi abuela -y mi abuela era muy de odiar cosas. O, más bien, de despreciarlas con hidalguía y superioridad inventada-. Cuando mi abuela murió, nadie sabía qué hacer con aquellos muebles, aquella historia y aquella vida. Sobre todo porque se decidió vender ese piso y quién iba a desear aquellas monstruosidades destartaladas, ya menos mueble que resto de naufragio en arrecife.

Siempre odié esa puta mesa y, desde ahí, siempre odié en general los muebles grandes con vocación de permanencia. Es caro, es enorme, es para toda la vida. Para generar la ilusión de que es para toda la vida: aterriza un enorme aparador de varios metros, llena sus vitrinas de vajillas y cuberterías fruto de la boda que jamás se usarán, pero le darán aún más kilos de horror vacui. Planta una mesa de comedor desmedida y orgullosa, que sólo cumplirá su función dos veces al año, y ya tienes un ancla. Con su presencia ahogan la idea de irse, de cambiar, de explorar otra vida.

Tengo la teoría de que por eso las generaciones previas a la nuestra llenan esos muebles de espantos/souvenires. Gallos portugueses, mantelitos de pueblos manchegos, ceniceros y palillleros de todas partes de la geografía. Hemos salido, hemos visto mundo, tal vez 300 kilómetros de mundo y hemos vuelto al sitio que nos encalla. Para rendir tributo a los dioses del naufragio, a los kami que habitan los muebles permanentes. Toma esto, dios del aparador, y no te ofendas, porque es la prueba de que siempre que salimos hacia alguna parte terminaremos volviendo aquí. Toma esto que hemos visto fuera y lejos y guárdalo dentro de esas puertas que sólo se abren cuando así viajamos o cuando compramos un payaso triste de cerámica.

PARA. TODA. LA. VIDA.

Luego almacenan historia, te mueres y tus herederos ponen el piso en Idealista. Ya sabes, ese piso de abuelo muerto, inminente carne de gente compartiendo que tendrá que aprender a convivir entre tamborileros salmantinos sujetando los palillos; entre arcos de Medinaceli para que se sepa que el finado, hace tiempo, vio el confín del mundo. Que estuvo en Soria.

Lo he sacado de aquí. Pero, mala suerte, amigos de lo turbio. Ya se vendió.

Allí, apretujados entre mesas gigantes y recuerdos de mierda. Viviendo en encallamientos mientras portezuelas de madera a 3 metros de altura se pudren y devencijan y cuelgan de goznes rotos. Yo, al menos, he vivido en pisos así desde mucho antes de que existiera Idealista. Entre muebles con vocación de permanencia. Tan para toda la vida que superan la de su dueño y los tienes que sufrir cuando te emancipas por primera vez. He odiado esos putos muebles de gente muerta como odiaba la mesa de mi abuela cuando ella estaba viva.

Y por todo esto, Ikea debería ser Patrimonio de la Humanidad.

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