George Costanza en los tiempos del coronavirus

Javier Martín G.
Días de cuarentena
3 min readApr 22, 2020

“Miramos aburridos por el ventanal para inventar una vida en la misma ciudad”. Desde que empezó la cuarentena rondan por mi cabeza estos versos de ‘La noche inventada’, la canción del dúo donostiarra Family. Son ya más de cinco semanas asomados al ventanal, contemplando un mundo al ralentí e intentando barruntar cómo será todo durante los próximos meses. No se trata ahora de inventar una vida, sino de fantasear con recuperar la que ya teníamos, llena de pequeñas rutinas insignificantes sin las que ahora nos parece imposible seguir adelante.

Family editó solamente un disco, pero esas 14 canciones, con su mezcla de melancolía y vitalidad, sirven para ilustrar muchos momentos de nuestra existencia. Si en vez de 2020 el calendario marcara cualquier otro año, en estas fechas estaríamos recordando ‘El bello verano: “Tengo ganas de fiesta, de que acabe el invierno, de volver a nadar en el mar”. Ahora nos enfrentamos al verano más extraño de nuestras vidas y estos versos suenan como el diálogo de una película con el doblaje desincronizado, pero siguen vigentes aunque sea como metáfora. Como cantaban Los Módulos, todo tiene su fin.

Me aburro de aburrirme en el ventanal y enciendo la tele para viajar al pasado. Los canales deportivos siguen emitiendo eventos de hace diez, veinte, treinta años, y yo engullo una magdalena de Proust tras otra. Me gusta que estén programados desordenadamente. Un día Contador asesta un golpe definitivo a Armstrong, al otro Perico se viste de amarillo en Alpe d’Huez y al tercer día Induráin da una exhibición en Hautacam. En las actuales circunstancias, me hace sentir cómodo ese caos en el que no existe etapa de ayer ni de mañana. Quizás por eso haya regresado una vez más a Seinfeld. La entrañable idiotez de George Costanza no necesita previously ni cliffhangers.

Me llevo bastante bien con el ciclismo de los ochenta, pero a medida que los noventa se deslizan hacia la era de los tachones me revuelvo en el sillón. Una etapa de montaña llega con una hora de adelanto y Pedro González elogia el arrojo de los ciclistas en el Tour más rápido de la historia. Otro día se asombra de la increíble progresión de Jalabert en solo año y medio: un esprinter convertido en ganador de etapas de alta montaña. Escuchas esos comentarios como repasas las últimas conversaciones con tu ex antes de que todo se fuera a la mierda. Cada frase adquiere un matiz diferente, amargo y revelador: todo se había ido a la mierda ya entonces, solo que tú no te habías enterado.

Del revival futbolero, me sigue sorprendiendo la facilidad con la que los periodistas de la época se mueven libremente por el escenario en plena función. El árbitro tiene que esperar a que se retire la nube de fotógrafos para dar el pitido inicial, un reportero entrevista al árbitro en el entreacto de la prórroga y otro a un entrenador justo antes de la tanda de penaltis. Eran otros tiempos, más libres y anárquicos. También más salvajes, sobre todo en las gradas: insultos racistas, tracas, bengalas, lanzamientos de objetos y avalanchas eran elementos habituales en el paisaje de la época, sin que nadie se escandalizara más de lo preciso. Antes de empezar los partidos, los hinchas inundaban el césped con papel higiénico, sin imaginar lo cotizado que estaría en el futuro. Seguramente esa mezcla de caos, bullicio y barbarie sea parte del encanto del fútbol vintage. Es exótico mirar el salvaje oeste desde la civilización.

Sufro un sobresalto cada vez que un portero se agacha para recoger un balón cedido por un compañero. “Dónde vas, insensato, que eso no se puede hacer”. Me sucede lo mismo cuando ahora veo películas en las que los protagonistas se saludan con un abrazo, se besan, se tocan, beben copas descuidadamente en un bar atestado, comparten postres y no respetan el distanciamiento social. Nadie lleva guantes ni mascarillas en las series que nos gustan. Me pregunto qué habría sido de George Costanza en los tiempos del coronavirus.

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