Un domingo en Corabastos
Por nuestra editora: Arianna Carolina Ramírez
DISCLAIMER: Por favor refiérase, una vez concluída la lectura de esta crónica, a la carta abierta que hicimos al respecto luego de la polémica que se desató ante su publicación. Esta nota seguirá siendo pública pues no está en nuestro interés como medio borrar nuestros errores, sino aceptarlos y exponerlos como parte de un proceso de deconstrucción y aprendizaje.
Varios buses, camiones y taxis se acumulan en la entrada. Las motos los evitan y son las únicas que logran avanzar. Nuestro Mazda 2 está rodeado de camiones de carga por sus cuatro lados y me siento minúscula entre los gigantes. Esta es la entrada a la plaza de mercado Corabastos.
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“Huele a meao” dice mi mamá. Ella es costeña, así que lo que quiere decir es que huele a orín en el parqueadero donde dejamos el carro. Aquí ya no se ven frutas o verduras, solo bodegas y camiones. La mayoría de ellas están cerradas. Probablemente el martes es cuando abrirán, ese es el día en donde hay más movimiento.
Manos sostienen recibos, manos cargan y bocas reniegan en una de las bodegas que veo abiertas. Cada uno está en su afán. A dos bodegas otros cargan cosas pesadas, pero ellos no las compran.
“Se les llama tenderos, están desde las 3am y les venden a las bodegas. Las bodegas les venden a las personas al por mayor o a otras bodegas. Esto es lo que revenden en las tiendas de la ciudad”, me explica mi padre. Uno de sus clientes tiene una de estas bodegas y sabe sobre estas actividades. “A los tenderos les pagan casi nada por hacer esto todo el día, no tienen seguridad social, nada. Y aquí nadie paga impuestos tampoco, es muy poca o nula la regulación”, añade.
Me pregunto por la salud de un hombre que acabo de ver pasar con cuatro docenas de coca colas de 1.5 litros en la espalda. Si yo cargando solo una me embolato, no me imagino con qué dolor de espalda dormirá él.
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Se eleva el murmullo, esta parte de las bodegas no son como las demás. Corabastos se compone por hileras de bodegas y calles, pero no todas estas abiertas y la bulla se concentra en tan solo un par de las hileras. El silencio y el gris de las bodegas cerradas se acaba con estallidos de colores por las frutas y verduras, chiflidos, música ranchera, el ruido de los camiones y gritos. Lo que se ve son gente cargando costales y canastas con esfuerzo. Gente agachada jalando de las carretillas, con aún más esfuerzo, y que parecen contener el aire y ponerse rojos. Me parece que les cuesta respirar.
¡Saquen esa zorra! — Alguien grita y las veo. Se mueven una tras otra o en contrasentido, van cargadas de canastas y bultos y van con afán. Pasan por encima de las cajas de huevo sobre el suelo o de cantidades de lechugas que yo también piso: se desprende un olor intenso a cilantro que también espichan al pasar.
Entramos a una bodega y está compuesta de cajas y cajas de tomates, pepinos, pimentones y limones, pasillos estrechos, gente pidiendo permiso, cargando canastas y gente ocupada contando plata. Nadie te aborda, si tú quieres te acercas y ahí es cuando te dicen “¿Qué se le ofrece veci?, vecina, vecinita”. No es como en San Andresito. No es como en Codabas . Aquí todo el mundo está ocupado.
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Huele a ácido. La bodega está llena de naranjas. Alguien se toma un vive 100 y sale de la bodega mientras entro. A su izquierda hay alguien que descansa sobre cajas y cajas que llegan hasta el techo, llenas de pimentones. Apenas por esa salida una señora usa una bolsa verde de chaleco y sirve sopa de ollas de dudosa salubridad a por lo menos quince personas. Una de las personas hace mala cara a su plato, pero igual se come los pedazos de carne o de fritanga o de pelanga. De sus manos gotea grasa. Sale humo del asado y yo ya me imagino lo que pronto dice mi mamá:
-Se me está pegando el humo a la ropa. Yo por acá no vuelvo-.
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Un señor con un sombrero prende un cigarrillo mientras un señor con saco se sube un bulto de maracuyá a la espalda y sin cuidado (y no le importa) le pega con él a mi papá. Sigue caminando y nosotros decidimos preocuparnos más por comprar unas mazorcas de 2500 y 3000. ”¿Sabanera o granada?” nos ofrecen, pero para mí se ven igual. Compramos cinco mazorcas por tres mil mientras que en Carulla dos cuestan cinco mil.
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En la hilera 17 nos indican que venden huevos, pero estamos en el 2. Atravesamos todo y en el camino hay contenedores de los residuos de las frutas que se echaron a perder para los que venden, pero no para los niños y el anciano, que sacan frutas y verduras para echarlas en una bolsa o para llevárselas a la boca.
A un lado, una niña con la cara limpia pasa comiendo fruta, sentada en una carretilla que lleva un señor. Al otro, una niña con la cara sucia le pega mordiscos a una fruta que sacó del contenedor.
“¿Avena, veci?”-me ofrecen desde una pequeña tienda en una esquina de una de las calles- “No, gracias”, respondo. Qué privilegio es pensar que en realidad no la quiero.
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Una paloma pica un pedazo de patilla que está en el suelo, un perro nos ladra al pasar por su casa de cartón y entramos a una de las bodegas de la hilera 16.
123 y tira la cebolla. 1 2 3 4 y tira otra. Con destreza y sin llorar dos señoras pelan una tras otra, las sacan de un costal casi lleno, como la veintena que tienen alrededor, y las tiran en otro. Mis ojos lagrimean un poco, no estoy acostumbrada al hedor. Al lado venden bandejas de peras pero no para nosotros, nos dicen, solo las dan al por mayor.
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Hilera 8: Un joven y un hombre juegan a pelearse. Se pegan, se ríen y me parece que con cada golpe despiden de sus manos la tierra de las papas que probablemente acaban de cargar. En esta bodega solo parecen haber costales de papas adornando la escena de la pelea. Algunas personas se paran a observar, pero nosotros no nos detenemos mucho en el ring improvisado.
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“A mí me parece que estar acá es como estar en el Bronx” dice mi mamá, y no se equivoca. La salida ahora lo es.
Después de comprar media canasta de naranjas, de pagar el parqueadero y dos mil por entrar a la plaza, la 84 con 2da parece el perfecto lugar para que te atraquen el mercado que acabas de comprar. Toda la calle está llena de tumultos chiros, harapos y ropa usada o robada. A esta zona le han llamado “El Cartuchito” o “El nuevo Bronx”. Niños y niñas buscan juguetes rotos y usados. Personas cargan televisores rotos, pedazos de carros y tubos. Otros venden teléfonos viejos, botas de caucho sucias y bicicletas incompletas. Seis proxenetas parados en uno de los tres burdeles de la cuadra miran alrededor. Hay bicitaxis por todos lados. Hay camiones, hay carros y, nuevamente, nos moveríamos más rápido si camináramos.
Mi papá nos dice que guardemos los celulares.
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Llegar a casa es la novedad de hacer un jugo de naranjas baratas y pensar que, por allá, lejos, todo sigue igual.