Un estuche tan coqueto
La verdad es que no sabía mucho de fotografía. Había hecho un curso, cuando tenía dieciocho años y era exclusivamente en cámara 35mm de rollo blanco y negro. Después, tenía el corazón: una pasión más allá del tiempo y las posibilidades en capturar un instante para siempre. Pero, para los ojos del mundo (y de mi jefe), cuando comencé aquel trabajo, de fotografía sabía poca cosa.
Tan poca cosa que no pude ni ponerle el lente a la cámara. Una de mis compañeras de trabajo pensó que era porque las tecnologías de Nikon y de Canon giran para el otro lado; con su “a mí me pasó lo mismo” me salvó de la vergüenza.
Dos noches después me refugié en el foco automático de las cámaras compactas, por lo que las fotos de parejas que saqué, estuvieron todas mal. Todas y cada una de ellas tenían el foco al medio, justo detrás de la pareja.
En fin. Había viajado a la otra punta del mundo, era la nueva, la que tenía cara de inocente, y la que no sabía nada de fotografía.
(A eso le sumamos que soy distraída, así que más de una vez salí a sacar fotos sin tarjeta de memoria… o sin batería).
En tierra firme, un trabajo tan demandante no hubiera soportado darme la educación que se suponía que ya tenía. Quizás el estar tan lejos me salvó el trabajo. Yo creo, igual, que los que me salvaron el trabajo fueron mi jefe y compañeros de trabajo. Es que se pusieron al hombro el enseñarme. Así, en Busan salía con los filipinos que cada tanto controlaban mis settings en la cámara. En Hong Kong, Patricio no se quejó cuando le dije que no tenía tarjeta de memoria y me prestó una de él.
Cuando llegamos a Alaska fue mi graduación.
Me quedo con la satisfacción de que al final de aquel contrato de seis meses tenía uno de los estudios bajo mi responsabilidad. Había aprendido el libro de poses de memoria y los dedos se movían solos para llegar a los números de velocidad/apertura que necesitaba.
Entonces, en Alaska
Desde Vladivostok, en Rusia, cruzamos aquel estrecho que probablemente haya sido testigo de las primeras migraciones humanas, hasta llegar a Seward, Alaska. Para este entonces, ya hacía tres meses que yo manejaba una cámara, un flash y que había descubierto cómo hacer foco.
Para este momento también tenía dos compañeros de trabajo que recién entraban. Eran un matrimonio húngaro, Rita y Levente. Él, Levi, me tomó bajo su ala y se propuso sacarme buena. Entonces salíamos en los puertos de Alaska con la cámara, con trípode y varios lentes. La modelo era Rita.
Caminábamos hasta la caída de agua detrás del cementerio de la fiebre del oro, en Skagway, o recorríamos los muelles de madera sobre el arrollo que atravesaba Ketchikan. Salimos de caminatas por montañas y nos metimos en bosques a buscar osos (que nunca aparecieron). Todo con la cámara al hombro, mientras Levi me explicaba, con su voz áspera y su acento tosco de Hungría, la relación entre velocidad y apertura.
Uno de los consejos de Levi fue: “Ve más cerca. Cuando creas que ya estás cerca, da un paso más”.
Los pueblos de Alaska a los que los que llegábamos eran pequeños, prontos para recibirnos: con tiendas de souvenir y comida rápida. Con todas las necesidades que el turista promedio podía necesitar; pero para mi, que estaba cayendo por el embudo de la fotografía y no tenía amortiguación, esos lugares no tenían lo que yo buscaba. ¿Qué buscaba? Cosas. Porque si hay algo que caracteriza al fotógrafo (no importa si recién comienza o si tiene años en la industria), es que siempre quiere comprar más cosas relacionadas a su oficio.
Entonces un día entramos a Radio Shack en Skagway, que era lo más similar a una tienda de fotografía. Mis mentores estaban buscando una nueva batería y yo, que me puse a mirar todos los chiches, encontré un estuche muy coqueto de filtros.
27 dólares por tres filtros: UV, CPL y un ND4. De relativa buena calidad. Era una ganga, aunque solo fuera por ese estuche tan bonito. ¿Sabía para qué servían? No. Levi me explicó una y otra vez hasta que le dije que comprendía, porque ya me daba vergüenza. Igual él, que para ese entonces ya me conocía bastante, me dijo que me mostraba.
Obvio que compré ese estuche tan bonito con filtros que no sabía qué hacían, pero aparentemente eran muy útiles. Al UV inmediatamente lo puse en el lente –de ese sí entendí el propósito– y para probar los demás nos fuimos a la cascada del cementerio de la fiebre del oro.
De quedarse quieta
ISO bajo
VELOCIDAD super baja
APERTURA tan alta como sea posible
Y a eso le agregamos mi nuevo y radiante ND4 que no sabía para qué servía, pero que ahora puedo explicar: baja 2 puntos la entrada de luz. Sería como agregarle 2 puntos más a la apertura. No parece mucho, pero con el verano nublado de Alaska y una catarata cubierta de árboles, ese filtro cumplió su función.
Estaba maravillada, el agua parecía una sábana en la pantalla de la cámara. Rita, que la habíamos puesto a modelar, parecía una sílfide.
De cierta forma, ese día cambió mi percepción ante la fotografía. Ese estuche tan coqueto de vidrios opacos me ayudó a ver el mundo con otros ojos, con otras posibilidades.
Yo, de quedarme quita como una sílfide, ni hablar. Mis fotos salían todas movidas o con poses muy incómodas por lo que voluntariamente me recluí al otro lado de la cámara. También, comencé a sentir más confianza al sostener el equipo en mis manos, al manejar luces de estudio y al dar órdenes con una sonrisa.
Al final de ese contrato yo ya estaba sacando fotos en mi propio estudio. Eran bastante malas esas fotos, la verdad. Pero el progreso de una nena que no sabía hacer foco a manejar grandes grupos fue valorado por mis superiores.
¿De no haber sido por ese estuche tan coqueto? Bueno, a mí no me gusta hacer las cosas mal. Le pongo el corazón a lo que hago, así que más tarde o más temprano, hubiera llegado a tener mi estudio. Pero ver el mundo con otros ojos… ese crédito se lo doy a mis mentores húngaros y a los filtros del estuche.