Un instante efímero y eterno de felicidad

Vera Ricerca
El juego del paquete
6 min readAug 16, 2017
Imagen de autoría propia

Mis vacaciones terminan en 24 horas.

La intensidad de este último día está determinada por un listado de pendientes varios que comienzan a realizarse a las 8 am con una extracción de sangre para mi control anual.

A la salida compro un café y una galleta con chips de chocolate y me subo al colectivo que me dejará en pleno centro de la ciudad. Sentada y disfrutando de mi desayuno, desde la ventana del 140 me reencuentro con Buenos Aires después de mi viaje a Madrid.

Cuando me voy por algunas semanas, me gusta a mí vuelta hacer algún recorrido cliché y sentirme un poco turista en mi lugar.

Hoy, aprovechando trámites varios por la zona, empiezo mi tour cruzando la Avenida 9 de julio a la altura del obelisco. Me quedo por unos instantes mirando al monumento que nos representa y luego giro 360° para no perderme el cruce de calles, la multitud corriendo en todas las direcciones y, sobre todo, la perspectiva que se genera a cada lado de la calle Corrientes.

En general me cuesta tener una mirada inocente sobre prácticamente todo, así que quiero aprovechar y disfrutar esta sensación de ver el paisaje por primera vez cuando en realidad lo conozco casi de memoria.

Mi actitud de campesina recién llegada a la gran ciudad se esfuma cuando un motociclista casi me atropella mientras estoy cruzando hacia la calle Florida y le pego un grito tan agudo que atraviesa su casco. Me doy cuenta porque inmediatamente me muestra cuán extenso puede ser su dedo del medio mientras me grita “TARADA!” (Vos-querías-reencontrarte-con-tu-ciudad,-Verita?,-bienvenida-a-tu-querida-Buenos-Aires!).

Paso por el banco a pagar la tarjeta de crédito y me espera allí una fila eterna en la que la señora de adelante me cuenta en detalle los remedios que toma día por día, qué médico se los recetó y con qué fin. Lo que pensé que sería un trámite rápido se vuelve largo y tedioso y comienzan a apoderarse de mí ciertos aires de mal humor.

Salgo pensando en que aún me quedan algunas postas en este día de pendientes a resolver y decido hacer un recreo entrando en una librería de la calle Florida. Ahí adentro, el ambiente me devuelve la calma: piso alfombrado, jazz de fondo, aroma a café molido y miles de libros que ofrecen sus páginas a los ojos que quieran posarse en ellos.

En mi teléfono celular tengo una lista -una de tantas!- de algunos libros que quiero leer próximamente. La reviso y el primero que aparece es Hoy he conocido a alguien, de Milena Busquets. Lo busco y leo en la contratapa que “…trata sobre la dificultad de crecer y las distintas posibilidades y limitaciones del amor”. Decido comprarlo para comprobar si se trata de mi biografía no autorizada.

Siempre dudo si todos tienen el mismo ritual que yo al momento de elegir el libro a comprar: cuando hay un pilón del mismo libro, no me da lo mismo qué ejemplar llevarme porque siento que hay uno sólo que está destinado a ser mío y los miro y reviso hasta que siento que ÉL y yo nos encontramos (Ah!-sos-la-reina-de-la-normalidad-Vera,-eh!).

Las librerías son como los casinos: el tiempo transcurrido adentro se relativiza y lo que sea que esté pasando afuera no nos importa. Hasta que te das cuenta que la sucursal de la obra social a la que tenés que ir cierra en diez minutos y la burbuja atemporal explota.

Con mi libro nuevo en mano corro por Florida hasta Avenida Córdoba. Aunque es invierno, siento que me traje el veranito desde Europa porque con la corrida transpiro sin parar.

Llego y saco número. Tengo el 167 y van por el 134. Durante la hora de espera, se abren las negociaciones en el grupo de whatsapp para poner fecha de encuentro con mis amigas. Pocas cosas son más complejas que un grupo de mujeres tratando de ponerse de acuerdo sobre cuándo juntarse. Lo molesto no es que sea difícil poner fecha, a mí me agota escuchar los motivos de cada una para descartar cada día u horario propuesto por otra. No podemos decir “Ese día no puedo” y punto? No me interesa demasiado saber que “Ese día no puedo porque mi tía Elvira quiere que vayamos juntas a comprarle el regalo de cumple a mi mamá que este año nos tiró la onda de que quiere unas botas marrón clarito que vio en un local que está sobre Echeverría”.

Segundos antes de que toque mi turno, logramos agendar con las chicas el sábado a la tarde para el reencuentro post viaje. La empleada de la obra social me recibe amablemente los papeles para reintegros y aprovecha para contarme que, otra vez, aumenta la cuota desde el mes próximo… la ciudad sigue dándome la bienvenida con los brazos abiertos.

Compro un paquete de papás fritas y una coca light y espero el subte para dar así por finalizado el tour porteño autoguiado. Quiero llegar a casa para lavar toda la ropa del viaje y prepararme psicológicamente para mi regreso al mundo laboral.

No descubro nada nuevo si afirmo que viajar en subte en hora pico es una situación demoniaca. Puedo degustar aromas provenientes de decenas de seres humanos, provocados por los 37° de calor que debe estar haciendo en el interior del vagón. Al menos hoy no intento besar a nadie y eso hace que nadie me corra la cara, bien por mí!

Por fin vuelvo a casa con la satisfacción por las varias tareas cumplidas y la transpiración de 16 maratonistas juntos. Estoy desesperada por bañarme y por ponerme ese short y esa musculosa tan gastados que hasta me da vergüenza que mis propios ojos vean.

Ya fresca y mal vestida, corto cuadraditos de queso y preparo un Campari con jugo de naranja. Los llevo al balcón en una bandeja a lunares que heredé de mi abuela. También llevo el libro que me compré hoy. Tiene ese olor a papel, a tinta y a nuevo que hace que den un poquito de ganas de morderlo.

Me siento en la reposera poniendo antes un almohadón que traje del sillón de adentro, porque es muy cómoda los primeros 20 minutos pero al minuto 21 te quedás dura de la cintura para abajo si no le pusiste alguna amortiguación.

De lejos escucho ladrar un perro. Es un ladrido que suena familiar, casi cálido, no de los que se oyen como si el can estuviese encerrado hace 11 años en un monoambiente.

Empiezo a percibir una briza demasiado perfecta, como cuando en los videoclips (Qué-término-moderno,-Verita!) a Jennifer López se le mueven el pelo y el tajo del vestido al unísono y la escena estalla de sexy y sensual (debería existir una alternativa a las palabras sensual y sexy, la primera me hace pensar en una novela erótica publicada en los 80 con letras doradas en la tapa y la segunda me remite a una vedette que saliendo semidesnuda de una pileta desmiente estar saliendo con un acaudalado empresario).

Desde mi balcón se ve el atardecer. Hoy es de un rojo anaranjado y la luna se adelantó a su turno y ya muestra su delgadez suspendida en el aire. Tapo mis pies con una mantita y me pongo lentes oscuros para leer porque, aunque se está yendo, el sol mira de frente hasta el último instante.

Un bretel de mi musculosa resbala por mi hombro y sé que es porque está estirado (el bretel, no el hombro) y le cuesta seguir manteniendo su función.

Sin saber bien por qué y por un momento que es efímero y eterno al mismo tiempo me percibo sexy, sensual o como sea que se llame este derivado de la felicidad que estoy sintiendo en soledad.

Abro el libro y la primera frase afirma: “Nos pasamos la vida entera acercándonos y tomando distancias, en un vaivén continuo, respecto a uno mismo, a nuestros amores, a cosas menos importantes”.

¿Querés saber quién soy y por qué escribo? Leé Yo soy Vera

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Vera Ricerca
El juego del paquete

Soy feliz a pesar de saber que en el mundo hay reptiles, medias sucias y mermelada cítrica. Escribo en el blog El Juego del Paquete. elblogdevera@gmail.com