El fútbol en nosotros
“¡No sé si es justo, solo sé que es cierto!”.
Daniel Peredo, periodista deportivo peruano.
El arquero atajó el penal y corrió desesperado a celebrar. Los demás, con camisetas rojiblancas, caían decepcionados. Se tomaron el rostro para ocultar su tristeza. Uno de ellos, daba volteretas en el piso de desesperación. Quizás era su manera de transmitir frustración y el querer volver al pasado para volver a ejecutar esos penales.
Sí, esos benditos penales. Aquellos que separan once metros del punto de ejecución y el arco. ¿Es fácil? Para nada. El año pasado comentábamos algunas estrategias — basadas en investigación — sobre cómo se podrían ejecutar mejor. Desde celebrar con los compañeros hasta aplicar estrategias de control de estrés ¿Suerte? Seguro que es un factor pero existen muchos más que permiten lograr el objetivo deseado.
En el banco, los jugadores corrían al campo para consolar a sus compañeros. Alguno de ellos, se tapaban el rostro con la camiseta para no demostrar el dolor que llevaban por dentro. Otros, miraban al cielo. Seguro preguntándose por qué tenían que asumir ese destino, por qué no podía ser diferente. ¿Acaso el destino no estaba con nosotros? El técnico, se quedaba solo. Un poco de agua buscaba apaciguar el torbellino de emociones que seguro se sentía por dentro.
14,061 kilómetros alejados del estadio de Qatar y detrás de miles o millones de televisores en Perú, la pena era igual o mayor.
Una presión en el pecho se apoderó rápidamente de mí. Atiné a tomarme la cabeza, a mirar desencajado lo que ocurría. Era una especie de fantasía, de cuento o mejor dicho de una pesadilla, de un broma de mal gusto.
Aquellos temores que había estado comentado con los taxistas en las últimas semanas, las bromas que nos habíamos hecho, el pensar que sería difícil que tengamos un mal día, había cobrado vida: estábamos eliminados.
Unas lágrimas caían a mi alrededor. Rostros tristes, pocas ganas de hablar, ni siquiera daba para estar molestos. Era resignación, sorpresa, desilusión. Los pisco sour que se encontraban en la mesa, a medio terminar, no fueron tocados de nuevo. Menos, las latas de cerveza que sobraban por ahí.
Varios segundos o minutos pasaron hasta que alguien volvió a entablar una conversación. Se emitían palabras de resignación que no mejoraban para nada la situación. La pesadilla parecía cobrar cada vez más fuerza sin que pudiéramos hacer algo, sin que pudiéramos despertar, sin que pudiéramos sentir esperanza.
Solo una voz, en medio de tan emotiva situación, nos levantó o, por lo menos, intentó despertarnos. “Buenooo…así son los partidos. A veces se gana, a veces se pierde”, comentó mi hermanita de quince años.
Realmente me despertó, me sacó una sonrisa y carcajadas luego de varios minutos de agobio. Nos devolvió esa cuota racional que habíamos perdido.
¿Pero realmente siempre fue así? Para nada.
Solo meses atrás, volví a ver a Perú en los estadios. Antes, había estado viviendo en el extranjero, por lo que gocé a la distancia de la primera clasificación al Mundial, el mismo Mundial y el quedar segundos en la Copa América. A la distancia, festejé y lloré como un niño.
Así que volver a los estadios había sido muy especial. Estaba acostumbrado. Desde pequeño, acudía a los estadios con mi papá. Aquel partido de Perú con Rumanía por la Sub-23 fue la primera vez que ingresé a un estadio. Aún lo tengo grabado en la mente. Aquel pasto muy verde y un gigantesco estadio.
Aquel día todo cambió. Desde entonces mi fanatismo, adicción, irracionalidad o, como quieras llamarle, por el fútbol fue creciendo con los años. Año a año iba a alentar a la selección de fútbol profesional.
¿Cómo no querer al fútbol si me ha regalado momentos que siempre recordaré? Aquellos abrazos con mi papá en el 4–1 ante Paraguay en las Eliminatorias del 2003. Aquel que, por la goleada, nos terminamos por caer todos abrazados de las bancas del antiguo Nacional.
O abrazos interminables con mi papá y amigos en la tribuna sur. “Gol csm”, “Goooool”, gritos que nos permitían desfogar la frustración y tensión acumulada. Mi papá siempre dice que uno va al estadio a desfogarse, a olvidarse de los problemas y contagiarse del resto.
Cuántas tardes o noches, he terminado por abrazar a extraños. Verlos sonreír mientras saltamos, mientras gritamos las mismas palabras, mientras nos damos las manos.
Qué lindo es ver a mi papá, a mis amigas, amigos, tan contentos, tan felices, tan presentes en el momento. ¿Es que acaso nada más importa? En ese momento, no. Solo importa que el balón ingrese en el equipo rival. El desalentar al contrario para que claudique, para quitarle las fuerzas y el equipo de uno, gane.
¿Es que esa risa desenfrenada, casi loca, acompañada de aplausos, miradas de ilusión, de llanto de felicidad, de abrazos calurosos, no son suficientes para demostrar las diversas emociones que genera el fútbol?
Muchos comentan que si uno es racional, se debería brindar toda esa entrega y energía en el trabajo, en una relación, en los estudios o en la política para cambiar un país o nuestra comunidad. Racionalmente tienen razón. Pero ¿acaso la vida trata de ser solo racionales?
Y ahí radica lo bello, poético, pasional y loco por nuestra pasión por el fútbol. Porque saca nuestro estado irracional, nos permite salir de nuestro presente para abstraernos en un mundo creado por los fanáticos. Un mundo donde se comparten los mismos valores, creencias y rituales. Un mundo irracional que, sea de felicidad o tristeza, finalmente nos lleva a sentirnos completamente vivos. ¿Y acaso no es esa una razón suficiente para amar el fútbol?
“Esa es la belleza del deporte. A veces ríes, a veces lloras”.
Pep Guardiola, entrenador de fútbol profesional español.
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¡Que tengas un buen día!