Un recorrido

Jonathan Martell
Jonathan Martell
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5 min readAug 26, 2021
Zorritos — Tumbes, 2021.

“En un mundo de constante cambio y tecnología de streaming, encuentro consuelo en el bosque donde un árbol sigue siendo un árbol”.

- Angie Weiland-Crosby, escritora norteamericana.

El sol cae directamente en mi rostro. Minutos antes, me había preparado para el momento: bloqueador por todo el cuerpo, un gorro de paja, lentes de sol, camisa manga corta y bermudas. Tomé un vaso con agua mientras veía el horizonte y escuchaba el sonido de las olas. Aquel sonido que te permite estar en contexto — en el presente — por si uno se pierde pensando en el futuro o en el pasado.

Camino a paso ligero hacia el mar. Primero, por el camino de ladrillos hasta salir del lugar donde me encontraba y luego, por la arena ya tibia. Observo hacia los costados y no encuentro rastros de personas. Un perro, con pelaje color crema, corre a toda velocidad por la playa. Miro al cielo, y una bandada de aves vuela en sincronía. ¿Qué especie serán?, me pregunto. No soy muy bueno para reconocerlos, mi papá es el que siempre suele darme las respuestas correctas en este tipo de situaciones.

A los que sí pude reconocer, y se encontraban a unos 300 metros, fue a unos gallinazos. Uno de ellos, comía muy entusiasta un pescado largo y corpulento. Tan pronto quise acercarme, dieron unos cinco pasos hacia atrás. Seguro no confiaban en mí o pensarían que me iba a llevar al pescado. Decidí dejarlos disfrutar la cena y girar mirando hacia el mar. Las olas veían unas tras otra y generaban un sonido que tranquilizaba, un sonido que hipnotizaba, que buscaba persuadir para quedarse mirando y escuchando al mar. Camino, casi sin pensarlo, hacia el océano. Siento el agua fría, que rápidamente se convierte en una sensación mucho más cálida. Decido caminar por la orilla hacia el norte de la playa, mientras mis pies y piernas, sienten el ir y venir del oleaje.

Diez minutos pasaron hasta que encontré a una pareja correr hacia el mar. Imagino que estaban en sus cuarenta, y la hija de unos ocho o nueve años. La mamá, dio un ligero grito cuando su cuerpo hizo contacto con el agua salada. Su esposo, soltó una carcajada y tomó de la mano a su hija para entrar al agua sin problemas. Él, llevaba una sonrisa singular, no estoy seguro si se debía al efecto de algún estimulante — llámese alcohol o alucinógeno — pero mostraba signos de estar más contento de lo que podía considerarse normal. Sobre todo, porque sus movimientos se veían algo más torpes que las de su pareja. No importaba la razón, lo crucial era el disfrute del momento: las risas entre los tres, los cuerpos que se movían de felicidad y el sol que caía e intensificaba positivamente el momento.

Sonreí, mientras seguí mi camino. A lo lejos, noté la presencia de dos personas, ambos saltaban en el agua, mientras uno tomaba las fotos. A medida que me acercaba, noté la clásica posición con los brazos abiertos esperando la captura del momento por el celular. Noté que ambos llevaban una zunga pero luego supuse que realmente era ropa interior. A mi derecha, a unos pocos metros se encontraba la carretera, dos camiones de carga se encontraban estacionados. Supuse que, por el intenso calor y a manera de darse un relajo, decidieron darse una zambullida. Por lo animados que se encontraban, supongo que la pasaban bien.

Al continuar mi camino, esta vez, encontré a unas seis personas vestidas de naranja. Medían el nivel del terreno. Una de ellas estaba parada en la mitad de la carretera, mientras los diferentes tipos de vehículos pasaban a toda velocidad. ¿Sería seguro? Pensaría que no, pero si trabajaban de esa manera, debería serlo. ¿O es que quizás las dos personas que estaban en el agua eran parte de ese trabajo? No, si fuera así quizás todos se hubieran metido al mar.

Paro, miro a mi alrededor, suspiro. Siento la brisa del mar, sonrío. Cada ola que pasa, me pone en contexto: somos parte de la naturaleza y punto. ¿El trabajo?, ¿los estudios?, ¿los objetos que tengo en mi casa?, ¿mi dinero? ¿mi manera de hablar?, ¿mi manera de pensar? Todo es una construcción social que simplemente no existe. Es bueno recordarlo de vez en cuando. ¿Por qué? Porque así nos evitamos problemas en situaciones diarias. Situaciones donde podemos molestarnos y alterar nuestra tranquilidad por acciones que no valdrían la pena. Si nada existe y todo es una construcción social, ¿por qué habría de molestarme?

Realmente pensar de esta manera me ha ayudado a superar la mayoría de preocupaciones. Claro, aún estoy en proceso de mantenerla constante y en situaciones más radicales pero pienso que es el camino adecuado.

Al volver hacia el lugar donde me hospedo, encuentro a un grupo de pescadores. Están sentados a orillas del mar, buscando capturar algún pez grande, según me comentaron. Mientras tanto, el sol va cayendo y el cielo va cambiando de tonalidad, tornándose en una mezcla de distintas capas de colores que realmente sorprenden al apreciarla.

Un grupo de aves, esta vez mucho más grandes, sobrevuela el lugar donde me encuentro. Otra vez el acto de volar en perfecta concordancia llama mi atención. La naturaleza muchas veces, si no son la mayoría, es perfecta. La situación, de nuevo me pone en contexto. De nuevo, me hace olvidar mi pasado. De nuevo, me hace olvidar mi futuro. Me hace quedar en el presente.

Mi atención está puesta en el sol, en el cielo, en los pescadores, en el sonido de la olas, en la danza de las aves, en el aire que recorre mi cuerpo. Pero también en mi respiración, en mi sonrisa, en el estar presente. ¿Es que la vida no se trata de eso?, ¿o es que debería verlo desde otra perspectiva? No importa cuál sea la respuesta o si aplica para todos, para mí, sí lo es. Finalmente, es mi mundo, es mi recorrido.

‘Todas las cosas buenas son salvajes y libres’.

Henry David Thoreau, filósofo y poeta estadounidense.

¡Que tengas un buen día!

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