Los post its

Laura Marajofsky
#LaVidaEnPartes
Published in
7 min readJan 10, 2021

Capítulo III, entrega IX
Apartados Una recta entre dos pinos, Con “F” y no con “V” y Los post-its

Un recta entre dos pinos

Por el contrario, para mi abuela la tumba de mamá era un lugar donde poder pensarla y hablarle. Iba religiosamente todos los meses en una procesión que yo consideraba misteriosa y no alcanza a comprender del todo. Le llevaba flores y se quedaba ahí un buen rato. Adolfo la alcanzaba en auto. Debía ser uno de los pocos momentos que ambos compartían juntos en relativa armonía y comprensión, luego de años de discusiones y agresión mutua. Como para mi abuela eran tan importantes estas pequeñas liturgias, luego de su accidente y repentina ausencia,yo sentí la necesidad casi imperiosa de visitar su tumba. Pensé que nada podía mostrar más afecto hacia ella que hacer lo que ella misma hizo por mi mamá, y que a la vez yo no había querido hacer por mi vieja. Así es que a los tres o cuatro infructuosos intentos de conocer la tumba de mamá, se le sumaron los de ubicar la de mi abuela. Pero nuevamente los desencuentros familiares, la dificultad para localizar la parcela gracias a las crípticas indicaciones de Adolfo* y un insólito pero esperable incidente burocrático conspiraron para que esto sucediera. A través de mi hermano Nicolás, con quien yo ya no me estaba hablando para ese momento, me enteré que luego de que se vendió la casa las notificaciones del cementerio siguieron llegando a Pico, donde ya nadie las recibía. En ellas se informaba que pronto habría que trasladar el cuerpo de mi abuela como es protocolo luego de cierta cantidad de años. Adolfo había pensando que las únicas cartas que llegarían eran promociones sin importancia o tarjetas de crédito que no quería y, por tanto, dio por abandonada esa dirección. Tras varios avisos se procedió a mover a mi abuela y cuando finalmente alguien cayó en la cuenta de lo que estaba sucediendo perdimos el rastro y los restos de abuela simplemente desaparecieron. La decepción fue aun mayor que con mi mamá, ya que no quedó nada, ni siquiera un mojón simbólico a lo que rendirle algún tipo de homenaje. Pobre abuela, sucumbiendo ante la ineptitud familiar y el desamor. Los últimos años, por sugerencia de una amiga cercana, decidí empezar con mi propio ritual de prender velitas y pensarla en las vísperas del aniversario de su muerte o cuando sintiera ganas. Puede parecer un poco lúgubre, pero a diferencia del hecho de ir a un cementerio a mí se me hace más cálido y personal.

*Transcripción de la ubicación de las tumbas según indicaciones textuales de Adolfo. Apuntado en la esquina superior izquierda de la última hoja de un viejo cuaderno. Pese a la mente metódica pero poco práctica de mi viejo, los mensajes son indescifrables:

Abuela, entrada Garmendia (caminar hasta que se corta el camino). Recta entre dos pinos (buscar el pino alto como referencia). 833–14–23

Mamá, buscar casa grande, diagonal casa grande-casa chica (entrada por Garmendia) 8A50–1–30

Con “F” y no con “V”

Hace unos días invité a Adolfo a almorzar a casa. No diría que tenemos la típica relación padre-hija, de hecho no nos vemos muy seguido aunque en el último tiempo esto cambió un poco. Ahora lo llevo a cenar o a almorzar cuando me invitan a lugares por mi trabajo de prensa y charlamos largo rato. No es que nos veamos con mucha asiduidad, si no que ahora cuando lo hacemos, disfrutamos más. Menos reproches del pasado, menos discusiones gratuitas. Comiendo en mi cocina y mientras le contaba con cierta indignación que mi editora había vuelto a cometer el error de escribir y publicar mal mi apellido, equivocación que ha sido recurrente toda mi vida desde que tengo memoria, me enteré de algo que me dejó boquiabierta. Parece ser que mi editora no había cometido error alguno y que en verdad no me llamo como yo creía. Para mi sorpresa, Marajofsky no se escribe con “f” sino con “v”, como la editora, prácticamente todas mis maestras de primaria y secundaria, los empelados públicos que han anotado mi apellido en algún formulario y algunos amigos míos habían creído todo este tiempo. Cuenta mi viejo que si hoy yo me llamo Marajofsky, que si así figura en mi documento de identidad, es producto de un error en la libreta de enrolamiento de mi abuelo Isaac, quien como fiel representante de la abúlica estirpe familiar optó por no corregirlo al darse cuenta del malentendido. Total, una “f” por una “v” es más o menos lo mismo. Hago cálculos mentales y pienso que si hubiera sabido esto antes me hubiera ahorrado tantas correcciones a extraños y conocidos a lo largo de los años. No solo debía corregir a la gente que, yo creía, lo escribía mal, sino que a esto se sumaba tener que responder sobre su origen (“No, no es polaco, es ruso”), la ortografía (“con “y”, si fuese con “i”, sería polaco”) y a veces deletrearlo en cámara lenta. Lo miré sorprendida, como exigiéndole que me devolviera todo el tiempo perdido en estas minucias burocráticas. Cuando le pregunté por qué había decidido dejarlo así, solo me devolvió un gesto hacia arriba con los hombros y dio vuelta la página del diario.

CAPITULO III

Los post-its

Poco podía imaginarse el doctor Spencer Silver, científico de la 3M Company, intentando mejorar los adhesivos de acrilato y creando los post-its, que estos simples papelitos de colores autoadhesivos revolucionarían el mercado y cambiarían la vida de mucha gente. O al menos de la gente olvidadiza. En Pico los post-its se volvieron particularmente útiles cuando mi abuela dejó de recordar el nombre de cada nieto, los días de la semana, dónde estaba o quién era. Poco después de la muerte de mi mamá, y antes del fatídico accidente de auto que tendría años más tarde, la abuela Elisa tuvo una especie de Alzheimer repentino y temporal. Hasta entonces no había persona más incisiva y rápida en la casa que ella. Todos lo atribuimos en mayor o menor medida a no poder lidiar con la tristeza que le produjo lo que ella consideraba la peor tragedia que un padre puede experimentar: sobrevivir a sus hijos. Esta enfermedad produjo no solo un notorio deterioro de la memoria en mi abuela, sino también un cambio drástico en su personalidad. La anciana que antaño nos corría por la casa para darnos tremendos sopapos, la gallega jodida que se peleaba con Adolfo o que gritaba a los cuatro vientos su descontento, se volvió una viejita risueña y amable, que se dormía cada vez más temprano y con la que se podía charlar por horas. Podríamos decir que el cambio fue para mejor, aunque el proceso fue complejo y algo tragicómico. A veces la abuela se levantaba en medio de la noche, en camisón, caminaba medio sonámbula y te la encontrabas en el pasillo o en las escaleras, desconcertada. Otras, lloraba y hablaba desde la cama porque no recordaba dónde estaba o no recordaba muy bien qué había pasado. Los nombres se le escapaban, éramos demasiados hermanos, entonces empezamos a poner post-its en su pieza, en la cocina, por toda la casa. Una marea amarilla que invadía los rincones que no ocupaban los libros o los diarios acumulados de Adolfo (que en esa época aumentaron exponencialmente), con nombres y datos fundamentales como teléfonos a donde llamar y horarios de cada uno.

Si bien Adolfo no tenía Alzheimer, fantaseaba con que un día con más tiempo repasaría todos los diarios y separaría los artículos más valiosos, para recordarlos o, mejor dicho, para no olvidarlos. Esto nunca sucedió y así las pilas de Página 12 y suplementos varios se volvieron parte del mobiliario de su cuarto, con la indeseable consecuencia de atraer a cucarachas enormes al segundo piso, donde también se encontraba el mío. Con mi hermana llegamos al punto de tramar misiones nocturnas para tirarle diarios sin que él se enterase, seleccionando los ejemplares más antiguos del fondo de la pila. Nico, con su particular humor negro, decía que un día lo íbamos a encontrar muerto, aplastado por las pilas de diarios, velado por cientos de cucarachas. Todavía hoy, cuando veo reality shows como Hoarders pienso que Adolfo podría ser, tranquilamente, uno de los “intervenidos” que salen en el programa.

La abu continuó haciendo los mandados con su carrito todos los días y de a poco recuperó paulatinamente la memoria. Iba al supermercado más lejano a comprar los tres o cuatro víveres básicos (pese a que Adolfo le ofrecía llevarla una vez por semana en auto y comprar todo de un tirón). Charlaba con los vecinos, limpiaba la vereda, cocinaba y nos ayudaba en todo lo que su cuerpo y cabeza le permitían. No sé si Adolfo recuerda su falta de memoria o aquellos días angustiantes, pero yo nunca voy a olvidar los post-its en Pico.

Si querés leer la anterior entrega, andá acá.

*Este es un fragmento de En todas partes libros. Esta entrada no incluye la intro o outro que a veces sumo en el newsletter.

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Laura Marajofsky
#LaVidaEnPartes

Observadora y crítica vocacional. Redacción en La Nación y cía. Founder en Mapa de Barmaids & Afines. Consultora creativa. Inquieta profesional.