Puede que ese peine tenga algún resto de su cabello

Laura Marajofsky
#LaVidaEnPartes
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8 min readOct 31, 2020

Capítulo II, entrega VI.

Apartados El viejo de mierda, Las Pelucas y El juego de copas verdes.

El viejo de mierda

Si mi abuelo materno era la viva imagen de la bondad, en cambio, mi abuelo paterno, a quien apenas conocí porque era muy chica cuando murió, era todo lo contrario. Isaac aparecía en todas las fotos con cara de enojado, ceño fruncido, indignado con la vida. Las únicas fotos en las que lo ví con algo similar a una sonrisa eran aquellas donde nos tenía a Pablo o a mí a upa, como si de pequeños hubiéramos podido ablandar un poco el corazón blindado del viejo. Fruto de la herencia judía, la queja parecía una constante en el discurso de este hombre crónicamente malhumorado. O al menos esto cuentan mi viejo y varios de los que tuvieron el infortunio de conocerlo. Además era un hipocondríaco. Precisamente por esto mi viejo había tenido que trabajar desde chico para mantener a su familia: su madre, mi abuela Helena, y a mi tía Nora. Creo que es por esto que la idea del sacrificio (y también de la vida como un sufrimiento invariable) lo condicionó siempre y, en consecuencia, se pasó los siguientes treinta años de su vida intentando marcar a fuego a sus hijos de la misma manera. Concentrar todas sus energías en su profesión era algo que aprendió desde chico porque no le quedaba otra alternativa. Por eso, cuando ya no tuvo tanta necesidad de trabajar siguió haciéndolo, como si no viera el sentido en parar.

Mis viejos eran lo que hoy las revistas y las series de TV llamarían workaholics: se iban temprano a la mañana y volvían tardísimo en la noche (motivo por el cual nos criamos con mi abuela a cargo y nuestros hermanos mayores como referentes principales). Más allá de una cuestión de necesidad económica se notaba que respiraban y vivían su profesión todo el tiempo. En el caso de mi madre parecía una decisión más consciente. Mi viejo, en cambio, no podía hacer otra cosa ya que había sido educado así, había vivido toda su juventud con ese sentido de la responsabilidad y seguía caminando con un peso en la espalda sin saber que ya se lo habían sacado de encima. Como cuando se te duerme una pierna o un brazo y el cerebro tarda en decirle al resto de tu cuerpo que hay que esperar unos minutos para que la sangre vuelva a circular. En un determinado momento, intuyo que el trabajo también se volvió un refugio de los problemas y ciertas inviabilidades de la vida familiar en Pico.

Puede que ese peine tenga algún resto de su cabello

Cuando mamá empezó a perder el pelo llegaron las pelucas. Era raro pasar de ver su hermoso cabello largo a verlo un poco más oscuro y corto, artificial. Parece que las mejores pelucas, las más caras, son las que se hacen con pelo real. Siempre me pareció muy extraña la idea de llevar el pelo de otro en la cabeza. Como si no fuera suficiente con una operación de mamas -algo muy difícil para una mujer por más moderna y valiente que se crea- ahora también perdía el pelo. Creo que cualquiera sentiría una paulatina desintegración de su personalidad. Mirarte al espejo y ver lentamente cómo dejás de ser vos debe ser un proceso de lo más aterrador. No se trata tanto de no verte hermosa, sino simplemente de no reconocerte. ¿Quién es esa persona que está delante de mí, mirándome con desconcierto, con los ojos hundidos por la quimio? ¿Es real la imagen que devuelve este espejo?

Es sabido que los espejos comunes y corrientes engañan, y que ninguno refleja la realidad con rigurosidad absoluta. De hecho, los espejos domésticos distan de ser perfectos ya que absorben una parte importante de la luz que se refleja en ellos. Habría que conseguir o fabricar lo que se llama un “espejo perfecto”, es decir, un espejo hecho con material dieléctrico capaz de reflejar más del 99,99% de la luz que incide para poder observarnos con sinceridad cristalina.

Mi mamá era una mujer con estilo y las pelucas no le quedaban mal. Podía verse que pese a no ser muy coqueta –jamás lo fué– todo el tema de la quimio la afectaba bastante. Es por eso que mi tía postiza, Miriam, le daba una mano con los temas de índole femenina y así se pasaban tardes charlando, probando ropa y haciendo ajustes en las pelucas. Las pelucas descansaban en una o dos inexpresivas cabezas blancas que estaban encima de la cómoda en el cuarto de mis viejos y, a decir verdad, me daban un poco de miedo esos rostros serios que permanecían en silencio todo el día. También había un kit de cepillos verdes de distintos tamaños con fondo acolchonado de color rojo y dientes negros para peinarlas. Uno de ellos con el mango roto terminó en una caja con las pocas cosas personales que guardo de ella y traslado de mudanza en mudanza: un preciado botín integrado por el cuaderno que escribió sobre mí cuando era chica (como con todos los hermanos), cartas a mano desde el hospital un poco amarillentas, un espejo antiguo, su labial preferido que cada tanto me gusta oler, su cartuchera de madera del liceo grabada con tinta china y algunos útiles escolares de antaño. Ni siquiera recuerdo haber puesto esfuerzo en colectar estas cosas, elegidas un poco azarosamente, pero que ahí están, en la caja de mamá. Hasta puede que ese peine tenga algún resto de su cabello.

El juego de copas verdes

Uno de los primeros y más recordados novios de Vale -exceptuando un adolescente lleno de acné y con look ochentoso llamado Gustavo que aparece en varias fotos graciosas- fue Fabián, “el pelado”. No sé si fue por ser el primero en durar tanto, el que mejor nos caía a Pablo y a mí, o por la manera en que terminó todo. No recuerdo cómo se conocieron, pero de la noche a la mañana eran inseparables. Calculo que debe haber sido una de las facetas más románticas de mi hermana, el típico amor adolescente. La foto que describí antes, de ella mirando el horizonte desde algún barco en algún lugar de Brasil, es de esa época. Fabián venía seguido a casa y como trabajaba en una radio AM bastante conocida que en su momento estaba asociada al difunto canal de televisión América, siempre nos traía algún regalo en forma de merchandising que por alguna razón incomprensible para Pablo y para mí se transformaban en tesoros invaluables (biromes, gorros, cuadernos, calendarios, colgantes, pines y calcomanías con el logo de la radio). Creo que nunca voy a entender el appeal que lo gratuito ejerce sobre nuestra psicología cuando se trata de ítems sin mucha utilidad. También solía llegar con entradas para espectáculos o eventos deportivos que no teníamos edad para apreciar como la Copa Davis o el abierto de Polo, pero presentíamos que era alguien importante y, a nuestros ojos, canchero. Era muy afable y te hacía reír. Una vez vino a sacar fotos a una función mía de teatro. Mis amigos de teatro estaban tan fascinados con las fotos en blanco y negro que había sacado, medio artísticas, que varios me pidieron copias. No sé con qué frecuencia discutían o si era celoso, pero me consta por comentarios de otros miembros de la casa que venía de una familia muy tradicional y era un poco machista. Para mi viejo era de derecha por tener más plata y no compartir sus inclinaciones políticas, como era de esperarse. De pronto se lo empezó a ver menos. A veces me enteraba de que se habían peleado porque no lo veíamos en una semana. Finalmente, se sucedieron dos hechos significativos. Un día se armó un escándalo tremendo en el tercer piso de la casa, donde estaban las habitaciones de Charly y Vale. Eran Fabián y Vale peleándose. Según mi hermano porque ella le preguntaba dónde había estado toda la noche y él le dijo que se había quedado dormido en el baño. Imaginarme al tipo caído en el suelo del baño más pequeño del tercer piso, un baño que por impericia –u originalidad, depende de cómo se lo mire– de Adolfo estaba partido en dos con el inodoro y el lavatorio en un ambiente y la ducha en otro, me causaba mucha gracia. ¿Era posible? ¿Cómo te quedás dormido sentado en el inodoro? El otro hecho fue que cuando mi hermana y él ya estaban separados, pero él seguía llamándola y mandándole cartas, se apareció en Pico sin aviso previo y con un juego de seis copas verdes. Las mismas eran de cristal bien grueso, de estilo medio barroco y muy buena calidad. Del tipo de cristalería que solía haber en los históricos banquetes organizados en casa de la Tía Berta, la gran amiga de mi madre, además de una excelente cocinera.

La casa de Berta, una construcción humilde pero no por eso menos encantadora, en el barrio de Florida replicaba a Pico en muchos sentidos. Era una casa llena de arte, ya que su marido era coleccionista, y estaba llena de libros, pinturas originales y comida rica. Era ante todo una casa donde se escuchaba a los chicos en la mesa, cuenta mi tía Miriam. Por añadidura, todos recordábamos con afecto y nostalgia su mesa coloreada por platos azules, copas verdes y fuentes naranjas o amarillas del mismo cristal. A Fabián no se le ocurrió mejor idea entonces que regalarle unas copas muy similares a esas a mi hermana como promesa de una futura convivencia que nunca llegaría.

Este deseo no se concretó probablemente por muchos motivos que nunca alcancé a entender y las copas que nunca fueron estrenadas pasaron automáticamente a archivarse junto con los libros de medicina y los apuntes viejos de la facultad de mi hermana en el placard de su cuarto. Cuando Vale se fue de Pico se llevó hasta esos libros grandes e inútiles, pero las copas quedaron deliberadamente olvidadas y terminaron en mi cocina. Al día de hoy las tengo y las uso seguido. Me resulta gracioso que alguien que no cree en la convivencia y que vive sola hace más de quince años terminara guardando como un tesoro aquel cuasi-regalo de bodas.

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*Este es un fragmento de En todas partes libros. Esta entrada no incluye la intro o outro que a veces sumo en el newsletter.

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Laura Marajofsky
#LaVidaEnPartes

Observadora y crítica vocacional. Redacción en La Nación y cía. Founder en Mapa de Barmaids & Afines. Consultora creativa. Inquieta profesional.