Jim Crow y los miedos ‘lovecraftianos’

‘Territorio Lovecraft’. Misha Green, Estados Unidos, HBO, 2020.

Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag
10 min readOct 19, 2020

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ATENCIÓN: Este análisis puede contener información relevante y spoilers sobre la serie ‘Territorio Lovecraft’.

H.P. Lovecraft tenía miedo. Y el miedo genera los peores monstruos. El maestro del horror cósmico tenía terror a los cambios y a lo desconocido; quizás por eso escribió algunas de las mejores novelas sobre los miedos más irracionales y soterrados. Sin embargo, bajo el terror literario de Lovecraft subyace un miedo mucho más profundo y real del autor: el terror a lo diferente. Porque, hay que recordarlo, H.P. Lovecraft fue un racista que abrazó la idea del supremacismo blanco frente a todos los cambios que se daban a su alrededor. Igual que basta con leer su prolífica bibliografía para admirar su incalculable capacidad creativa, sobra con unos versos de su La creación de los negros (1912) para descubrir en él ese racismo latente que ha conformado, durante años y años, la identidad nacional estadounidense.

En una secuencia de Territorio Lovecraft (Misha Green; HBO, EE.UU., 2020), Atticus menciona este poema y se ayuda de él para sintetizar la situación que durante siglos han vivido los negros. “Cuando tiempo atrás, los dioses crearon la Tierra / a imagen y semejanza de Júpiter al incipiente Hombre moldeaban. / Para tareas menores las bestias fueron creadas, / aunque de la especie humana muy alejadas estaban. / Para llenar el vacío y unirlas al resto de la Humanidad, / los anfitriones del Olimpo ingeniaron un astuto plan. / Una bestia forjarían, una figura semihumana, / colmada de vicios, y Negro fue llamada.” Estremecedor, pero muy significativo. De igual manera que para muchos blancos con posterioridad, para el creador de Cthulhu, los negros solo eran otra bestia más en el mundo. “Semihumanos”. Un monstruo sobre el que cargar sus miedos y complejos más furtivos.

Una imagen nada inocente: Atticus lee, sentado al lado de un campo de maíz.

La serie de HBO, que hunde sus raíces en la novela homónima de Matt Ruff, sumerge a sus personajes en la Norteamérica más profunda para, desde su aproximación a lo etéreo y lo mágico, ofrecer el retrato más real y tangible de un país que sigue obcecado en su bucle identitario. This is America, que cantaba Childish Gambino. La advertencia que ven Atticus, Montrose y Letitia cuando cruzan uno de los estados del denominado “territorio Lovecraft” representa los reales “sundowns towns” del sur de Estados Unidos, pueblos creados por y para blancos en la primera mitad del siglo XX, pero podría servir, perfectamente, para ilustrar la realidad que se vive hoy en día en las calles de Minneapolis, Chicago o Los Ángeles. “Negros, que el anochecer no os sorprenda aquí, ¿entendido?”, avisa el póster sobre la valla. A partir de ese instante, el equipo creativo de Territorio Lovecraft desliza con sutileza varias analogías entre la ficción y el mundo real desde el que se crea: el encuentro con el policía en el condado de “noche blanca”, la persecución, esa sonrisa que el agente de la autoridad esboza cuando los blancos están molestando a los negros (“somos un vecindario blanco”, se justifica) o, incluso, el “I can’t breathe” que Dee espetará cuando la pareja de guardias la retengan, con el que Misha Green y su compañía homenajean y denuncian el asesinato de George Floyd a manos del policía Derek Chauvin. Porque, igual que las víctimas, los victimarios también tienen nombre y apellidos y es necesario descubrirlos, jamás ocultarlos.

De esta forma, pasado y presente conversan cara a cara en Territorio Lovecraft y contextualizan lo que de uno alberga el otro. Porque para comprender el ahora hay que conocer y asimilar el antes. Gracias a esta idea, durante el episodio 1x09, Rewind 1921 (Jeffrey Nachmanoff), la autora de Sacramento se apoya en un fabuloso diseño de producción para permitir un viaje crudo y desolador a la masacre de Tulsa –algo que también conseguía Damon Lindelof en la excepcional Watchmen– para dejar constancia de uno de los hitos más oscuros de la historia reciente de la ignominia. El paseo de Letitia entre las llamas, el dolor y la destrucción es tan desolador como la narración, en boca de Montrose, de lo que vivió aquel infausto día de 1921 en el que ardió por completo el denominado “Black Wall Street”. Pero hay más viajes sobre la piel del horror. En el tercer episodio también podemos rememorar, mediante la similitud de la experiencia de Letitia tras adquirir la Casa Winthrop (Ruby llega a mencionarlo, incluso), los disturbios que tuvieron lugar en el Trumbull Park de Chicago cuando la Chicago Housing Authority alojó allí a Betty Howard, una mujer negra que tuvo que sufrir el acoso de unos vecinos que llegaron a atacar la casa con piedras y fuegos artificiales con la connivencia de la policía del estado. Más allá de lo narrativo, lo audiovisual entronca con la historia de la segregación racial a través de la recreación que lleva a cabo sobre la serie fotográfica Segregation Story realizada por Gordon Parks, primer fotógrafo negro en la nómina del magazine Life, que se convierte en una de las columnas visuales de Misha Green para desarrollar su Lovecraft Country. No serán las únicas fotografías reales que recree su equipo creativo, pero sí quizás las más llamativas por lo relevante del relato que las subyace.

La recreación y el trabajo de Gordon Parks.

No obstante, no solo el pasado y el presente se entretejen a lo largo de los diez fragmentos; Misha Green, escritora en ficciones de la talla de Sons of Anarchy (Kurt Sutter, FX, 2008–2014), alterna la fantasía y la magia con las altas dosis de crudeza que ya manifestaban las carreteras de Charming en aquella. Para que nunca se nos olvide aquella trenza que, también, coexistía en el propio Lovecraft: lo mágico y lo cruel. Para hacernos recordar que, siempre, absolutamente siempre, el contexto, el carácter y el pensamiento propio influyen en la obra (y al revés). No en vano, la creadora se apoya en la reconocible producción de Jordan Peele, artífice de películas tan icónicas ya como Nosotros (2019) o Déjeme salir (2017), y juntos, plagan a la creación de referencias tan evidentes como las Leyes Jim Crow o La cabaña del Tío Tom (Harriet Beecher Stove, 1852), que sirven para denunciar y evidenciar el carácter propio de la nación que acoge el relato. “En Estados Unidos me llaman amarillo y en Corea, yanqui”, se queja un combatiente del ejército norteamericano. La respuesta de su interlocutor es abrumadora y es una pregunta retórica lanzada más allá de la pantalla: “¿Por qué luchas por un país que no te quiere?”. Porque, efectivamente, aunque suene duro, los Estados Unidos de Trump (aunque esto no es solo un vicio del último POTUS) no quieren a más de la mitad de su población. Y no solo eso, sino que, en muchos casos, no hacen más que evidenciar su odio a través de su discurso.

Tal vez por eso cobre una especial importancia la denuncia. Quizás por esa normalización del odio tenga mayor relevancia que nunca la secuencia en la que Leti consigue derrotar al racismo, simbolizado en una suerte de espíritu maligno (otra vez, los monstruos para afrontar lo desconocido), llamando a los espíritus de las víctimas negras por su nombre. Porque esa es la única forma de ofrecerles valor e identidad. La analogía es palpable: al racismo solo se le mata y se le elimina de la sociedad reconociendo a sus víctimas como lo que son: víctimas del odio. Green, Peele y su equipo consiguen recoger la esencia de la corriente Say their names y reajustarla en el tiempo pasado para demostrar que no es solo una cosa del presente, sino que ese racismo ominoso es parte intrínseca del desarrollo y el “progreso” de los USA.

Una brillante Jurnee Smollett completa una magnífica interpretación de una Letitia que gana algo de peso en la trama respecto al libro original de Matt Ruff.

Territorio Lovecraft hunde su raíz en la novela de Matt Ruff que lleva el mismo nombre. Sin embargo, para adaptar el relato a los códigos catódicos, la serie efectúa algunos cambios, como la sustitución de Horace, el hijo de Hyppolita y George en el libro, por Diana, una hija, en la adaptación televisiva, así como la incorporación de Christina, que en el texto primigenio no existía. Más allá, la adaptación que se hace sobre la pantalla del material original es considerablemente orgánica y consonante. Todo lo que está en el libro también está, de alguna manera, en las imágenes de Misha Green y su equipo de dirección. De igual forma, todo lo que se incorpora como extra a través del material adaptado mantiene vivo el espíritu de la obra original. Así las cosas, cualquiera que haya leído las páginas de Ruff las verá reflejadas con bastante fidelidad en la producción de HBO, merced, por ejemplo, a la ganancia de peso en la trama de personajes como Letitia, más crucial en la televisión que en las letras.

La puesta en escena de Territorio Lovecraft se deshace en la boca como un hojaldre con los más dulces ingredientes. Una delicatessen de la que disfrutar con la calma de la emisión semanal (gran acierto de HBO en su elección de formato). Las mutaciones genéricas son el sello de identidad de esta teleficción: cada capítulo revisita un género cinematográfico para voltearlo, exprimirlo y homenajearlo a través de su apropiación. De esa forma, en Territorio Lovecraft seremos capaces de ver influencia de propuestas tan dispares como la saga Indiana Jones, la filmografía del propio Jordan Peele, el lenguaje críptico de Stanley Kubrick en sus óperas magnas 2001. Una odisea en el espacio y El resplandor, la poesía del Solaris de Stanislaw Lem que Tarkovski pasó por su filtro, o el atrevimiento de clásicos del terror como El exorcista o Inland Empire. Incluso en el episodio 1x06, Meet me in Daegu (dirigido por Helen Shaver), situado en la Corea de 1950, el cromatismo, la decisión de llevar la cámara al tatami, la dirección fotográfica o la introducción de la voz de Nat King Cole para acompañar una historia de romances turbulentos nos trasladan la memoria, incuestionablemente, a la cumbre cinematográfica de Wong Kar-wai: In the mood for love (Hong Kong, 2000). Todo un sinfín de virtuosismo técnico y guiños visuales que engranan con total pertinencia en la caligrafía propia que adquiere la serie y en su tono aparentemente despreocupado, pero consciente del valor discursivo que contiene cada uno de sus pliegues.

Uno de los espectros que persiguen a Dee en el episodio 1x08: ‘Jig-a-Bobo’.

Más allá de los referentes fílmicos, inagotables (como muestra el mapa referencial que acompaña este artículo al final), Territorio Lovecraft también supone una reivindicación de las mujeres como principales valedoras y garantes de una lucha incombustible por los derechos civiles. Como ejemplo, el viaje intertemporal de Hyppolita durante todo el séptimo episodio. Además de una reclamación del papel de las mujeres en la historia de la ciencia, el capítulo dirigido por Charlotte Sieling bajo el título de I Am se atreve a llevar a cabo un viaje místico a través de la historia de la invisibilidad doble que ha sepultado a las mujeres negras por su doble hándicap de “inferioridad”. Hyppolita abre un portal intertemporal gracias al que consigue experimentar varias épocas y conocer a personalidades silenciadas como Bessie Stringfield, Frida Kahlo, Josephine Baker o Nawi, la última amazona del Reino de Dahomey. Mujeres que, pese a su importancia superlativa, han sido y fueron invisibilizadas sistemáticamente a lo largo de la historia. Mujeres que, ahora, simbólicamente, son recuperadas por Hyppolita, que entrega el mensaje de que solo la sororidad podría devolverles su lugar en la conformación del mundo y la identidad social. En esa reivindicación colectiva radica la importancia absoluta del “I Am” que da nombre al episodio. La lucha colectiva es la que tiene que garantizar una existencia individual armónica.

Territorio Lovecraft es, por lo tanto, una ficción de alma libre, pero profundamente constreñida por la realidad desde la que se crea. Una mirada personal, pero también colectiva, hacia la eterna lucha entre el Bien y el Mal, entre la luz y la oscuridad. Una batalla que la obra de HBO y Misha Green dibujan sobre esos monstruos lovecraftianos –de piel blanca o negra– que representan la pelea que libra un país magno que toma sobre sus cimientos la representación de todo el mundo y su sistema de códigos. Unos Estados Unidos que, nuevamente, se debaten en una lucha encarnizada de ídolos, dioses y monstruos en la que las fuerzas del mal, como en el triste final de la serie, siempre se guardan alguna artimaña para salir victoriosas. Su poder es incontestable. Sin embargo, solo la unión, la colectividad y el autoconocimiento de nuestra fuerza individual serán capaces de garantizar como fin un mundo más justo. Ese nuevo orden en el que el Lovecraft político y supremacista solo sea un mal recuerdo y en el que un simple This is America no tenga la connotación que, desgraciadamente, posee todavía hoy. En el que los negros no necesiten esa Guía de viajes seguros para negros que edita George en el mundo ficticia y que recuerda al real The Negro Motorist Green Book que editó entre 1936 y 1966 el cartero afroamericano Victor Hugo Green. En definitiva, un territorio en el que el fantasma de Jim Crow no tenga una sombra tan alargada y monstruosa.

Detalle de una de las páginas de la ‘Guía de viajes seguros para negros’ que edita George Freeman.

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Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag

Periodista. Intento escribir retratos y fotografiar historias. Casi nunca lo consigo.