Felices sufridores comunitarios

Lo que las calamidades revelan sobre la naturaleza humana

Culture Junkie
Omnicultura
8 min readApr 4, 2020

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La gente aplaude desde los balcones en muestra de agradecimiento a los trabajadores de la salud en Mumbai (India) el 22 de marzo de 2020.

Hace unos 10.000 años se produjo un punto de quiebre en la historia de la humanidad: los humanos comenzaron a cultivar. El modo de vida de los cazadores-recolectores, que había reinado por millones de años, empezó a quedar en un segundo plano cuando los sapiens aprendieron a manipular algunas especies de animales y plantas que resultaron ser muy rentables. Iniciaba la revolución agrícola.

El trigo y los animales eran abundantes, así que las tribus humanas lograron abandonar de manera gradual su estilo de vida nómada. El cultivo proporcionó a los Homo sapiens diversas fuentes de alimentos, y mucha más comida por territorio les permitió poder multiplicarse exponencialmente. La acumulación de bienes personales posibilitó hacer más y más elecciones individualistas, y esas elecciones inevitablemente disminuyeron los esfuerzos del grupo hacia un bien común.

Por 5 millones de años el ser humano se organizó en grupos pequeños, de aproximadamente una treintena de individuos, y convirtió en una gran fuente de sentido su capacidad para ayudar a sobrevivir y prosperar en comunidad. A partir de la revolución agrícola, y a medida que la sociedad se modernizada, la gente descubrió que era capaz de vivir independientemente de cualquier grupo comunitario. Hoy, una persona que vive en una ciudad moderna puede, por primera vez en la historia, pasar meses interactuando únicamente con completos extraños. Puede estar rodeada de otros y sin embargo sentirse profunda y peligrosamente sola.

Y la razón es que, sencillamente, no estamos hechos para el aislamiento social. O, por lo menos, no nos ha dado tiempo de adoptar nuestras recién adquiridas costumbres (en tiempos evolutivos) en la piscina genética de nuestro ADN. Las modificaciones genéticas tardan unos 25.000 años en aparecer en los humanos, por lo que los enormes cambios que se produjeron con la agricultura en los últimos 10.000 años apenas han empezado a afectar nuestro acervo genético.

Algunas teorías afirman que, a pesar de contar con ventajas y comodidades inimaginables para nuestros antepasados, el cambio producido por la revolución agrícola no valió la pena, porque a pesar del incremento exponencial de riqueza no está del todo claro que nuestro bienestar subjetivo haya mejorado demasiado en comparación con el estilo de vida de la caza y la recolección.

En su libro Sapiens, Yuval Noah Harari argumenta:

“En lugar de anunciar una nueva era de vida fácil, la revolución agrícola dejó a los agricultores con una vida generalmente más difícil y menos satisfactoria que la de los cazadores-recolectores. (…) Los cazadores-recolectores pasaban el tiempo de maneras más estimulantes y variadas, y tenían menos peligro de padecer hambre y enfermedades. (…) La evolución moldeó nuestra mente y nuestro cuerpo a la vida de los cazadores-recolectores. La transición primero a la agricultura y después a la industria nos ha condenado a vivir una vida antinatural que no puede dar expresión completa a nuestras inclinaciones e instintos innatos, y por lo tanto no puede dar satisfacción a nuestros anhelos más profundos.”

Entre los anhelos más profundos del ser humano está el sentido de comunidad, el hecho de sentirse útil dentro de su círculo cercano, el poder ayudar a sus seres queridos a perseguir y superar sus metas. Y eso es algo que la modernidad, con todas sus bondades, no ha podido satisfacer.

La teoría de la autodeterminación trata sobre las motivaciones, preocupaciones inherentes al crecimiento y necesidades psicológicas de las personas. Sostiene que los seres humanos necesitan tres cosas básicas para estar satisfechos: sentirse competentes en lo que hacen; sentirse auténticos en sus vidas; y sentirse conectados con los demás. Estos valores se consideran “intrínsecos” a la felicidad humana y superan con creces los valores “extrínsecos” como la belleza, el dinero y el estatus. La sociedad moderna parece enfatizar los valores extrínsecos por encima de los intrínsecos, y como resultado, los problemas de salud mental se niegan a disminuir a pesar de la creciente riqueza.

Este marco nos sirve de explicación para uno de los hallazgos más desconcertantes para los científicos que han estudiado la naturaleza humana: somos felices cuando soportamos dificultades en comunidad. Lo que las catástrofes parecen hacer, a veces en el lapso de unos pocos minutos, es retroceder el reloj biológico a diez mil años de evolución social. El interés propio se integra en el interés grupal porque tenemos grabado que no hay vida fuera de la supervivencia colectiva, y eso crea un vínculo social que muchas personas extrañan profundamente.

En Tribe, Sebastian Junger afirma que este sentimiento tribal es tan poderoso que incluso hace que la gente se sienta mejor durante los conflictos bélicos.

Los efectos positivos de la guerra en la salud mental fueron notados por primera vez por el sociólogo Emile Durkheim, quien descubrió que las tasas de suicidio disminuyeron cuando los países europeos entraron en conflicto durante la Primera Guerra Mundial. Décadas después, el psicólogo irlandés H. A. Lyons se encontró con los mismos resultados cuando su estudio reveló que las tasas de suicidio en Belfast se habían desplomado en un 50% durante los disturbios de 1969 y 1970. Durante esa época, los homicidios y otros delitos violentos también disminuyeron.

Charles Fritz fue un científico estadounidense pionero en la investigación de desastres durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Su equipo de analistas monitoreaba los efectos de los bombardeos ingleses en Alemania, para comprobar si comenzaba a aparecer alguna grieta en la resolución de la población. Para su sorpresa, lo que sucedió fue exactamente lo contrario: cuanto más bombardeaban los Aliados, más desafiante y unida se volvía la población alemana.

En Inglaterra, el gobierno también subestimó la resiliencia de sus ciudadanos. Los ingleses tuvieron que soportar bombardeos diarios durante meses. Antes de la guerra, las proyecciones para el colapso psiquiátrico en Inglaterra alcanzaban los cuatro millones de personas. Nadie sabía cómo reaccionaría la población civil ante este tipo de trauma, pero el gobierno de Churchill asumió lo peor. Tan pobre era su opinión de la población que los planificadores de emergencia eran reacios a construir refugios para bombas porque temían que la gente se mudara de manera permanente y simplemente nunca volviera a sus hogares.

Estas experiencias no sólo no produjeron histeria en masa, sino que ni siquiera desencadenaron mucha psicosis individual. A medida que el Blitz progresaba, los hospitales psiquiátricos de todo el país veían disminuir las admisiones. Los servicios de emergencia de Londres informaron un promedio de sólo dos casos de “neurosis de guerra” por semana. Los psiquiatras observaron con perplejidad cómo los pacientes de larga trayectoria veían disminuir sus síntomas durante el período de intensos ataques aéreos.

Después de la Segunda Guerra Mundial, muchos londinenses llegaron a afirmar que extrañaban los peligrosos días del Blitz (“No me importaría tener una noche como aquella, digamos, una vez a la semana -por lo general ya no hay nada excitante”, comentó un hombre a la organización Mass-Observation sobre los ataques aéreos).

Después de la guerra, Fritz completó un estudio más general de cómo las comunidades responden a la calamidad. Dirigió su atención a los desastres naturales en Estados Unidos y formuló una amplia teoría sobre la resiliencia social. No pudo encontrar un solo caso en el que las comunidades que habían sido afectadas por acontecimientos catastróficos cayeran en un pánico sostenido, y mucho menos algo que se acercara a la anarquía. En todo caso, descubrió que los lazos sociales se reforzaban durante los desastres y que la gente dedicaba casi toda su energía al bien de la comunidad y no sólo a ellos mismos.

Los desastres, propuso, crean una “comunidad de sufrientes” que permite a los individuos experimentar una conexión inmensamente tranquilizadora con los demás. A medida que la gente se une para enfrentar una amenaza existencial las diferencias de clase se borran temporalmente, las disparidades de ingresos se vuelven irrelevantes, la raza se pasa por alto, y los individuos son evaluados simplemente por lo que están dispuestos a hacer por el grupo.

“Una sociedad que no ofrece a sus miembros la oportunidad de actuar desinteresadamente no es una sociedad en ningún sentido tribal de la palabra; es sólo una entidad política que, al carecer de enemigos, probablemente se desmorone por sí sola. Los soldados experimentan este pensamiento tribal en la guerra, pero cuando vuelven a casa se dan cuenta de que la tribu por la que estaban luchando no era su país, sino su unidad. No tiene ningún sentido hacer sacrificios por un grupo que, por sí mismo, no está dispuesto a hacer sacrificios por ti”.
- Sebastian Junger

Las comunidades que han sido devastadas por desastres naturales o causados por el hombre casi nunca caen en el caos; en todo caso, se vuelven más justas, más igualitarias y más cooperativas. Con respeto a esto, el COVID-19 plantea una disyuntiva interesante. Por un lado ha obligado a gran parte de la humanidad a un aislamiento que, como hemos visto, es muy gravoso para el bienestar mental, pero por otro ha impulsado una colaboración global nunca vista, un mundo entero de sufridores unidos ante una amenaza universal. ¿Qué efectos tendrá una pandemia global de esta magnitud en nuestra salud mental, en nuestro comportamiento hacia los demás, en nuestras políticas públicas? ¿Está nuestro circulo de empatía lo suficiente extendido para que los efectos que se han encontrado en comunidades pequeñas se repliquen a gran escala?

Por los momentos no hay respuestas a la vista. Faltan meses para empezar a ver estadísticas significativas al respecto. El único dato que tenemos hasta ahora es que los divorcios se dispararon en China una vez se eliminó la cuarentena en las ciudades afectadas. Tómelo como quiera. Habrá que esperar a que se desarrolle la vacuna, se aplique a gran parte de la población y transcurran algunos meses de normalidad -si es que se podrá llamar así- antes de sacar conclusiones. Lo único seguro es que, tal y como decía en un artículo pasado, el mundo será diferente.

Junger concluye en Tribe:

“De nada sirve argumentar que la sociedad moderna no es una especie de paraíso. La gran mayoría de nosotros, personalmente, no tenemos que cultivar o matar nuestra propia comida, construir nuestras propias viviendas, o defendernos de animales salvajes y enemigos. En un día podemos viajar miles de kilómetros pisando el acelerador o dar la vuelta al mundo reservando un asiento en un avión. Cuando tenemos dolor, tenemos narcóticos que lo apagan, y cuando estamos deprimidos, tenemos píldoras que cambian la química de nuestros cerebros. Entendemos una enorme cantidad de cosas sobre el universo, desde las partículas subatómicas hasta nuestros propios cuerpos y los cúmulos de galaxias, y usamos ese conocimiento para hacer la vida aún mejor y más fácil para nosotros. La gente más pobre de la sociedad moderna disfruta de un nivel de confort físico que era inimaginable hace mil años, y la gente más rica vive literalmente de la forma en que los dioses se imaginaban. Y sin embargo.”

Y sin embargo. Sin embargo hay algo que parecemos extrañar profundamente y que solo sale a la luz cuando sufrimos calamidades en grupo. Es la belleza y al mismo tiempo la tragedia subyacente e inarticulada del mundo moderno.

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Escribo sobre sociedad, tecnología y cultura. + Intereses: Escepticismo | Metacognición | Evopsych | Cine | Productividad | Suscríbete a medium.com/omnicultura