Cinco lecciones de guerra
Adiós a las armas, bienvenidos a los brazos
A. Despertares
Cali, abril de 2015.
Cuando despertó notó que tenía el brazo dormido. Y no solo dormía: el brazo, tremendo sinvergüenza, también roncaba. Y no solo roncaba, sino que soñaba. Y no solo soñaba, sino que hablaba en sueños, hacía con los dedos de la mano un conjunto de movimientos armoniosos y pausados que formaban palabras, esbozaban dibujos y representaban paisajes en el aire. Entonces decidió no despertar al brazo dormilón, y aprendió a leer lo que los dedos decían y lo que dormido soñaba. Y así se la pasó casi todo el día, mirando los sueños de su brazo. Entonces notó que, en ese instante, su brazo estaba teniendo un sueño extraño en el que gobernaba a un estúpido hombre despierto.
Se rió a carcajadas. «¡Qué brazo tan prepotente!», dijo. Y las risotadas terminaron por despertar al brazo que, furioso, lo agarró por cuello, y apretó, apretó y apretó hasta sumir a todos —brazo, cuello y hombre— en un último y definitivo sueño…
—¡A mucho honor, soy un insecto! Relatos y reflexiones de Mister Surreal.
B. Brazo Rey
Cali, 31 de julio de 2015
Un hombre se niega a deshacerse de una parte de su cuerpo: su brazo muerto.
Espigado es un término extraño: sugiere una mezcla bien balanceada de estatura, flexibilidad y delgadez como en las espigas de llantén, de trigo o de sorgo. Espigado es un adjetivo que le cabe a este hombre de unos 30 años, afeitada la cabeza, delgado y largo, casi dos metros de estatura. Hace 40 flexiones sin pausa en pocos minutos, camina una hora en la banda mecánica a unos 7 kilómetros por hora. Luego, una exigente rutina de espalda y piernas. Después, trota unos veinte minutos más. En total, dos horas y media de ejercicio diario. Asiste al L***** del oeste de Cali, el gimnasio en donde hago ejercicios 3 o 4 veces por semana desde hace algunos años. A dos cuadras queda la franquicia Body Tech, la competencia del modesto L*****: lo último en máquinas para hacer ejercicios, y un desfile incesante de moda deportiva. Celebración de cuerpos lustrosos y jóvenes hechos por el personal trainer, el bisturí y la dieta estilizada, Body Tech exuda exitismo y beautiful people por todos lados. Algunos lucen entre 2 mil y 6 mil dolares en atuendos, accesorios y dispositivos tecnológicos (relojes inteligentes, audífonos para escuchar música, gafas). Y por supuesto, un auto de lujo.
Al L*****, en cambio, vamos más bien los perdedores: los viejitos regordetos como yo, los aficionados que aspiran a correr la media maratón de Cali, los jovenzuelos con ganas de sacar músculos para alardear un poco, las mujeres maduras que desean afirmar sus carnes bellas y los sobrevivientes de accidentes cardiovasculares que se las arreglan como pueden para olvidar el último arañazo de la Muerte.
Le pregunté a E*******, un diligente empleado del L***** acerca del hombre con cabestro, cabeza afeitada y riguroso entrenamiento. E****** sabe las historias de los usuarios regulares. «He trabajado aquí más de diez años», me dijo un día en que me habló con orgullo de sus dos hijas, de su esposa y de la bonita familia a la que se debe con devoción luego de haberse metido, en la juventud «en cuanto hueco pude; porque en esos días, si una mujer me daba oportunidad, allí me metía yo».
Me cuenta en discreta voz baja que Espigado, siendo joven, tuvo un grave accidente de motocicleta. Hacía trial y se reventó el brazo izquierdo en una prueba. «No le quedó sirviendo para nada, pero no se le desprendió».
Espigado decidió conservar su brazo inútil y por eso va a todos lados con su cabestrillo. Tiene mucho dinero y con regularidad debe inyectarse el brazo para mantenerlo vivo, me explica E*******, sazonando la historia. «Un médico le dijo hace años que era mejor cortárselo, pero él se negó». Espigado confía en la ciencia. Cree que algún día podrá reconectarlo artificialmente a su cerebro y volver a gobernarlo. Y a juzgar por las noticias recientes, tiene esperanzas bien fundadas. «Y cómo tiene plata hasta mala», aclara E******, «puede pagar lo que sea para recuperar el brazo».
Espigado podría estar en Body Tech, pero está acá, con los losers. Es un loser multimillonario. (Hasta cuando pierden, los ricos ganan, pienso con amargura de resentido social).
Sin embargo, a mí no me interesa ese aspecto de Espigado: sus cuatro automóviles de lujo, sus viajes a las mejores clínicas del mundo para encontrar solución para su brazo, la historia del niño bien que se hizo añicos en una moto de trial de 6 mil euros. La lección de Espigado y su cabestro es mucho más poderosa que todo el dinero en su chequera y toda la promesa neurotecnológica por venir: nos enseña que su brazo muerto e inútil es realmente la porción de su cuerpo más viva y esencial. Su cabestrillo no es la cuna de un ente inerte, sino la encarnación de una larga y decidida acumulación de tareas y rituales para hacer de esa porción de su cuerpo algo más que peso muerto. Es una parte esencial de su propia vida.
Es probable que, si como confía Espigado, en los próximos años su brazo pueda ponerse en marcha mediante alguna forma de control neuronal asistido, a los pocos días o meses experimente cierta extrañeza e incluso alguna añoranza por su brazo inmóvil de ayer, tal como hoy extraña su brazo orgánico y móvil de antier.
De alguna manera, ese brazo en su cabestro ha terminado por convertirse en su centro, su fuente de identidad, su lugar de reconocimiento. Sin él, no sería más que un hombre alto que hace ejercicio o la historia conocida del atleta de ayer que decide conservarse en forma hoy y mañana. Pero Espigado ha estructurado en torno a su brazo un conjunto de tareas vivificadoras (los exigentes ejercicios físicos son solo algunas de ellas) que lo enaltecen y estimulan. Lo imagino aseando su brazo en las mañanas, sacándolo con cuidado del cabestro y extendiéndolo sobre una superficie adecuada para masajearlo, estirarlo, moverlo y limpiarlo. Quizás le hable a su brazo como otros le hablan a sus rostros reflejados en el espejo o le susurran afectos al auto o al perro.
Lo vi conducir en el estrecho parqueadero una ranger rover blanca y aparatosa, 2000 cc de precisión inglesa. Una máquina lustrosa de 75 mil dólares. Espigado la timoneó y maniobró con el brazo derecho , mientras el izquierdo, el más importante y poderoso, dormía perezoso en el cabestro.
C. ‘Los hijos’, de Gay Talese (fragmento)
Antonio recorrió lentamente el pasillo y se quedó en la parte de atrás, junto a una puerta metálica que, cuando el tren comenzó a moverse, resonaba por culpa de una cadena suelta que la golpeaba desde el exterior. Cerca de él había otros tres soldados aparentemente sanos. Uno era de aviación; los otros, de artillería. Después de saludarse brevemente, permanecieron en un silencio incómodo durante viarios minutos, mientras el tren salía de la estación y la luz del sol entraba en el vagón, con lo que resultaron aún más evidentes las heridas sufridas por muchos de los pasajeros. La mitad de las piernas que asomaban al pasillo estaban escayoladas o eran ortopédicas, de metal y sujetas con correas de cuero. Al menos un tercio de los soldados sentados llevan en cabestrillo un brazo herido o parcialmente amputado. De vez en cuando se oían los gemidos de los soldados doloridos, y Antonio recordó su época en el hospital […].
Antonio se aposentó junto a un escuálido joven de dieciocho años que había perdido la pierna derecha por debajo de la rodilla durante la gran batalla anterior a Caporetto, la de la meseta de Bainsizza, cuando el general Cadorna aún estaba al mando. El joven soldado, que regresaba a su pueblo, situado justo al norte Nápoles, dijo que la mitad de los miembros de su unidad murieron a causa de la artillería austríaca, y que él sobrevivió probablemente porque el caballo extraviado de un oficial de caballería muerto le cayó encima durante una explosión, aplastándole la pierna derecha pero protegiéndole el resto del cuerpo del impacto destructor del obús
—Págs. 412–413, Los hijos, Gay Talese, 1992, fragmento referido a lisiados italianos que regresan a sus pueblos en 1917, tras combates contra las tropas austriacas.
D. Corolario
En inglés, ‘arm’ significa tanto arma como brazo. Entonces ‘brazo armado’ sería algo así como un arma doble o un brazo duplicado. Y la guerra es, si se tiene en cuenta las cifras de mutilaciones, un auténtico «adiós a los brazos» o un «adiós a las armas» (remember Hemingway).
Pero una guerra no solo mutila cuerpos. Sobre todo, tritura el tiempo, lo contrae, lo detiene.
«¿Qué es vivir en paz?», me preguntó una niña de apenas 6 años. Pensando en ella, confeccioné esta respuesta. Es poder construir una ficción inútil sobre un brazo rebelde, un relato exaltado sobre un hombre que se niega a abandonar su brazo, y un libro magnífico sobre tu propia familia (la Talese) que incluye, entre otros, a Antonio, un brillante sastre joven nacido en Maida, que hace un siglo debió ir a la guerra (la I Guerra Mundial).
La paz es un mundo en el que muchas personas pueden construir relatos a, b y c, y muchas otras pueden leerlos experimentando cierto placer estético y cierto goce, a veces profundo y en ocasiones leve y superficial. En la guerra, vives a, b y c realmente, como un desgarramiento continuo, sin alternativas y sin poesía alguna. En paz, lees o escribes a, b y c, mientras imaginas toda clase de mundos (posibles e imposibles) para poder salvarte del aburrimiento y el hastío. La paz no es la felicidad, es la posibilidad de imaginártela y de recrear futuros bastante más largos y lejanos que lo que te depara el presente corto y estrecho. La guerra, en cambio, no es más que un continuo «aquí y ahora», aplastante y breve, sin futuro ni más allá. Hoy hay pan, mañana quién sabe. Hoy estás vivo, mañana quién sabe. Hoy respiras completo, mañana quizás no.
No es cierto que la paz sea la ausencia de muertos.
No hacemos la paz para evitar que haya muertos. Ese no es el razonamiento correcto. Si ese fuera el corazón del asunto, entonces no tiene sentido parar la guerra pues sabemos que, a la postre, todos vamos a morir de una u otra manera. Entonces se para la guerra no para evitar que haya más muertos. Eso es irrelevante, y lo saben lo guerreros de todos los bandos y layas. Lo clave es pensar qué nos hacen los muertos a los vivos. O, mejor, qué le hacen a los vivos las diferentes formas de morirse los muertos. Esa es la clave: el impacto de la muerte violenta y bélica sobre la vida de los vivos. Ese impacto es tan profundo y estremecedor como el de un terremoto sobre la vida de los vivos. Nos retrotrae a la forma de la impotencia trágica y a la resignación, a la vida primigenia y animal, al zoe (de que habla G. Agamben citando la distinción que en Grecia antigua se hacía entre bios y zoe). Y en ello reside la eficacia política de la muerte violenta: erosiona el poder de una visión crítica e insatisfecha del porvenir, nos regresa a la vida desnuda o zoe, a lo básico. Por eso tanto la guerra abierta como el crimen común —que lisia o mata— erosionan tan profundamente la vida de los vivos, convierten a cada persona viva en asustado sobreviviente y nos sumergen en una vida mínima, trivial, medrosa y timorata.
La paz es, por el contrario, esa forma del tiempo en que decidimos la manera en que nos morimos y el modo en que vivimos. En la guerra, en cambio, no tomamos decisiones de vida, hacemos movimientos tácticos de supervivencia, y corremos tras agujeros y entre escondrijos cuando no tenemos armas; o salimos a destrozar y a matar, cuando las tenemos. En la guerra solo hay dos tipos de seres humanos: los temerosos y los temerarios. En paz, la diversidad de tipos humanos se multiplica.
En la paz, hay posibilidades de imaginar y, en consecuencia, de hacer crítica y soñar rupturas con el mundo vivido; en la guerra, solo nos queda soñar que un caballo muerto nos cae encima para salvarnos de un obús, aunque nos cueste una pierna, un brazo, los ojos, un miembro, un trozo del cuerpo.
Quienes en Colombia afirman que de prosperar las negociaciones entre las Farc y el gobierno no empezará la paz tienen en parte razón, pero no toda la razón. Parar una guerra, cualquiera que sea, es comenzar a tejer un porvenir más ancho para millones de personas, empezando por aquellos que padecen la guerra directa en los campos. Pero en efecto, hay otras guerras que terminar y probablemente esta no sea la más insidiosa y difícil. Necesitamos detener la guerra de los empleos precarios e inestables de las burocracias públicas, atados a los vaivenes electorales de cada dos años; y la de los empleos precarios en las empresas privadas, retorcidamente ligados a una mezcla de acciones caprichosas de los administradores y las fluctuaciones de los mercados. También la del crimen urbano común, que hermana a las organizaciones criminales con quienes están llamados a protegernos (policías y jueces), con frecuencia cómplices los segundos de los primeros. ¿Y qué decir de la guerra de los negocios de la salud, que arrastra a millones hacia una red kafkiana de decisiones como la que condenan a una mujer con cáncer gástrico a tomar dosis variables de famotidina, ranitidina u omeprazol? Y la de la voraz maquinaria de impuestos que los más pobres suelen pagar puntualmente, mientras los sectores más ricos eluden, evaden o reducen astutamente.
En efecto, estas son otras guerras que mutilan, cortan brazos y piernas, reducen el margen de la vida que puede uno soñar, imaginar y caminar, más allá de los límites que traza la supervivencia instintiva. Pero estratégicamente es importante hoy parar una de esas guerras para comenzar a luchar contra las otras.
Ciertos sectores de derecha en nuestro país saben que al cesar la guerra contra las Farc van a crecer las demandas sociales orientadas a acabar con las otras guerras, porque las guerras contra las drogas y las guerras contra las guerrillas han sido usadas sistemáticamente para contener las legítimas demandas de las personas en favor de una vida decente. Esas demandas han sido llamadas, en Colombia, eufemísticamente «protesta social». Y, como sabemos, toda «protesta social» ha sido convenientemente reducida y considerada «infiltración guerrillera».
Ojalá en la próxima década, la del 20, estemos peleando en este país por cesar las otras guerras, por terminar la mutilación de brazos y piernas, ensanchar la escala de nuestros sueños y acabar con las armas para multiplicar los brazos: farewell to arms and the arms welcome.
E. Cierre
Cali, abril de 2015.
…Pero el último y definitivo sueño no era, como pudo pensarse, la muerte. Mientras se hundía en el ahocarmiento, su brazo asesino se quedó sin fuerzas y cesó de apretar, apretar y apretar, y en el último instante, cuando la sangre en su cabeza ya no fluía, la mano cedió y pudo respirar. Cuando recuperó la respiración plena y la conciencia, y supo que había sobrevivido al ímpetu suicida, entendió de qué se trataba todo esto. Comenzó a darle tareas al brazo izquierdo, el dormido, el cesante, el terrible. Era diestro, y desde entonces decidió escribir con la siniestra. Al estrechar la mano de otra persona, se habituó a hacerlo con la izquierda. Y en el brazo izquierdo se apoyaba cuando dormía y con la mano izquierda peinaba y acariciaba. Pero no descuidó su brazo derecho. Al notar que empezaba a ponerse celoso, le entregó pinceles y tijeras a la mano derecha. Y jugando fútbol golpeaba con el codo derecho para protegerse al cabecear, y celebraba los goles levantando una y otra vez el hombro derecho. Y se hizo, con los años, eficiente ambidiestro. Con la izquierda escribía y con la derecha ilustraba.
Y por primera vez en su vida se sintió confuso y ambiguo, pero completo; indeciso y oscilante, pero pleno; rico en alternativas y diverso, aunque menos seguro. Más sereno y más abierto, más rico en recursos y armas. En pocas palabras, con más manos y más brazos para actuar.
«Porque la ambición de los seres humanos es alcanzar nuestra estatura y nuestra inteligencia diversa, pues todos los insectos, sin excepción, somos multidiestros», susurra Mr. Surreal.
¡A mucho honor, soy un insecto! Relatos y reflexiones de Mister Surreal.