‘¿Ju am ai?’

Una reflexión personal sobre la identidad en un mundo que simultáneamente vive de las etiquetas mientras lucha por borrarlas

Juan Carlo Rodríguez
EÑES
6 min readSep 25, 2017

--

Una cosa que lamentaré del futuro en que nuestras bibliotecas estén en un Kindle o tableta (no es un terrible futuro, pero tampoco es el más alegre) es que deberé cambiar la costumbre que tengo al entrar a una casa por primera vez: enseguida llegar a la biblioteca a curiosear los gustos de mis anfitriones. Tengo la firme creencia que la cultura que consumimos nos puede decir muchísimo más sobre nosotros mismos que una hora de conversación, de modo que no pierdo esa oportunidad de saber un poco más sobre la gente con quien voy a interactuar.

A pesar de mis lamentos del Kindle, tampoco es que en esta era tecnológica esos momentos de asomo a mundos privados sean imposibles. En el boom del iPod, recuerdo que era costumbre rotar por las listas de reproducción de los amigos para ver qué música tenían en ese momento, algo tan profundamente personal como las huellas de los dedos. Walter Isaacson incluso logró ver dentro del iPod de Steve Jobs en 2004 mientras escribía su biografía. Tenía los seis volúmenes de The Bootleg Series junto con quince discos más de Bob Dylan; siete discos de los Beatles; seis de los Rolling Stones; canciones individuales de Joni Mitchell, Joan Baez, Jefferson Airplane, The Monkees; algunos contemporáneos como Alicia Keys, 10.000 Maniacs, U2, John Mayer y Moby; los Conciertos de Brandenburgo de Bach y tres discos de Yo-Yo Ma. Este iPod aparece a más de tres cuartas partes del libro y me parece revelar tanto sobre Jobs como amplias secciones anteriores.

No recuerdo si alguien alguna vez pidió ver mi iPod para un asomo a mi propia personalidad, pero recuerdo comentar que no había mucha música que me identificaría. Sí, Metallica nunca falta en mi vida, pero también, dependiendo del día (era un Nano, tampoco cabía mucho), Eminem, Los amigos invisibles, Radiohead, o canciones individuales de gente como The War on Drugs (nuevos favoritos), Shearwater y Wolf Alice, bandas sonoras de películas como La red social o Pacific Rim. Pero lo que predominaba en ese iPod, y predomina en el celular, son podcast.

Érase una vez en Venezuela que los podcast empezaban a tomar forma, pero la vida real llegó cual toro en una cristalería y detuvo ese empuje. Mientras, en Estados Unidos ya los podcast son tan ubicuos como cualquier otro programa de radio. Y ahí he estado yo, oyendo programas como This American Life, S-Town, Snap Judgment, The Moth, Longform, Fresh Air, Slashfilmcast, Filmspotting y un largo etcétera. ¿Mi trauma? (aparte de pocos en español) No tengo a nadie con quién comentarlos porque… no conozco a nadie más que los escuche. Excepción notable para uno de los más recientes episodios del nuevo podcast en español de la Radio Pública Nacional de EE. UU., Radio Ambulante, que logró reunir a varios venezolanos.

No es la primera vez que me he sentido un poco menos «venezolano» (luego explico las comillas) y no solo por mis gustos culturales. No soporto las telenovelas de ninguna parte de Latinoamérica, pero he dejado de criticar a quienes las aman. Mientras tanto, sé muy bien cuáles series están de moda y tengo un largo acumulado de cuáles veo y estoy por ver. El reguetón y la bachata me parecen una tortura auditiva, al igual que muchos de los «baladistas pop». Aprecio una buena salsa, pero aún no logro enteramente extraer la vara incrustada en mi columna vertebral. Mientras hablo un Gabo fluido y me defiendo en Vargas Llosa, el Cortázar aún me cuesta y nunca he probado el Bolaño, pero domino bien el King y ya empiezo a buscar el Tart y el Whitehead, además de ser partícipe en ese mundo de los audiolibros (muy partícipe, si me permiten la publicidad). No soy particularmente aficionado al deporte y no tengo ni idea en qué posición juega ninguna de las estrellas del fútbol latinoamericano, y puedo nombrar más senadores estadounidenses que mandatarios latinoamericanos. Mis sueños varían entre inglés y español, y cuando cumplí dieciocho años me aferré a esa ciudadanía estadounidense con furia. Pero tampoco he querido soltar mi venezolanidad, no importa cuántos planes hayan en el futuro.

Cuando reflexionaba sobre lo que significaba ser venezolano, me lo preguntaba ante el reto que era para nosotros arrastrar todo nuestro bagaje, tanto cultural como social y psicológico, hacia un mundo que a veces exige que te adaptes a una nueva realidad. Pero luego de escribirlo, me preguntaba cuánto me costaría a mí asumir ese reto. Leí una vez de un venezolano que simplemente dejó de reunirse con compatriotas y se hizo «gringo honorario»; y sabía de otra venezolana en Japón que extrañaba muchísimo el abrazo sabroso de un familiar o un amigo. Pienso en cuánto disfruto ver un stand up o reunirme a tomar cervezas, cuánto me encanta un cafetería o una arepera, y está la eterna duda de en cuál en efecto me siento más cómodo.

Entonces, ¿venezolano con pensamiento estadounidense o estadounidense disfrazado de venezolano?

Una respuesta parecida a la que se me ocurrió vino de la charla TED de la escritora «afropolita» (su término) Taiye Selasi, titulada «No preguntes de dónde soy, pregunta de dónde soy local».

Selasi es vivo ejemplo de un mundo multicultural: nacida en Londres de una madre nigeriana y un padre ghanés, que se crió en los Estados Unidos y vive en Italia, y cuya madre (criada en Inglaterra) vive en Ghana y padre (nacido en la colonia británica de la Costa de Oro, que luego se convirtió en Ghana) que vive en Arabia Saudita. ¿Creen que todo eso la podría definir? No es una afroamericana ni una europea, aunque asegura disfrutar rituales de todas sus culturas. «La historia es real, la cultura es real, pero los países fueron inventados», nos dice. Difiero un poco con la construcción de la frase —habrán sido inventados, pero los países son tan reales como la cultura— pero entiendo su punto. La cultura islámica, por ejemplo, supera con mucho las fronteras de los países del mundo árabe; lo que consideramos la vestimenta tradicional africana no puede atribuirse a un solo país. Entonces, en este mundo al que estamos expuestos a tantas culturas diferentes, ¿qué significa ser local?

A diferencia de Selasi, no he tenido la suerte de viajar por el mundo; los países que conozco se reducen a tres (Venezuela, Estados Unidos y México, un país al que le deseo toda la fortaleza del mundo ante las tragedias naturales a los que se enfrenta). Yo sí puedo decir que soy venezolano, así sin comillas, pues de ahí viene casi toda mi herencia. Sin embargo, soy nacido en Estados Unidos (en Wisconsin, en pleno centro, para más remate) y la mayor parte de la cultura que consumo es de allá, por ser una buena parte de mi manera de pensar. Trato de aprender el francés como incentivo a comunicarme con otras culturas (sin mucho éxito), practico hace más de dos décadas el origami, un arte japonés, y admiro muchísimo esa costumbre española de la siesta.

Esto va de la mano del eterno debate migratorio: cuando llegas a otro país, ¿debes olvidar tu cultura original y asumir plenamente la nueva, o debes tener tu espacio propio dentro de tu nuevo país, cual de una embajada se tratase? En la película de 2016, The Big Sick (recomendadísima), sobre un comediante paquistaní atrapado entre la cultura de sus padres y la estadounidense, un personaje le espeta a otro: «Insistieron en traernos hacia acá, pero no quieren que dejemos de pensar como si estuviéramos allá». Veo cómo la comunidad coreana de Queens en Nueva York no se relaciona con más nadie, por protección y recelo. Vemos cómo las comunidades latinas siguen celebrando sus quinceañeras y oyen sus conjuntos mientras comen sus hamburguesas y revisan sus celulares. Vemos un mundo donde los individuos no tienen una sola identidad ni tienen por qué tenerla.

Quién es uno no es solamente la música que escuchas, el país de dónde naces o el idioma que hablas. La identidad es como una torre de bloques que eventualmente se asemeja a una persona, bañada con una buena capa de personalidad y decisión personal. Soy venezolano. Soy ciudadano estadounidense. Soy periodista. Soy rockero. Soy tuitero. Soy escritor (mucho más serio de lo que realmente soy). Soy… bueno, soy yo.

¿Quién soy yo, preguntas?
Estoy hecho de
todas las personas con las que me he encontrado
y todas las cosas que he experimentado.
Adentro, sostengo la risa de mis amigos,
las discusiones con mis padres,
el parloteo de niños jóvenes,
y el calor de amables extraños.
Adentro, hay puntadas por corazones rotos,
amargas palabras de discusiones acaloradas,
música que me lleva adelante,
y emociones que no puedo transmitir.
Estoy hecho de
todas estas personas y todos esos momentos.
Ese es quien soy.
Ming D. Liu

--

--

Juan Carlo Rodríguez
EÑES

Periodista venezolano. Lucho por encontrar equilibrio en un mundo desequilibrado. / Venezuelan journalist, struggling to find balance in an unbalanced world.