CAPÍTULO 1: REDENCIÓN

Isra Fdez
ÚLTIMOS DÍAS
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4 min readMar 3, 2015

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No teníamos dónde ir. Afuera la tormenta se cerraba hasta empastarlo todo. Las pisadas crepitaban a coro con el castañear de dientes, en un troquel circular. Fue una suerte encontrar aquella habitación, intacta en estructura, parte baja de un bloque de oficinas derruido. El viento se colaba por cualquier resquicio, trayendo aullidos de perros hambrientos. Eslabones de cadenas oxidadas entonaban su letanía quejumbrosa y penetrante, el fin último de su cometido. Rodeados por un blanco y gris perpetuo como manteca de cerdo, en realidad estábamos apenas a tres bocinas del laboratorio. Enclavadas cada cinco kilómetros por toda la superficie que pudieras pisar, a las siete de la mañana se alzaban como columnas de hielo, para recordarnos nuestro pasado y anular sistemáticamente nuestro presente. Antes de la Gran Guerra, las bocinas servían para que familias acomodadas encararan un nuevo día; ahora señalan la culpa y la deuda, agradeciendo existir un día más. Y ahí siguen puntualmente, cada madrugada, ajenas al dolor y al frío. Y seguirán haciéndolo cuando ya no quede nada ni nadie y este planeta sea un completo yermo abrasado.

Llevábamos dos días y dos noches huyendo sin avanzar, arrastrándonos por escoriales pestilentes, formas de geometrías imposibles y afilados mallazos de escombro, antaño la gloria de un imperio. Necesitábamos esa pausa más que comer, más que cualquier otro deseo mundano. Queríamos seguir, pero aquel frío agotador nos entumecía.

— Me pita el oído izquierdo — dijo Ella.

— Muérdete la lengua.

Se levantó de pronto como presa de una urgencia y tropezó con mi termo. Lo arrastró con el empeine interior de su bota y el biberón compuso una elipse perfecta, derramando casi al completo su contenido. Siempre violentada, siempre emocional, Ella no era sino un superviviente equivocado en esta tierra. La tierra que nos meció, nos acunó, aquella de la que los astronautas decían no dejar de mirar, «tienes que ver esto, es electrizante», ahora torturaba el cuerpo y el espíritu de los hombres y mujeres que vagaban sin descanso, unos pocos miles, intentando encontrar la paz o casi siempre algo peor. Escorada, prácticamente en horizontal, advirtió que debía incorporarse por ella misma y evitar que sus compañeros gastasen energías. Yo sentí el arrebato de tirarle lo que tuviera a mano, de abofetearla hasta sangrar, pero se quedó ahí, guardado en mis tripas vacías, donde los músculos de las piernas hacía horas que no mantenían diálogo. Recogió lo restante de aquella solución salina y amagó un gesto de disculpa, acompañado con el ballet de muñeca y codo mientras enroscaba el tapón con fuerza.

Kyrie seguía con ese rumor apagado como el ulular del aire. Horas antes nos había salvado de una emboscada, pero la acción de un disparo activó una mina de proximidad, incrustándole metralla por todo el lomo derecho. Lo envolvimos como pudimos, con el torso como de momia antigua; el chucho no daba muestras de mejoría. Tampoco se desangraba, simplemente moría despacio, conviviendo con su pesadumbre. Nada perdura, tan solo hay que observar este sitio: decoración sobria para mi gusto, claro indicador de que tiempo atrás cualquier cosa mínimamente útil fue arrebatada de su lugar de origen. Ronson hurgaba con las manos sucias por cada rincón. Un tipo esbelto e inquieto como un pino silvestre coronado con nidos de cornejos, inquebrantable por cualquier cosa que sucediese fuera de su cabeza enorme y lanuda. Y no perdió el tiempo: encontró como el que descifra un jeroglífico, debidamente oculto, una botella de RockHill Mountain en las últimas, whisky de 19 años. Era mejor que salir a por leña y morir congelado.

Kyrie no aguantaba más y nos lo hizo saber. Su gemido subió de volumen mientras afuera el eco de ráfagas crecía idénticamente. Sin pestañear, Ronson le descerrajó con su Glock 17 un tiro a quemarropa en el centro cardinal de la cabeza. Sentí el soplido del cañón empujando el pelo hacia los lados, soltarse el percutor lánguido hasta dar con el tope de su anatomía, casi aplastando el muelle con el deseo de evitar hacerlo; pero el arma no estaba en mis manos. En apenas unos segundos, el suelo de grava se empapó de un marrón oscuro casi negro, textura porosa aterronada, como si la habitación también tuviese sed de sangre.

— Uno menos. Descansa, colega — escupió Ronson sin atisbo de empatía.

— Malgasta balas y atraerás a más bestias. ¿Por qué no le has dado una oportunidad? No se la das nunca a nadie, matón de mierda — recriminó Ella.

Ronson ni se inmutó. Bebió un sorbo del amielado whisky y me lo pasó a mí. Ella hizo un aspaviento con los brazos y emitió uno de esos resoplidos que expulsan los labios cuando se juntan para formar una ‘p’ y una ‘f’, con especial énfasis en la efe. Tarde o temprano tendría que pasar.

Como para acallar el descontento, sacó de su mochila el tocadiscos portátil, reliquia de tiempos pretéritos, un trasto de kilo y medio del que no se despegaría aunque le costase la vida. De hecho, decía con frecuencia que aquella tontería lo mantenía vivo. Sacó un vinilo –siempre el mismo– de doce pulgadas, de una lata que, pese a las abolladuras y los arañazos, conservaba intacto el recubrimiento aterciopelado interior. El aparato tenía dos palas: una era del generador neumático de electricidad y la otra accionaba la suspensión de la bandeja. Al instante nos encontrábamos escuchando una pieza de cámara, cuarteto de cuerda, adagio con moto, Schubert en su etapa madura, no especialmente reconocible, siempre brillante en todo caso. Eso decía Ronson, que no me supo concretar el nombre de la obra pero, por un instante, parecía entender el lenguaje de la música como nadie nunca antes. Hizo una reverencia pavoneándose de que si le pillaban con semejante joya, de valor «incalculable», recibiría pasaporte antes que interrogatorio. Los músicos siguieron sonando, ajenos a la verdad que se cernía, durante otros diez o quince minutos. Los tres guardamos silencio, ahora sí, mientras Kyrie se secaba por dentro.

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Isra Fdez
ÚLTIMOS DÍAS

Escribe cosas a todo volumen desde su cuartel general en Toledo. Lleva el fuego.