302. Los aromas en el vino

“Uno escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas” escribía en el prólogo de Formas breves Ricardo Piglia y creo que es exactamente así cuando uno describe un vino pero, en particular, sus aromas: uno no puede sino describir, nombrar, evocar aquello que ha olido de manera diferenciada.

Y si el paladar puede tender al aburrimiento, el olfato se inclina a la diferencia a no ser que lo estimulemos. Llega un momento que incluso las personas que disfrutan usando perfumes se acostumbran tanto a una fragancia que les gusta que la repiten o buscan equivalentes exactos (y, por supuesto, la industria de la perfumería los complace produciendo nuevos clones con cierta frecuencia).

El olfato hay que intentar cultivarlo porque por cada olor que percibimos hay un par que estamos pasando por alto. Hay que evitar concluir que algo “No huele a nada” porque, de repente, allí se encuentran algunos de los matices más sutiles y sorprendentes que se pueden disfrutar (pienso en el té de jazmín que inicialmente “no me olía a nada” y ahora disfruto en algunos de los blancos que más me gustan).

Hay que oler las frutas desde que están verdes, mientras maduran y cuando llegan a rozar la putrefacción. El café en grano, su tostado, cuando se infusiona, su borra. El chocolate oscuro. El tomate crudo, confitado y la salsa de tomate recién cocinada que aparte regala el ejercicio de la interacción con el ajo, el orégano y la albahaca. Y hay que oler, oler y seguir oliendo. Y grabando en la memoria, si es necesario se toman notas. Y “enfrentando” cada vino contra esos recuerdos. Y armando, aunque sea parcialmente, el rompecabezas que es el aroma de un vino.

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Esnobismo gourmet
La vuelta al 2017 en 365 notas sobre vinos

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