Las metamorfosis

Primera parte

Carlos Alberto Fernández Benítez
Suelo en Movimiento
17 min readOct 4, 2020

--

Ilustración original por @Fussy.floro (Instagram)

1

Se declaró una pandemia provocada por un virus que atacaba el sistema respiratorio de los seres humanos y fue necesario encerrarse para evitar el contagio. La vida cambió. No era lo mismo interactuar en el mundo físico que en el virtual. La necesidad de seguir trabajando y de rediseñar el modo de trabajar multiplicó el trabajo: puesto que ya no podíamos seguir haciendo las cosas como antes, hubo que efectuar cambios. Nos reuníamos periódicamente para saber si esos cambios estaban funcionando o si, a su vez, requerían cambios. Muchos trabajos no pudieron continuar debido a la cuarentena, por ejemplo, las ventas callejeras o el canto itinerante en los buses. Si los peatones y los viajeros urbanos disminuyeron, ¿a quién venderle agujas de coser o chocolates? ¿A qué oídos cautivar o conmover? Si las obras se paralizaron para evitar la aglomeración de los trabajadores, ¿cómo podía prosperar el sector de la construcción? Si nadie salía a comer, ¿cómo mantener abiertos los restaurantes? Las noticias y las opiniones encontradas circularon por las redes: unas afirmaban que el virus era real y estaba diezmando a la población del planeta; otras decían que era una invención para producir temor y justificar la vigilancia omnímoda de los estados; otras aseguraban que el virus había sido liberado a propósito por una potencia con el fin de contagiar a la población mundial y luego ofrecer una cura costosa que fortaleciera su economía y aumentara su poder. La amenaza del virus, el temor a que los cambios que adoptábamos fueran insuficientes, la inestabilidad laboral y las noticias contrarias fomentaron el desánimo y la incertidumbre planetarias.

2

Los asuntos de la casa se mezclaban con los de la oficina. El niño decía que quería ir al baño, mientras el padre o la madre hablaban de un proyecto con un colega o de la entrega de un trabajo con un estudiante. Era para enloquecer o reír. Permanecíamos atados a nuestros teléfonos y computadores porque eran el único medio para comunicarnos y porque constantemente llegaban mensajes que citaban a reuniones, asignaban tareas y recordaban entregas pendientes. No podíamos desatender ninguno de esos llamados sin arriesgarnos a parecer lerdos o negligentes. Debíamos permanecer conectados para adaptarnos a las exigencias de la vida en cuarentena. El confinamiento se prolongaba sin límite en el horizonte. Las tareas se multiplicaron y los tiempos para realizarlas se expandieron. Lo que antes se resolvía en una charla en una sala, un corredor o una cafetería ahora se abordaba en solitario y se dilataba en el tiempo. Los sobrentendidos de la comunicación oral dieron paso a las dispendiosas precisiones y revisiones de la escritura.

3

En las conferencias virtuales a veces irrumpían desconocidos con los rostros cubiertos. Decían obscenidades, proferían amenazas y ponían música a todo volumen. Aunque estas irrupciones debían de ser una broma, conseguían alterar el sentido de la realidad de los asistentes. En las noches, cuando intentaba relajarme viendo una película, sospechaba que alguien me acechaba y diría mi nombre a través de la pantalla. Al asomarme a facebook, aparecían posts sobre algo en lo que acababa de pensar. Un domingo en la mañana, me pregunté si debería buscar un gato para que acompañara a Acordeón, mi gato; luego abrí facebook y leí un post en que un desconocido relataba cuán grata había sido su experiencia de tener dos gatos en un apartamento que medía más o menos lo mismo que el mío. Un martes en la tarde, agobiado por un documento que tenía que entregar en la mañana y ni siquiera había comenzado a redactar, me pregunté: ¿debo acostarme a las ocho de la noche y levantarme a las cuatro de la madrugada para que el tiempo me rinda más? Un momento después me asomé a facebook y vi un post que daba consejos para evitar que las obligaciones laborales nos superaran durante la cuarentena, entre ellos, acostarse y levantarse más temprano, siempre y cuando la exigencia de irse pronto a la cama no se convirtiera en una nueva causa de estrés. Me pareció que era demasiada coincidencia. Es probable que nuestras búsquedas en internet arrojen datos que permitan inferir nuestros pensamientos, las compañías debieron de identificar las preocupaciones generalizadas de la población durante la pandemia y sus mensajes nos salen al paso en las redes, pensé, pero me incliné por la teoría de que nos vigilaba un ojo que tenía la capacidad de metérsenos dentro. Ese ojo no parece estar en otra parte que en nosotros mismos, pensé. ¿Cómo iba a imaginarme que había rozado la verdad? Rechacé esa teoría en favor de una más verosímil: lo que pasa es que estoy paranoico.

4

Un mediodía, una burbuja estalló en la mesa de la cocina después de que lavé los platos. El estallido me asustó. Pensé: lo desconocido se está anunciando, la realidad ha comenzado a cambiar y las cosas ya actúan de otra forma. Luego me di cuenta de que era natural que estallaran burbujas en las superficies que enjabonaba sin querer cuando lavaba los platos. Volví a pensar que la incertidumbre de no saber cómo vivir en el mundo digital me estaba desquiciando. Nada que no pueda contrarrestar una buena cerveza, me dije.

5

Quienes no podían sobrevivir en el encierro tuvieron que salir. Los vendedores y artistas ambulantes, que antes buscaban a sus clientes en los buses y montaban sus negocios en las aceras, se internaron en los barrios y promocionaron sus productos y canciones a través de megáfonos o con la sola fuerza de su voz. Padres, madres e hijos recorrían las calles pidiendo alimentos. Les arrojábamos bolsas de arroz y latas de atún desde los balcones y, cuando salíamos a mercar, siempre llevábamos un billete de dos mil en la mano, por si nos los encontrábamos. El virus se ensañó con los más pobres, como se ensañaba con ellos la indignidad del sistema de salud, el hurto de los recursos públicos y la violencia. Hubo más contagiados y muertos entre quienes tuvieron que salir a la calle que entre quienes pudieron trabajar desde la casa.

6

La cuarentena duró un año y medio. La prometida vacuna no llegaba. A veces nos hartábamos y salíamos a la calle, como si el virus fuera a desaparecer solo porque no queríamos seguir encerrados, pero el aumento de los contagios que siguió a estas interrupciones nos obligó a retomar las precauciones. A la entrada de los centros comerciales se montaron protocolos preventivos: los celadores nos tomaban la temperatura y nos obligaban a lavarnos las manos y a restregar los zapatos en unos tapetes empapados de desinfectante. No había negocio grande o pequeño cuya entrada no estuviera franqueada por una barra metálica coronada por una botella que expelía gotas de gel antibacterial mediante una palanca que se accionaba con el pie. Debíamos lavarnos las manos en esos dispositivos antes de entrar a cualquier sitio público. Se temía que estas medidas se refinaran, se volvieran masivas y acabaran coartando nuestras libertades. No llegó a suceder. Los controles se relajaron cuando, después de matar a cientos de miles de personas en todo el mundo, el virus desapareció. Los contagios cayeron de repente. Pasó un mes sin que se reportaran casos nuevos. Ya no había razón para imponer cuarentenas, toques de queda, uso de tapabocas, ley seca, salidas intercaladas a la calle, etc. Los estados dijeron que podrían sobrevenir nuevas pandemias y que era necesario mantener la vigilancia, evitar las aglomeraciones y las protestas en la vía pública, conectar a internet las almohadas donde apoyábamos la cabeza, los grifos de los baños, las tapas de los inodoros, los espejos, las neveras, los utensilios de cocina, etc., para detectar aumentos de temperatura, accesos de tos u otros síntomas sospechosos en los habitantes de las viviendas. En sus presentaciones televisadas, los ministros de salud afirmaban que estas medidas eran necesarias para aislar a los posibles contagiados y proteger a la sociedad de las nuevas enfermedades. Respondimos a sus advertencias — o a sus amenazas veladas — lanzándonos en masa a las calles, como en tiempos de carnaval, bebiendo cerveza en las entradas de los bares, bailando o andando las aceras hasta el amanecer, como si no hubiera mañana. Estábamos eufóricos. Sabíamos que el virus ya no estaba en nuestras manos ni en las suelas de nuestros zapatos ni en nuestra saliva. Presentíamos que no vendrían nuevos virus. Era una corazonada colectiva tan arraigada como respirar. Las autoridades no insistieron en adoptar sus medidas de vigilancia, y esa laxitud debió de parecernos sospechosa, pero tanto los gobernantes como los ciudadanos ya estábamos un poco amodorrados.

7

Tras las festivas aglomeraciones iniciales, volvimos a apeñuscarnos en los buses, a soportar el tedio de los trancones y a sentir el agobio de las multitudes en los centros comerciales. A veces nos daba pereza salir y preferíamos pasar todo el día en la casa. Desaparecieron el ánimo de carnaval y las paranoias. La vieja vida, que algunos predijeron que sería irrecuperable o nos parecería indeseable, había vuelto. Pero la extrañeza persistió bajo otro cariz: todo el mundo se embebía en las pantallas de sus teléfonos y de sus computadores, mucho más que antes del encierro. Caminando por la calle o sentados en un cuarto, observábamos con devoción nuestras pantallas. Entre los aparatos y nosotros surgió un vínculo íntimo, como el que unía a las antiguas madres y a sus hijos cuando los amamantaban. Nadie se atrevía a quebrantar ese lazo. Si necesitábamos decirle algo importante alguien, esperábamos a que hiciera a un lado su aparato para acercárnosle. Observábamos el mismo respeto con los amigos, los compañeros de trabajo y los desconocidos. Muy a nuestro pesar, apartábamos la vista de nuestros teléfonos cuando era inevitable cruzar una calle, subir unas gradas o parar un taxi. Teníamos que trabajar para vivir, pero lo hacíamos sin ganas, añorando el momento de volver a navegar a nuestro antojo por la web.

8

Con el paso de los días, a nuestro apego a las pantallas se le sumó un estado de adormilamiento, el sueño que precedió a la metamorfosis. Ella misma profundizó nuestra devoción por lo que llamábamos el mundo digital y nos sumió en esa modorra. Requería ambas condiciones para realizarse. Habíamos empezado a andar como sonámbulos por las calles. Íbamos adonde debíamos y regresábamos a nuestras casas movidos por la fuerza de la costumbre, porque la de la voluntad consciente empezaba a extinguirse. Vivíamos esos días como una masa que cae enrollándose.

9

Yo dictaba clases en una universidad. Todas las mañanas salía temprano, con mi computador en el morral y el teléfono en el bolsillo, y regresaba al apartamento por las noches. Una mañana desperté con más sueño que de costumbre. Lo atribuí a una gripa en ciernes. Cuando llegué a la universidad, varios profesores me dijeron que también estaban somnolientos. Conjeturamos que se esparcía un nuevo virus que, a diferencia del anterior, no menoscababa el sistema respiratorio, sino la vigilia de sus huéspedes. No nos alarmamos, a pesar de que la somnolencia se propagaba. La metamorfosis parecía neutralizar cualquier reacción defensiva sumiéndonos en el letargo. Comenzamos a sufrir olvidos. Los olvidos fueron cada vez más largos. Sabíamos que seguíamos haciendo nuestras vidas porque nos bajábamos de los buses en las mismas paradas, recorríamos los mismos senderos, nos sentábamos frente a platos de comida al mediodía, cerrábamos las puertas al entrar a nuestras casas, pero no recordábamos los lapsos que transcurrían entre una cosa y otra. Y en cualquiera de esas circunstancias, viajando, trabajando, caminando, comiendo, entrando, etc., estábamos mirando las pantallas de nuestros aparatos.

10

Una noche llegué cansado de la calle y me tiré en la cama. No tuve fuerzas para destenderla y menos para desvestirme. Tenía un sueño denso y pesado. Sabía que no volvería a ver a mis seres queridos (novia, padres, hermanos, tías, sobrinos), que me separaría de Acordeón, mi preciosa criatura rayada de rabo gris y coronilla cenicienta. Se me cerraron los ojos.

11

Desperté a una luz uniforme, intensa y molesta. Me encantaba caminar sobre las sombras de los árboles, pero en donde desperté no había sombras. Debí darme cuenta de que pensar en las calles soleadas en que los árboles proyectan sus sombras significaba algo. Un momento después descubrí que significaba que no volvería a recorrer esas calles, por las que caminaba con enorme placer. Ahora estaba en una piscina blanca. Quise levantarme, pero el deseo fue irrealizable. No tenía piernas ni brazos ni espalda. No tenía cuerpo. Por segunda vez quise moverme. Dirigí mi deseo al área blanca en que estaba inmerso, como solía dirigirlo a un brazo o una pierna. Si la blancura se movía, tendría una buena razón para inferir que mi cuerpo se había convertido en la piscina de luz blanca. Nada se movió.

12

No me pareció que estuviera soñando, que, al otro lado de mis párpados cerrados, me esperara el mundo poblado de árboles y calles sombreadas. Me daba cuenta de que mi pensamiento era ordenado. Hacía inferencias, planteaba hipótesis e ideaba experimentos. Pensaba racionalmente y era consciente de que me había transformado: ¿qué violencia me ha despojado de brazos, piernas, espalda y cabeza y me ha dado una nueva forma, que todavía desconozco? Tampoco podía respirar porque carecía de nariz y pulmones que absorbieran el aire. Me aterré. Luego maldije a la fuerza que me había despojado de mi cuerpo. La llamé fuerza, aunque ignoraba qué era.

13

Hice un nuevo esfuerzo para levantarme de una vez por todas, desembarazarme de esa blancura y echar a andar. Tal fue la intensidad de mi deseo que me moví. Aquello en que me había convertido se movió. Me sentí una p. La letra p. Repetí el esfuerzo y fui una r, que se articuló a la p. Luego fui una t. Repetí la acción varias veces hasta formar algo que parecía una palabra: prtuyion. Reí. En medio de la perplejidad, reí. No tenía cuerpo, no podía aspirar el aire, la cama en que me había acostado la noche anterior había desaparecido, no existían las paredes del cuarto ni el cuarto, pero era capaz de moverme y tenía ganas de reír.

14

El balance de mi situación me dio ánimos para intentar un movimiento más complejo y sostenido que cada uno de los que originaron la palabra prtuyion. Deseé regresar sobre mis pasos. Mi deseo fue rotundo, como cuando decía tengo sed y levantaba un brazo para coger un vaso. Me admiró la rapidez con que el movimiento siguió al deseo: volví atrás y, en tanto volvía, borraba cada una de las letras que había escrito, hasta que prutiyon desapareció. Había vuelto al punto de partida, al lugar en que desperté.

15

Tras mis primeras experiencias en este mundo blanco, me había sosegado. Pude darme cuenta de que yo era una raya intermitente. En el acto de darme cuenta, me desplacé por el espacio blanco escribiendo: ¡soy una raya negra intermitente!

Conjeturé que esa intermitencia significaba que yo era todas las palabras en potencia y eso escribí mientras lo conjeturaba: soy todas las palabras en potencia.

Me espantó no poder pensar sin escribir lo que pensaba y…. ¡eso mismo escribí!

Pero (esto también lo escribí): ¿hacía un momento, al despertar, me pregunté si yo era esta blancura sobre la que me desplazo, y nada se escribió. Luego descarté que este fuera un sueño, sentí terror y después ira, y no se escribió ni una letra. ¿Por qué antes no y ahora sí?

Di con la respuesta enseguida: esos fueron mis últimos pensamientos sin palabras, lo que quedaba en mí del pasado. Una vez que aprendí a moverme en este mundo, perdí la capacidad de pensar en silencio. De ahora en adelante, todo lo que idee lo escribiré, porque así es facebook.

Habiendo escrito eso, me sentí disperso y errático. Volví sobre mis pasos y borré cuanto había redactado.

16

Una vez que retorné al punto de partida, leí una pregunta escrita con letras tenues que se extendía a mi lado: ¿Qué estás pensando, Carlos? Respondí escribiendo, como si toda la vida no hubiera hecho otra cosa que convertirme en textos para satisfacer esa pregunta: me he convertido en mi muro de facebook.

17

Enseguida aparecieron respuestas debajo de mí: Yo también. Igual. X3. X4. ¡¡¡Sííí!!! ¿Esto es un sueño?

18

La metamorfosis era colectiva. Y sería irreversible. Durante la cuarentena, las personas que casi no conocían el mundo digital aprendieron a manejar los computadores. Los ancianos, que hundían varias letras a la vez en los teclados y veían surgir imágenes inesperadas en las pantallas, vencieron su negativa y su impotencia. Y una vez que el funcionamiento de los aparatos perdió su misterio, desearon estar siempre conectados. En los ancianos también avanzó la dulce somnolencia que propició nuestra desaparición como criaturas de dos piernas y nos condujo a nuestra nueva forma.

19

No todas las reacciones a mi transformación en muro fueron textos. Debajo de mí aparecieron rostros desolados y símbolos de deseos de huir. El repertorio de reacciones del viejo facebook, compuesto de corazones, pulgares aprobatorios, abrazos apretados y caras que se asombran, se enfurecen o ríen, se había ampliado. También aparecieron gestos de espanto y repugnancia.

20

Un dedo titilante sobresalió entre las demás reacciones. Me instaba a desentenderme de facebook para ver lo que sucedía en el mundo exterior. Le hice caso y comprendí la razón de su apremiante titilar. Al otro lado de la pantalla estaba yo, observándome…

21

El hombre que fui estaba observando el que había sido su muro de facebook. Me miraba con mi antigua cara, aunque carecía de expresión y los ojos apenas parpadeaban. A su lado estaba Acordeón, mi… su gato… el gato de nadie. Estaba desconcertado por el automatismo del hombre que antes recorría el apartamento buscándolo, diciéndole cariñitos y recogiendo el desorden, y ahora no hacía nada, excepto respirar y permanecer delante de la pantalla. Al fondo estaba mi cama, todavía tendida, aunque con el cubrelecho revuelto. Yo… él tenía la misma ropa con que cayó rendido de sueño sobre ese cubrelecho el día anterior al llegar de la universidad. Quise regresar al apartamento, volver a ser ese hombre, acariciar de nuevo a Acordeón. Mis intentos de salir fueron infructuosos. Debí resignarme a contemplar mi viejo mundo a través de la pantalla.

22

Nos habíamos quedado fuera, con la mirada vacía, sin habla, sin intención y sin hábitos. No vi a ese hombre hacer ni una sola cosa de las que yo hacía cuando vivía en ese apartamento. En las noches, mi vestigio deambulaba por los dos cuartos y la sala. Durante el día, reposaba frente a la pantalla del computador o en una silla que le daba la espalda a una ventana. De vez en cuando se levantaba y mordía las hojas de la palma del balcón o engullía algo que se deslizaba por las paredes. Supongo que se estaba alimentando. Los mensajes que me llegaban de otros muros me revelaban que quienes ya nos habíamos transformado experimentábamos lo mismo. Nuestros antiguos cuerpos, que vivían al otro lado de las pantallas, absorbían nuestra atención. Mientras los observábamos, escribíamos y leíamos que nuestros antiguos cuerpos habían absorbido nuestra atención. Permanecí semanas contemplándolo.

23

A través de la ventana a la que mi vestigio le daba la espalda, seguí el avance y el descenso de la luz solar, el auge y el declive de la luna. Mientras la luz fluctúa en el mundo exterior, en facebook siempre es blanca y azul y su intensidad no varía. Asomado a la pantalla del computador, fui testigo de la decadencia del apartamento, que antes de pasar a este lado, limpiaba concienzudamente todos los domingos y ahora era el reino de las pelusas. Rodaban por las habitaciones, adoptaban formas horrorosas y moraban en los rincones hasta que se las llevaban el viento y los aguaceros que entraban por el balcón, que dejé abierto la última noche que viví al otro lado. Luego volvían a formarse y a colonizar el apartamento. A mi vestigio le crecieron el pelo y la barba. Adelgazó y se volvió lacio y lento. Me aterró la progresiva deformación de mí mismo. Yo había caminado rápido por las aceras y fui una persona enérgica y alerta. La ausencia de voluntad y la inacción de mi cuerpo me permitieron comprender que mis costumbres y mi modo de vivir habían desaparecido. Observándolo, entendí que en él no pervivía quien fui y comencé a extrañar menos ese mundo.

24

Conforme decrecía nuestro interés en los viejos cuerpos, se multiplicaban unas conversaciones emotivas en las que participábamos quienes ya éramos muros y quienes vivían al otro lado y aún no experimentaban la somnolencia previa a la metamorfosis. Habitaban edificios, barrios, ciudades y poblados en los que cada día erraban más vestigios de quienes ya se habían convertido en muros. Algunas personas se dedicaron a no hacer nada, algunas saquearon las casas deshabitadas, algunas abusaron de los cuerpos sin voluntad de los vestigios, algunas sufrieron crisis nerviosas y otras se empeñaron en seguir con sus vidas para ocuparse en algo y no pensar en la inminente metamorfosis. Las instituciones, los comercios, los canales de televisión, el transporte, la policía, los carteles, etc., siguieron funcionando, manejados por quienes se aferraban a sus costumbres para soportar la espera. Las urbes se convirtieron en grandes mecanismos activos y muertos a la vez, movidos por la inercia. Conscientes de que en un momento próximo pero indeterminado se transformarían en muros, las personas escribían en nosotros preguntas como: ¿da miedo? ¿Todos tus parientes están contigo o algunos no están ni allá ni acá? ¿Cómo es vivir allá? Se asombraban cuando les decíamos que nunca sentíamos hambre ni ganas de ir al baño, que no percibíamos los sonidos ni los olores del mundo que acabábamos de dejar, que estábamos empezando a olvidar la sensación de tener un cuerpo humano, que nunca dormíamos y que todavía no sabíamos si podíamos soñar despiertos, aunque lo creíamos probable porque éramos ricos en emociones y muy imaginativos, como corresponde a seres que son todos los textos en potencia. Nos preguntaban si teníamos más emociones que antes, y no sabíamos qué contestarles. Nos peguntaron si sentíamos atracción sexual y escribimos que sí, aunque carecíamos de órganos sexuales.

25

Mi interrogadora, que aún tardaría algunas semanas en pasar a este lado, me preguntó si me atraía como antes, cuando yo también era persona, y le dije que no lo sabía a ciencia cierta, pero que algunas de las cosas que escribía provocaban en mí un torrente de palabras, me excitaban en grado superlativo. Le dije que la palabra femenino seguía embrujándome y que ahora yo era más sensible que antes a sus textos. Le pedí que dejara de escribirme desde su casa y su computador y que me… nos visitara en persona. Añadí que quizá querría pensarlo porque en el apartamento estábamos mi cuerpo y yo, y era posible que su presencia y nuestra duplicidad la perturbaran. Por toda respuesta, me enseñó las llaves de mi casa.

— Cuando vengas, ten cuidado en la calle.

— No te preocupes — dijo — , la ciudad está apenas un poco peor que siempre.

26

Dejó la puerta abierta al entrar. Guiado por algún instinto, mi vestigio pasó a su lado sin mirarla y luego desapareció escaleras abajo. Presencié su partida porque ella tuvo la gentileza de levantar el computador y dirigir la pantalla hacia él mientras se marchaba. Se extraviaría en el mundo, lejos él de mí, lejos yo de él.

27

Bajo la luna del balcón, ella escribió en mí:

— ¿Duele saber que ya no tienes brazos?

Estaba asustada. No terminaba de reponerse de la impresión que le produjo mi cuerpo vacío, no terminaba de acostumbrarse a que yo estaba a su lado y, al mismo tiempo, me internaba en calles por las que erraban otros como él. Esto es… pensé… quiero decir, escribí…

— Esto es brutal.

En facebook no existe una esfera interior y una pública, un pensamiento intangible y unas palabras que pretenden traducirlo. Aquí todo es manifiesto. En cambio, ella no me decía explícitamente que ya había comenzado a extrañar el mundo del que todavía no se había ido, por lo que leí su añoranza en sus ojos, su frente y sus pómulos, que seguían pareciéndome bellos.

— Al verme sin cuerpo, me sentí enajenado e iracundo — le dije — . Después descubrí este mundo y comencé a olvidarme de todo eso.

— ¿Y ya te olvidaste? — escribió.

— Estoy tan perplejo como tú.

Miró a la izquierda. Había girado la cabeza de pronto. Sonrió. Era una sonrisa como las de antes, cuando no pasaba nada. Su rostro se había enternecido. Parecía que iba a llorar de la risa. Extendió los brazos y Acordeón apareció de súbito. Venía de algún refugio al que se había retirado cuando se hartó de esperar a que surgieran signos de conciencia en mi vestigio. Extendió su cabeza gris hacia la pantalla, husmeando, buscándome, como había hecho muchas veces cuando mi vestigio y yo convivíamos en el apartamento.

Acariciando a Acordeón, me preguntó:

— ¿Me puedo quedar en tu casa esta noche?

Acordeón se había acomodado en sus brazos sin apartar los ojos de la pantalla.

— Quédate todas las noches hasta que pases a este lado.

Las metamorfosis continúa las próximas semanas en Suelo en Movimiento.

Segunda parte: Click aquí.

Tercera parte: Click aquí.

Cuarta parte: Click Aquí.

Escribe Carlos Alberto Fernández Benítez: autor de cuentos, profesor de literatura fantástica y sonora y de comunicación oral y escrita en la Universidad Icesi. Realizador radial. Estudió Comunicación social y Filosofía. Perteneció a la compañía Teatro de los sentidos.

Ilustra juan sebastian florian: estudiante de Diseño de la comunicación visual en la Universidad Javeriana Cali e ilustrador de cuentos.

Suelo en Movimiento está en Instagram: @sueloenmovimiento y en Twitter: @suelomovimiento

--

--