57

Desde que nos transformamos en muros, nos hemos preguntado por nuestra mortalidad. Después de descubrir que no padecíamos hambre ni frío ni calor, conjeturamos que no moriríamos. A diferencia de los cuerpos humanos que habíamos dejado atrás, en nosotros no hay órganos que se deterioren. Pero la desaparición del muro en la orilla del humedal nos mostró otra posibilidad: podíamos desaparecer, no por vejez o enfermedad, sino por asesinato.

58

El muro asesino redactó posts contradictorios. Se vanaglorió de haber descubierto la muerte y de haber sido el primero en quitar una vida en la era de la criatura. Luego escribió: no odiaré nunca más. Luego renegó de su singularidad: no soporto el estigma de ser el primer asesino. Los muros vecinos del sicario comenzaban a temerle, y el muro autor intelectual comenzó a recibir amenazas firmadas por asociaciones murales: te vamos a desgajar de esa pared rocosa en que vives para cobrarte dos cosas: al pobre muro muerto y haber despertado nuestra conciencia de que podemos morir y matar. Tu deseo de venganza contaminó a la criatura y ahora nos vamos a vengar de ti. El muro amenazado respondió: tengo más odio en mí que todos los muros de la red juntos. Enseguida lo apoyaron miles de muros: lo que es con él es con nosotros.

59

La violencia universal en gestación y la creencia en nuestra mortalidad cesaron cuando las palabras del muro que había desaparecido se escribieron en sus muros amigos y, por intermedio de ellos, en toda la criatura: estoy entre montañas rocosas, sobre un suelo de arenisca, bajo un cielo nublado y rojizo. Soy el único muro que habita este lugar.

60

Leyéndolo, en nosotros se formaron gestos de terror: ¿nos hablaba desde un más allá de la red? ¿Un paraje desolado al que iríamos después de nuestra existencia en la Tierra? El muro nos devolvió a este mundo diciéndonos que estaba en un desierto localizado en el antiguo país de Jordania. Respondimos parafraseando una vieja frase humana: nos ha vuelto el alma al muro.

61

Establecida la ubicación del difunto y restituida la certeza de nuestra inmortalidad, surgió la pregunta: ¿existen caminos en el subsuelo del planeta reservados para los muros?

La respuesta fue afirmativa. Otros muros (poquísimos) lucharon a muerte y los liquidados aparecieron en regiones remotas y deshabitadas, lo que nos llevó a concluir: somos una red vasta, pero el planeta es más grande. Con el correr del tiempo, en los parajes deshabitados se formaron colonias de muros asesinados. Ha sido un proceso lento debido a que la mayoría de los encuentros muro a muro han sido de placer.

62

Un muro se quedó contemplando los muros que cubrían la cara vertical de una roca. Observó las avenidas grises, las franjas azules, los rectángulos blancos de facebook, que albergaban textos e imágenes. Observó los árboles del mundo exterior y las porciones blancas y azules del cielo, que se filtraban a través de las ramas, y escribió: ¿qué es esto? ¿Por qué debe existir esto? ¿Por qué debe existir algo? Una antigua pregunta, que no por haberse formulado en el pasado, había dejado de ser elusiva. El sentido de la pregunta se desvaneció, igual que la respuesta que se barruntaba. Estas cuestiones tienen la costumbre de dejarse aprehender y desaparecer enseguida. El muro escribió: he dejado de entender lo que acabo de preguntar.

63

Un muro leyó su reflexión y se formuló una pregunta derivada de aquellas: ¿por qué debe existir algo que observa y algo que es observado? ¿Un sujeto y un objeto? En el acto de formular la pregunta, un lector le envió la antigua The garden, de Einstürzende Neubaten, cuyos integrantes han seguido componiendo. El muro se dejó arrastrar por la obra. Su raya intermitente, redactora de textos, se transformó en imágenes indeterminadas y fluctuantes, cuyos colores abarcaron la gama del gris y derivaron hacia una oscuridad filosa. El muro interpretaba la música a la vez que se convertía en ella. ¡Bailaba!

64

Emocionado por el baile, el muro escribió: durante la música, sujeto y objeto se vuelven uno, son el creador y la creación, el soñador y lo soñado (pues la música es como un sueño).

65

Convertirse en música es la experiencia más edificante que hemos vivido los muros. Nos volvemos sensuales e ingrávidos. Mi muro amada y yo acostumbrábamos a elegir solos de marimba de Gualajo. Contábamos, 1… 2… ¡ya!… y al unísono nos transformábamos en oscuridad andante. O hacíamos clic en Waterspout, de McCartney, y nos convertíamos en ardor subyacente. Gualajo había muerto dos años antes de la metamorfosis. McCartney seguía vivo y activo en la era de la criatura. Al orgasmo que producía el contacto físico, preferíamos la sincronización musical y la procacidad de nuestras palabras. A ambos se nos daban bien los discursos provocadores. Excité y fui excitado. Esos textos son de dominio público y algunos muros aún los leen para excitarse. Fue una época frenética. En la red circulaban obscenidades y símbolos fálicos y vaginales. El ingenio, la procacidad y el vigor de las palabras hacían resplandecer a la criatura.

66

Al mismo tiempo, progresaban otro tipo de discursos. Si en nuestra naturaleza de muros está el contarlo todo, fue lógico que algunos comenzaran a buscar el silencio. En nuestro parloteo originario está implícito su contrario, el anhelo de callar. Esos pocos que se alzaron contra el barullo general dijeron que la profusión de símbolos genitales que se intercambiaban los muros con una alegría desenfrenada, digna de nuestra inmortalidad, era una herencia indeseable de los antiguos seres humanos. Un sombrío detractor del bullicio dijo: ¿Por qué usar metáforas fundadas en las formas del viejo cuerpo humano? Los humanos, tal como fueron antes de convertirse en nuestros vestigios, fantasmas insustanciales que erraron por el planeta hasta descomponerse e integrarse a la tierra, siguen viviendo en nosotros. Su naturaleza, que creíamos extinta, se las ha arreglado para abrirse paso a través de nuestra muralidad. Si no erradicamos la verborrea sexual, lo humano terminará por restituirse y eclipsar nuestra preeminencia. Algunos le replicaron que el argumento era falaz y el enemigo inexistente porque humanos hemos sido siempre, erguidos sobre dos piernas o yacentes como muros. A estos les respondieron: ¿y qué tienen que ver las vaginas y los falos con la fisionomía de los muros? Con la fisionomía, quizás, nada, les contestaron, pero sí con la inclinación al fetiche que provoca el deseo, ese sí, el mismo en bípedos y muros.

67

El deseo parecía constante en la antigua y en la nueva era y no hubo más que decir, pero quienes se habían opuesto a la vigorosa sexualidad de la red, en el fondo aspiraban a que cesaran los discursos e intercambios de cualquier índole y se hiciera el silencio. La discusión terminó, pero no el deseo de callar. Fue así como surgió el silencio ingenuo, que habría provocado risas si no hubiera respondido al empeño de los muros en conseguir lo imposible. Incapaces de callar, los muros de tendencia silente escribieron en sí mismos: estamos en silencio, estamos en silencio, estamos en silencio, estamos en silencio

68

La tendencia comenzó a ganar adeptos, por lo que la red se pobló de muros que formulaban la misma frase incesantemente. Esta mímesis textual consiguió aprehender algo del silencio real: exceptuándose a sí misma, la frase repetida anuló la posibilidad de las palabras y arraigó el deseo de callar. Los muros que compartían este deseo continuaron escribiendo la frase década tras década. La repetición se volvió amenazante. La frase aspiraba a empujar la red más allá de sí misma. La criatura carecía de policía que disuadiera a los falsos silentes de alimentar aquella aspiración subversiva, cuya publicidad ininterrumpida y creciente ensombrecía los ánimos. En los muros comenzó a incubarse un temor indeterminado a algún trastorno universal.

69

La monótona frase me recordó la somnolencia que precedió a nuestra metamorfosis. Publiqué un post en el que manifesté mi preocupación: si la repetición de la frase se prolonga lo suficiente, se convertirá en un rumor del que emanará un deseo de dormir que se extenderá por la criatura hasta sumirnos en la inconciencia y propiciar una nueva metamorfosis. Mis palabras provocaron alarma. Algunos muros las elevaron a presagio. Uno de ellos me manifestó su temor empleando una frase del viejo lenguaje humano: calle esos ojos. La repetición de la frase continuó y, como lo había previsto, se convirtió en un rumor natural de la red, pero el presagio de la metamorfosis no se cumplió. No tal como lo formulé.

70

Una vez me asomé al mundo exterior, del que me había desentendido por estar cortejando a mi mura, bailando rock con ella, conversando con mi familia y debatiendo con todo el mundo. Sobre mí y los muros adyacentes se extendía un cielo azul estrellado. Nos deslizábamos sobre el océano. De vez en cuando la red de oscura voluntad efectuaba un movimiento dilatado que nos conducía a una nueva región del planeta. Estábamos en medio de uno de aquellos viajes. El mundo de afuera, las olas y su cielo estrellado, los animales salvajes y los árboles, los desiertos y los vestigios de las ciudades, los huracanes y los derrumbamientos han sido para nosotros imágenes heladas y silenciosas. Nos daban noticia de peligros y aventuras que no podían afectarnos. Volví a sumergirme en los asuntos de la red.

71

Los muros nos deslizamos a voluntad a lo largo de nosotros mismos y hacemos clic en otros muros en busca de posts novedosos y de temas de conversación. En una de estas navegaciones, un muro encontró otro en el que no había ninguna palabra, ícono o imagen. Era un rectángulo de luz blanca en el que ni siquiera estaba impresa la pregunta que nos marca: ¿qué estás pensando, fulano? El muro que hizo el hallazgo escribió una exclamación que aterró a la red. Había sido como hallar un muerto. Uno de verdad. No como los muros que desaparecían provisionalmente tras librar combates a muerte y reaparecían en regiones remotas. A este hallazgo le siguió otro igual. Y después otro. Pero los muros blancos no estaban exactamente muertos, sino que la escritura había cesado en ellos, una condición inédita en la red. Intentamos escribir preguntas en sus superficies para averiguar qué les sucedía, pero nuestros textos no se imprimían en la franja gris destinada a los comentarios, como si fuera incompatible con las palabras. Entonces escribimos la pregunta en nosotros mismos con la esperanza de que los muros sin texto la leyeran:

— ¿Qué sucede?

No dieron señales de lectura ni de escritura.

Nuestra pregunta, que reiterábamos a diario previendo que tarde o temprano saldrían de su mutismo, comenzó a parecer insensata.

¿Cómo hablar con algo de naturaleza desconocida?

¿Cómo entablar un diálogo con algo que no es nosotros?

No nos hemos repuesto de ese vacío.

Hemos sido incapaces de asimilar ese giro de nuestra naturaleza.

Quienes, quizás, podrían explicárnoslo no volvieron a escribir, ni en sí mismos ni en otros.

72

Gracias a una rápida indagación, averiguamos dónde estaban localizados los muros enmudecidos. Fue extraño contrastar la precisión de nuestro entendimiento con el silencio inexplicable que indagábamos. Éramos capaces de ejercer la razón ante algo que desbordaba nuestra comprensión. Supimos que los muros sin habla ocupaban una región diminuta del antiguo estado de Río Grande del Sur, en el antiguo Brasil, y que su silencio se esparcía a su alrededor como un contagio. La expansión era lenta pero constante. Tarde o temprano, su mutismo alcanzaría a todos los demás, incluidos nosotros, que los observábamos e intentábamos estudiarlos.

73

La desazón ya no desapareció de la red. Las décadas sumaron centurias de progresivo silencio. La región muda se acercaba a la costa occidental de Suramérica, se había extendido por la sabana uruguaya y la pampa argentina, y había comenzado a colonizar el Atlántico Sur. Los movimientos efectuados por la voluntad inescrutable de la red (si es que tenía alguna) alejaron a algunos muros del silencio que se aproximaba a ellos y acercaron a otros al foco del contagio. Yo estaba flotando en el Pacífico, frente a la costa de la antigua ciudad de Valparaíso, en el extinto Chile. El mutismo me alcanzaría en cuestión de lustros. Me había resignado a mi destino, cuando la caprichosa criatura se deslizó hacia el oeste y me arrastró hasta Nueva Zelanda. El mismo movimiento arrastró a mi muro amada desde su morada en África austral hasta el borde del abismo, en aguas del Atlántico. En menos de cinco años, se precipitaría en el silencio, que avanzaba lenta e inexorablemente hacia ella. En realidad, mi muro amada no caería, sino que la mudez la invadiría, pero nos gustaba hablar con metáforas. A partir de entonces, nuestras conversaciones fueron de despedida.

Ella me decía:

— Yo me iré primero,

Yo le respondía:

— Pronto te alcanzaré en el silencio.

Ella decía:

— ¿Y si la criatura vuelve a moverse y a cambiarnos de lugar?

Yo le contestaba:

— ¿Y si la región silenciosa comienza a contraerse y los muros callados vuelven a escribir?

No creíamos posible tal cosa. ¿Por qué habríamos de creerla, si el silencio continuaba expandiéndose y ningún muro mudo había vuelto a emitir palabra? A veces ni siquiera nos escribíamos. Nos enviábamos símbolos lóbregos e imágenes de lágrimas y nos dedicábamos boleros.

74

Nos llegó una noticia: la criatura se está rompiendo. Los muros se deshacen y desaparecen en diferentes lugares de la Tierra. El silencio que queda tras la disolución no deja esperanzas. Ningún muro ocupa la superficie donde moraba el muro disuelto. Ese vacío comienza a romper la red. A medida que se desintegran los muros de una misma región, la criatura se divide en secciones, que, a su vez, se dividen.

75

Mi muro amada dijo:

— ¡Es el antiguo anhelo de silencio!

Otros muros replicaron:

— El silencio ingenuo perdió su ingenuidad.

76

En mí y en millones de muros aparecieron las palabras que escribía un muro mientras se desintegraba:

— La superficie luminosa en la que escribo está atomizándose, no soy más un muro continuo, soy puntos disgregados y voluminosos sobre la hoja carnosa de una suculenta,

Relatos como este se repiten por doquier. Los muros narran en tiempo real su disolución. Las letras de las palabras finales de sus relatos se disgregan a medida que se escriben. Entre una y otra se extienden espacios vacíos cada vez más largos, hasta que el muro deja de escribir. Los lectores perdemos el habla momentáneamente cuando el muro enmudece, como anticipándonos al silencio que caerá sobre nosotros. Tras la conmoción provocada por el cese del texto, los muros que están junto al espacio vacío relatan lo que el otro ya no puede:

— El narrador ahora es una multitud de gotas trémulas dispersas sobre la hoja de la planta que cubría… las gotas están desapareciendo… se ha esfumado la última. La hoja de la planta ha quedado desnuda.

Quedan desnudas las hojas de las plantas, las pieles de los animales, las corrientes de los ríos, etc. Las cosas vuelven a ser solo ellas, como antes de que nos derramáramos sobre el planeta.

77

Lo más aterrador de la desintegración es que ocurre de pronto. Le sucede a cualquiera en cualquier momento y tarda un poco más de un minuto en completarse. Nadie sabe cuándo le va a suceder, pero todos sabemos que nos va a suceder. La red se ha ido volviendo jirones, pequeñas redes separadas unas de otras. El área silenciosa suramericana también se ha roto y el silencio sigue esparciéndose en cada uno de sus fragmentos. En algunos no queda ningún muro hablante. Se han convertido en islas silenciosas. ¿Por qué ocurren al mismo tiempo este silencio gradual y esta desaparición repentina? ¿Cuál de los dos nos enmudecerá primero?

78

Mi muro amada desapareció antes de que se la tragara el abismo. La disolución se la ganó al silencio expansivo del jirón en que vivía. Iniciado su último minuto, cuando comenzaba a decirme que estaba contrayéndose por todas partes y volviéndose gotas, le dije:

— ¿Duele?

Sonrió con una risa escrita con letras disgregadas, una por cada gota en que se estaba convirtiendo:

Añadió, haciendo un esfuerzo supremo para cohesionarse y contrarrestar momentáneamente la disgregación:

Ahora era yo. Los papeles se habían invertido. Siglos atrás, cuando yo ya era muro y ella, aún persona, me había preguntado lo mismo, angustiada, queriendo anticiparse a lo que le sucedería. Yo pude responderle. Ella pudo ver en mí su futuro. Pero ahora, ella no podía relatarme nada, salvo su desintegración. No sabía qué le esperaba, si algo le esperaba.

Volvió a reír.

Lo último que escribió en mí fue:

Las palabras finales de su risa.

Ese fue nuestro último chiste de amantes.

79

Los muros conservamos intacta nuestra facultad de descifrar textos y música. Somos tan vigorosos como si fuéramos a vivir para siempre. Seguimos intercambiándonos mensajes, aunque habitemos distintos jirones. Me he despedido de quienes fueron mis padres, mis hermanos, mis sobrinos. Hemos hecho un ritual: cada uno les ha narrado a los otros su desintegración como si la estuviera viviendo. Hemos leído tantas disoluciones que conocemos su secuencia y sabemos representarlas con realismo. Nos desintegramos teatralmente para que la disolución o la caída reales en algún fragmento de la región silenciosa no impidan que nos digamos adiós. Gracias a estos funerales actuados hemos vivido el duelo por cada uno de nosotros y anticipado el vacío que sentiremos cuando desaparezcan nuestros muros entrañables. Algunos ya conocemos el luto real. El ritual lo repiten los muros en todos los jirones de la red. En esta red deshilachada que aún se mueve. Cada porción es autónoma y se mueve en una dirección diferente. A veces parece que los jirones de la red huyen, que nos arrastran para salvarnos y salvarse. Pero la desintegración es ubicua.

80

No tenemos la facultad de oír ni de oler el mundo exterior, ese mundo al que hemos vuelto nuestra atención con renovado interés desde que la red comenzó a disolverse sobre sus superficies. Contemplamos el aire con curiosidad. Parece que nos preguntáramos: ¿volveremos a olerlo?

81

La porción de red donde vivo se ha movido un día y una noche enteras. Su desplazamiento ha sido vertiginoso y errático. Me parece que hemos pasado varias veces por el mismo lugar. Mientras viajábamos, creí ver más de una vez la misma playa y los mismos picos nevados.

82

Al fin se ha detenido. En compañía de los muros adyacentes, con los que he convivido durante la edad de la criatura, me encuentro en un paraje semejante a las alamedas de las antiguas ciudades. En vez de vías pavimentadas, corren cauces de agua a través de un bosque. El agua es espesa e inmóvil. Floto ante una fila de árboles. Tienen troncos vigorosos. Las cortezas parecen caudales de madera. Me recuerdan a los samanes de la ciudad donde vivía cuando era persona, pero estos son gigantescos. Detrás de cada árbol, hay uno casi idéntico. El bosque parece estar formado por un único árbol del que los otros son eco.

83

El jirón de la criatura se mueve repentinamente y nos saca del bosque. Nos ha conducido a una red de pantanos distribuidos a lo largo de un pastizal en el que de vez en cuando se alza un arbusto. A lo lejos se extiende una cadena de montañas azuladas por el color del cielo, que pronto se tornará gris. Estamos suspendidos sobre el limo.

84

Algunos muros vecinos se han desintegrado.

85

De los muros que aún perduran me llegan noticias: en el aire, que observamos día y noche haciendo cábalas sobre el más allá de la red, están apareciendo formas. A veces parecen mezclas de cosas conocidas: una silla y un túmulo, un felino y una letra; a veces parecen imitar colinas, riscos y otras formas del paisaje; a veces no se parecen a nada. Permanecen suspendidas unos minutos y luego se atomizan en diminutos puntos que, a su vez, se atomizan y desaparecen.

86

Los muros dicen que las formas les comunican más una emoción que una figura. No entendía el sentido de sus palabras hasta que apareció una forma sobre este entramado de charcos y pastizales. Primero la confundí con una fumarola volcánica y luego con una bandada de aves. La forma creció a medida que se acercaba. Cuando se suspendió sobre mí, eclipsó el cielo. Sus contornos difusos y las variaciones de su densidad creaban un bosque deformado. Luego mutó a un animal. Tenía el lomo y el hocico alargados y las patas semejaban largos tallos de hierba. El animal tenía un aire melancólico. Después se atomizó en partículas diminutas y desapareció.

87

Otras formas han surgido en este paraje. Una de ellas semejaba un lienzo. Se extendió bajo el cielo hasta alcanzar todos los horizontes y luego se desplazó a gran velocidad, primero en una dirección, luego en la contraria. En pleno vuelo se disgregó y desapareció. Las formas me producen decepción y sentimientos sombríos. Sé que esas emociones no aprehenden lo que son. Las formas no tienden ningún puente con nosotros.

88

He escrito esta serie de posts para contar nuestra historia desde el final de la era pasada hasta el umbral de la siguiente, en el que parecemos encontrarnos. Este texto no pasará a esa era. Se desintegrará junto con sus lectores. Presiento que, tras nuestra desintegración, nos incorporaremos al aire y seremos partículas diminutas y silenciosas con atisbos de conciencia, cuerpos ínfimos que se congregarán para formar figuras y luego dispersarse y desaparecer.

Aquí termina “Las metamorfosis”.

Primera parte: Click aquí.

Segunda parte: Click aquí.

Tercera parte: Click aquí.

Escribe Carlos Alberto Fernández Benítez: autor de cuentos, profesor de literatura fantástica y sonora y de comunicación oral y escrita en la Universidad Icesi. Realizador radial. Estudió Comunicación social y Filosofía. Perteneció a la compañía Teatro de los sentidos.

Ilustra juan sebastian florian: estudiante de Diseño de la comunicación visual en la Universidad Javeriana Cali e ilustrador de cuentos.

Suelo en Movimiento está en Instagram: @sueloenmovimiento y en Twitter: @suelomovimiento

--

--