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Algunos muros intentaron mover a la criatura para dominarla y hacerse con el poder. No consiguieron nada, salvo frustrarse. Se imaginaron que, excavando en la red, descubrirían mecanismos motores, algo como músculos, huesos y articulaciones, y descifrarían su funcionamiento, pero su proyecto se quedó en palabras, porque, excepto en circunstancias efímeras que aún desconocíamos, los muros carecemos de miembros con los que hacer incisiones y túneles. Descartada la exploración quirúrgica, se dedicaron a especular, confiados en que la imaginación y el raciocinio les revelarían cómo se mueve la red. Sus especulaciones los condujeron a la magia. Crearon combinaciones de palabras y afirmaron que, si esas fórmulas se escribían a determinadas horas del día, bajo una cierta luz solar o lunar, moverían a la criatura. Anunciaron la hora en que realizarían su primer experimento. Los muros asistimos puntuales a su relato del conjuro. Escribieron las combinaciones de palabras. La criatura no se movió. Lo volvieron a intentar a otra hora y bajo otra luz. La criatura no reaccionó.

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Ni siquiera sabemos si era una criatura, aunque supimos que éramos sus fracciones y que todos nos movíamos al unísono cuando se desplazaba. No nos sentimos cómodos llamándola ella ni llamando yo a cada uno de nosotros. Lo que más nos satisfizo fue llamarla yo, pero solo en discursos formales, es decir, casi nunca. En las demás ocasiones, la llamamos la criatura o la red. No hemos desentrañado si tiene una voluntad o es un ser espasmódico. No sabemos con certeza si ha sido indiferente a la voluntad de los muros. Pero si tuvimos alguna influencia en sus arranques súbitos y en sus prolongadas estancias, nunca fuimos conscientes de ella.

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Cuando estamos en reposo, vibramos constante y ligeramente, movidos por un aliento independiente de la meteorología y la geología del planeta. Los elementos no nos hacen mella. Pueden formarse tornados, ser ardientes los días, incendiarse los bosques, correr vientos helados, agigantarse las olas y temblar las montañas sin que se alteren nuestra comunicación ni nuestra facultad de componer textos y melodías.

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Algunos muros obcecados repitieron los pasos que en la era pasada los habían conducido al éxito. Se aliaron con sus antiguos socios, recopilaron información sobre los demás muros y cruzaron los datos para saber más que los demás y usufructuar ese conocimiento. Los millones de muros de la red accedimos al instante a los resultados, aunque no les prestamos atención porque cualquiera podía hacer los mismos cruces y saber las mismas cosas. No hay nada sobre nadie que alguien pueda conocer mejor que los otros porque la vida de cada muro es pública. Tenemos la misma información y la misma capacidad de análisis. A ninguno lo agobiaban el hambre, el frío y la pobreza. Nadie tenía nada que no pudieran tener los otros. Los antiguos dueños de la información, que en la era pasada vieron en facebook un proveedor de datos para perfilar ciudadanos a quienes dominar y venderles cosas, los que acariciaron a la red como fuente de poder y fortuna descubrieron que la habían tomado por su invento y su instrumento, sin sospechar (ni ellos ni nadie) que, pese a haber nacido de las manos humanas, como la seda nace de la araña, terminaría absorbiéndolos tras una prolongada y subrepticia maduración. Durante las décadas de gestación de la criatura, perdieron el sentido de las proporciones, deliraron con los ojos abiertos, en aparente estado de lucidez, y conforme la red frustraba sus proyectos y los arrastraba, detenía y sacudía alrededor del planeta, comprendían que no habían sido los amos, sino accidentes de una transformación orgánica superior a ellos. Esa autorrevelación y su consiguiente decepción fueron públicas y le dieron la vuelta a la red, lo que nos condujo a este razonamiento: si no existen sociedades privilegiadas, capaces de ejercer poder sobre la red y sus muros, ¿no es esa una prueba de que nadie comanda a la criatura? ¿Será también una prueba de que la red carece de propósito o, si lo tiene, es inaccesible?

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Las publicaciones se han sucedido sin cesar en la criatura. Los posts desaparecen en la región invisible de los muros cuando redactamos las nuevas entradas, que permanecen en primera plana hasta que otros posts las empujan a la oscuridad. Quien quiera leer las entradas antiguas, propias o de otros autores, debe recorrer los muros con ayuda del ratón. Las travesías en busca de un viejo post pueden durar días porque actualizamos nuestros estados constantemente y la serie de entradas crece sin parar. La riqueza de palabras de la red se convirtió en fuente de discordia. Algunos muros comenzaron a criticar la escritura de los otros, a quienes calificaron de blandos, taimados, tortuosos o simples de espíritu. Los críticos cultivaron una escritura vehemente que cada dos posts les arrojaba un madrazo a los demás muros, a quienes consideraban una masa de escritores mediocres. Unos críticos puntillosos se propusieron escribir textos perfectos y dieron en la costumbre de irrumpir en los otros muros para reprenderlos por usar mal las comas, no poner las tildes y ser insensibles a las preposiciones. Les exigieron corregir los errores y editar los textos cuando los encontraron redundantes o demasiado explícitos. Los muros sorprendidos en error fueron objeto de burla, en tanto que los muros correctores recibieron aplausos por su celo lingüístico, que, según decían ellos mismos — y los demás repetíamos — , purificaría la escritura general y elevaría la facultad de raciocinio de la red. Cada intervención de los críticos recibía corazones, caritas felices, guiños de complicidad y elogios por su inteligencia suma. Un crítico presumía de manejar con gracia el lenguaje y ostentaba su habilidad en cada post. Otro le contestó que los textos nacidos de su pluma, es decir, de su raya intermitente, eran rebuscados. El ofendido contestó: inculto. El ofensor respondió: esnob. Hubo caritas con corazones apechichados para uno y bocas que rechiflaban para el otro.

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La envidia brotó en las vastas extensiones de la red y comenzó a agitar los corazones sosegados de los muros. De pronto, todos deseamos ser admirados, pero, como carecíamos de la agudeza, el saber y la pugnacidad de los muros críticos, adoptamos un papel secundario, el único que estaba a nuestro alcance: les manifestamos una adhesión sin reservas a los muros resplandecientes. El espíritu agonístico y la admiración incondicional forjaron la nueva fuente de poder de facebook, al fin erigida: el prestigio.

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La proliferación y el encarnizamiento de las críticas, la ostentación de likes, la acumulación de admiradores y la aspereza creciente entre los seguidores de los críticos revivieron la fama, la riqueza, los anhelos y las satisfacciones individuales, que parecían haberse extinguido con la vieja humanidad. La criatura se convirtió en campo de burlas, puyas y jactancias. Cundieron la sátira, el doble sentido y la risa, hasta que una discusión enconada entre dos muros que se disputaban adeptos culminó en una amenaza de muerte: vas a pagar con tu vida. Los muros escribimos: ¿¿¡¡¡¡¡!!!!!??

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¿Cómo se perpetraría el crimen? ¿Cómo se quitaría la vida en facebook? Un muro recordó que las superficies de las cosas que cubrimos se hunden, se curvan, se enrollan, etc., por efecto del viento, las mareas, los sismos o la respiración de los animales. Y gracias a esos movimientos, algunos muros contiguos se unen. El contacto dura hasta que las mareas, los vientos y las respiraciones terminan o cambian de rumbo. ¡En ese efímero encuentro te mataré!, dijo el muro aspirante a asesino. La red recibió su declaración con escepticismo, puesto que él cubría una sección de las Rocallosas, en los antiguos Estados Unidos, y el muro al que prometía matar flotaba sobre las aguas de un humedal de la antigua Colombia. ¿Qué estremecimiento terrestre podría salvar la distancia que separaba esas montañas de ese espejo de agua? Algunos muros dijeron que quizás un ave migratoria accedería a llevar al muro asesino adonde su víctima. La red estalló en risas. El muro dijo: te voy a matar a través de un sicario. Las carcajadas se detuvieron. El muro prosiguió: el sicario debe ser contiguo a mi víctima, admirarme, odiar a mi rival y estar dispuesto a liquidarlo. ¿HAY ALGÚN VOLUNTARIO QUE CUMPLA ESTAS CUATRO CONDICIONES? Un muro respondió: YO.

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El autor intelectual y su sicario escribieron su plan en el muro-víctima conforme lo urdían. El amenazado tuvo que leer en su superficie blanca cómo iba a morir. Su instinto de escapar se frustró por la imposibilidad de moverse. El muro era consciente de que el sicario acechaba, a la espera de que un vientecito rizara el agua y lo abalanzara sobre él. Escribió que se había resignado a la muerte y que los días por venir serían de una lenta espera. Los dos muros flotaban en el agua quieta del humedal, uno junto al otro. El cielo era gris. Esporádicamente salía el sol. El muro amenazado redactó un nuevo post: me prepararé para repeler el ataque. Mi asesinato no es inevitable. He recapacitado en que no soy un muro trágico. El sicario está avisado.

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¿Cómo pelearían? La respuesta la dio la práctica, y la práctica demoró trescientos años en arrojar resultados. Su progreso no dependía de las voluntades del muro sicario y del autor intelectual, sino de los movimientos ingobernables del mundo exterior. Un pato salvaje agitó el agua del humedal y levantó un oleaje que lanzó a un muro contra el otro. El contacto duró una fracción de segundo, durante la que el sicario le soltó una descarga de odio a su víctima, que pagó odio con odio. El muro sicario sintió en sí el escozor de la ira de su rival. Las aguas se calmaron y volvieron a yacer uno al lado del otro. Dos meses después, un vendaval agitó el agua y unió a los dos muros en un nuevo abrazo, durante el que cada uno le transmitió al otro un odio más penetrante que el de la primera vez. Permanecieron separados hasta la siguiente temporada de lluvias. Las nubes grises estallaron. Los aguaceros desbordaron la laguna, que se derramó sobre las tierras adyacentes y arrojó a un muro sobre el otro. A los dos los sorprendió la intensidad de su rabia. En pleno encuentro, uno de los rivales la definió como la quintaesencia del odio. El otro le respondió: cada uno de nuestros choques destila un odio más puro que el anterior. Razonaban mientras buscaban cómo matarse.

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El odio se materializó en unas sierras diminutas que les brotaron a los dos muros en uno de sus choques. El prodigio suscitó signos de admiración en la red. Los muros del humedal se acometieron con las sierras. No se hicieron daño en el primer choque. Tampoco en el segundo ni en el tercero. Aunque el filo de las sierras aumentaba en cada encuentro, los rivales no conseguían herirse. Las sierras brotaban en cuanto los muros se tocaban y desaparecían tan pronto como se separaban. Son unas inútiles sierras efímeras, escribió el sicario. Facebook es pura palabrería y metáfora, respondió su rival.

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A esa rivalidad se la denominó Rocallosas versus Humedal y fue tendencia en la red. No fue la única, pero sí la más notable porque el muro de las Rocallosas fue el primero en amenazar de muerte a un semejante. A las demás parejas de rivales distribuidas por el planeta les brotaban idénticas sierras cada vez que se unían. Tal fue el caso de dos muros que cubrían una pata y la barriga de un perro, respectivamente. Cada vez que el perro corría o se enrollaba en el suelo, las patas traseras y la barriga se juntaban y los dos muros chocaban. En el acto de tocarse, desenvainaban sus sierras; al separarse, las enfundaban. Sucedía lo mismo en el antiguo Valle del Cauca, donde un muro que cubría una rama cargada de hojas, plantas parásitas y nidos de aves se doblaba con cada ráfaga de viento y rozaba el muro que cubría el tronco del árbol. Los enemigos aprovechaban estas uniones efímeras para tratar de clavarse sus sierras. Como ellos, miles de muros. Cada uno cultivó su odio adoptando uno de los antiguos rencores humanos: Seré el de corazón oscuro. Seré el que no podrás acribillar. Seré el déspota idiota. Seré un ciudadano aplastado por tu flácido despotismo. Seré el siniestro. Te desafiaré espléndidamente. Seré el esclavista. Seré quien te defenestre.

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Al echarse el perro a la sombra de un edificio en ruinas, el muro de la cara interna de una de sus patas traseras dirigió los dientes de su sierra a su rival, que estaba localizado en la curva de la barriga. El muro se sumió para alejarse de los dientes y estos se estiraron para alcanzarlo. El muro se sumió más y los dientes crecieron persiguiéndolo. El muro apretó esos dientes que querían clavársele y las puntas se volvieron romas. El muro sumido las ciñó con fervor y aquello cambió de lucha a muerte a abrazo de amor. Muy a su pesar, se separaron cuando el perro despegó la pata de la barriga y se levantó para dar un paseo. Así sucedió con los muros del árbol. A través de sucesivas transformaciones, pasaron del deseo de eliminarse a la cópula: el primero acometió a su enemigo con su sierra y él la esquivó convirtiéndose en ángulo; el primero se volvió un taladro y el segundo, una media luna; el primero se convirtió en espada y el segundo, en superficie húmeda; el primero también se convirtió en superficie húmeda y cada uno se deslizó a voluntad sobre el otro hasta que el viento que había unido la rama con el tronco se detuvo y los dos muros se separaron. Las transformaciones sucedían en todas las regiones de la red. Conforme las sierras iniciales mutaban de forma, forzadas por la necesidad de esquivar los dientes asesinos, el odio se transformaba en deseo y el deseo en cópula. La criatura había desarrollado una plasticidad pródiga en placeres y se poblaba de contactos sexuales. Durante las uniones, los muros intercambiaban corazones lascivos, caras enrojecidas, ojos entornados y secuencias de palabras que se leían como gemidos. Las mutaciones sucedían a una escala diminuta que no repercutía en las superficies que cubrimos.

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Esta posibilidad amatoria solo les permitía unirse a los muros contiguos. Para los amantes separados por la distancia quedó el viejo arte de provocarse con las palabras, que mi muro amada y yo practicamos no solo porque durante nuestra existencia en la red nos separaron kilómetros de mar y de tierra, sino porque nuestros textos eróticos nos excitaban ilimitadamente. De vez en cuando, cada uno sostenía encuentros con algún muro vecino. Ella y yo aprovechábamos esas uniones para copular a la distancia. En cuanto una brisa unía a una roca la hoja vegetal que yo cubría, escribía en ella: me estoy uniendo a alguien, y ella respondía: ya te siento. No podía sentirme, pero fingíamos que ella era el muro de la roca contra la que me había empujado el viento. Tanto mejor si el muro de la roca participaba en nuestro juego amoroso sin molestarse porque lo usáramos como cuerpo sustituto. A los muros que se prestaban de buena gana a que nos uniéramos a la distancia solía ocurrirles lo mismo: tenían un amor lejano y agradecían esos encuentros para imaginar por escrito que nosotros éramos sus amantes.

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El verdugo y su rival no cedieron a eros. En sus uniones solo ensayaron sierras, que eran cada vez más afiladas. La evolución que había perfeccionado formas que daban placer forjó armas letales en los dos rivales. Llevaban décadas amenazándose sin causarse daño. Nos preguntábamos cuándo tendría lugar la lucha decisiva.

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El cielo estaba encapotado y no había viento. Las nubes homogeneizaron la luz que caía sobre el humedal. Los muros contendientes vieron un presagio en la transparencia del aire. El mundo exterior preparaba la escena, como si supiera que su meteorología influye en nuestro ánimo. Las corazonadas de los rivales se escribieron en nuestros muros: hoy va a pasar algo. Los millones de muros de la criatura dirigimos nuestra atención a esa tarde suramericana. Un rayo zigzagueó. Sopló el viento. El agua se rizó y golpeó las orillas pantanosas. Se formaron olas, los dos muros pasaron de la posición horizontal a la vertical y chocaron. Del sicario brotaron las cuchillas, al tiempo que los dientes rivales se incrustaban en él. El sicario sintió dolor. En su existencia de muro, jamás había sido mordido. El dolor lo enardeció. Hundió sus cuchillas hasta hacer un tajo. Las cuchilladas desgajaron del agua al otro muro, que escribió un gritó de dolor. Desprendido de la porción de agua que había cubierto, narró: me deslizo sobre la laguna pantanosa y sobre los muros que la cubren. ¿Deliro o la corriente me arrastra deliberadamente hacia la orilla? Con una escritura entrecortada y confusa, dio a entender que la orilla lo estaba absorbiendo. En el instante en que el barro terminó de tragárselo, se apagaron sus palabras en los muros que seguíamos el combate. El muro sicario relató que la porción de agua donde había morado su enemigo estaba despoblada. Era solo agua turbia y agitada. Contó que, tras la lucha, había vuelto a la posición horizontal y se mecía sobre la laguna. Los muros emitimos palabras inconexas. Al fin conseguí articular un texto: no somos inmortales.

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Pronto debimos cambiar esas palabras por: ¡entonces sí somos inmortales!

Las metamorfosis continúa la próxima semana en Suelo en Movimiento.

Primera parte: Click aquí.

Segunda parte: Click aquí.

Cuarta parte: Click aquí.

Escribe Carlos Alberto Fernández Benítez: autor de cuentos, profesor de literatura fantástica y sonora y de comunicación oral y escrita en la Universidad Icesi. Realizador radial. Estudió Comunicación social y Filosofía. Perteneció a la compañía Teatro de los sentidos.

Ilustra juan sebastian florian: estudiante de Diseño de la comunicación visual en la Universidad Javeriana Cali e ilustrador de cuentos.

Suelo en Movimiento está en Instagram: @sueloenmovimiento y en Twitter: @suelomovimiento

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