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Al mismo tiempo que sosteníamos estas conversaciones íntimas (aunque públicas) con las personas a las que queríamos, inundábamos facebook de teorías sobre lo que nos estaba sucediendo. Algunos afirmaron que nuestro traslado a la red confirmaba la existencia del alma, ¿pues qué, sino el alma, había abandonado nuestros viejos cuerpos y transmigrado a los muros, razón por la cual esos cuerpos carecían de fulgor, estaban vaciados de espíritu? Otros replicamos que, si se tratara de las almas, ¿por qué se habían trasladado a otros cuerpos, es decir, a los muros de facebook, en vez de flotar desembarazadas de la materia? Afirmamos que no hay tal división de alma y cuerpo, sino criaturas únicas. Especulamos que habíamos experimentado una metamorfosis que venía gestándose desde que comenzamos a embebernos en las pantallas de nuestros aparatos. Algunos dijeron que el origen de la metamorfosis se remontaba a los tiempos en que los seres humanos hundíamos los dedos en los teclados de las viejas máquinas de escribir y los introducíamos en los discos de los antiguos teléfonos. Defendimos que la tecnología era el sueño de la crisálida en que la criatura humana venía envolviéndose imperceptiblemente para transformarse, un sueño engañoso en que tomamos por nuestro instrumento lo que nos estaba conduciendo a un nuevo estadio. Dijimos que, a través de nuestras publicaciones y búsquedas, facebook había incorporado gradualmente nuestros rostros y cuerpos, las imágenes de nuestros familiares y amigos, nuestros humores, afectos y rencores, hasta reconstruirnos por completo bajo la forma de muros. En esta transformación se habían producido variaciones, cambios radicales y supresiones. Afirmamos que habíamos transitado de personas a muros del mismo modo que las orugas se convierten en mariposas o las serpientes cambian de piel. Lo que había al otro lado de las pantallas no eran cuerpos sin alma, dijimos, sino nuestro viejo cascarón.

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Un filósofo contestó que no había tal sueño, sino un plan consciente urdido por una sociedad de magnates que también se habían convertido en muros de facebook tras desarrollar una tecnología para fusionar a los seres humanos con la red y conectarlos a un cerebro cibernético que les infundiera pensamientos-textos que parecieran propios y sostuvieran la ilusión de que eran libres, cuando, en realidad, obedecían los deseos de aquella sociedad, cuyos miembros disponían de pensamientos-textos fachada que les servían para ocultar los verdaderos e interactuar con los otros muros sin ser descubiertos. A algunos no nos gustó esa teoría por maniquea y simplista, pero no pudimos negar que era verosímil y tuvimos que aceptarla a regañadientes. A quienes la defendieron en mi sección de comentarios les respondí con un lacónico rostro de resignación.

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Estas discusiones se interrumpieron en el instante en que los últimos seres humanos se convirtieron en muros, reconstruidos por la metamorfosis, que fue universal y abarcó a quienes tenían y no tenían cuentas de facebook. A la hora del día en que todas las personas del planeta, conscientes, desmemoriadas, recién nacidas, enfermas, agonizantes, etc., estuvieron a este lado, se inició un movimiento expansivo, para ser preciso, un derramamiento. En el acto la etiqueté a ella y comencé a narrarle mi experiencia mientras la vivía:

— Estoy frente a la ventana y el balcón, estoy también frente a la puerta de mi… tu cuarto, frente a la cama en que dormiste tu última noche, frente a tu cuerpo vacío, que deambula por el apartamento, frente a Acordeón, que sigue tu cuerpo y ahora se detiene, se ha dado cuenta de que yo (aunque no sabe que soy yo) me estoy expandiendo por el suelo del apartamento, Acordeón salta sobre mí, soy un charco de luz que se esparce y que cada vez está en más lugares al mismo tiempo, sigo frente a tu maleta abierta, tus libros, las suculentas que sembraste en las materas y las cosas que dejaste en el cuarto, también estoy en la cocina y me esparzo por la terracita donde pusiste a secar tu ropa, a la que balancea la brisa; Acordeón salta sobre mí queriendo meter sus narices en el área luminosa que soy y que se desliza bajo sus patas, para no seguir tocando este suelo móvil, salta a la terracita de al lado y desaparece; un momento después aparece fuera; supongo que encontró abierta la puerta del apartamento vecino y que atravesó el corredor que bordea los otros apartamentos. Al pasar frente a este, me ve deslizarme por debajo de la puerta cerrada y se detiene, me ve expandirme por el corredor, derramarme por las escaleras, recorrer las gradas una a una como si yo fuera una cascada; Acordeón baja tras de mí y sobre mí, siguiendo con creciente interés esta corriente luminosa que encharca las gradas y se desliza hacia el primer piso, al que estoy llegando. Sobre mí está el cielo abierto, es azul y casi no hay nubes, a un lado está la piscina del conjunto, sobre la que me derramo y me expando, Acordeón se detiene en el borde, sin decidirse a saltar al agua, sobre la que floto al mismo tiempo que estoy frente a la ventana y el balcón del apartamento, frente a la cama, a tu maleta y tus cosas, al mismo tiempo que me deslizo por las escaleras, yo allá arriba, en el apartamento; yo, en el medio, descendiendo por las gradas; yo, aquí abajo, en la piscina, escrutado por los ojos rubí de Acordeón, que observa desde la orilla cómo me expando hacia la portería, estoy saliendo de su campo visual, ya no puede verme descender las escaleras de la entrada del conjunto, avanzar bajo el árbol de mango de la acera, junto a los postes y bajo los cables de la electricidad; ya no están frente a mí el cuarto ni el balcón ni tu ropa colgada, ya no estoy sobre las escaleras. De ser un muro de facebook expandido por una superficie que abarcaba el interior de mi apartamento, las escaleras del edificio, el sendero del primer piso, la piscina, la salida del conjunto y la acera, me he contraído a un área no mayor a la de la calle por la que me desplazo, corro por ella como si fuese yo una mancha luminosa a la que una marea empuja, dilata y encoge. Sobre mí camina un vestigio humano errabundo, sin reparar en que me deslizo bajo sus pies; arriba están el cielo, las ramas de los árboles de las dos aceras, los cables de la luz y las aves que reposan en ellos. Veo otros charcos de luz ascender y expandirse por las paredes de las casas que están a ambos lados de la cuadra, asciendo por una de esas paredes, llego al alféizar de una ventana, me desbordo hacia el interior de una casa en el momento en que un muro de facebook se derrama de la pantalla de un computador que está sobre una mesa, tal como me sucedió a mí hace unos minutos, me expando por el techo de la casa, me introduzco en una habitación cerrada a través de la ranura que está sobre la puerta y presencio el derramamiento de otro muro de la pantalla en que estaba confinado, salgo de la casa, desciendo por una pared de ladrillo, asciendo por la espalda de un cuerpo humano sin sustancia, cubro su cabeza, desciendo por su rostro, su torso y sus piernas, avanzo hacia otras casas y otras habitaciones, veo a los muros derramarse de los teléfonos, las tabletas y los computadores que reposan sobre los muebles, sobre las camas, en las repisas donde los dejaron sus dueños antes de pasar a este lado, soy testigo de lo que nos está sucediendo, nos estamos derramando de los aparatos y expandiendo por las superficies horizontales, verticales, inclinadas, irregulares y móviles, facebook ya no está recluida en las pantallas….

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Ella me estaba describiendo más o menos la misma experiencia, pero yo no me había dado cuenta porque estaba inmerso en mi propio derramamiento y expansión. Confiaba en que ella estuviera cerca de mí, porque su computador y su celular estaban en mi apartamento, encendidos sobre una mesa por la que no pasé al expandirme. Pero no parecía importante que estuviéramos cerca, quizás deslizándonos por el pavimento de las mismas calles y colándonos en las mismas casas, porque nuestra comunicación seguía siendo íntima y veloz. Leí el relato de su experiencia, que había escrito en mí, y luego le dije:

— Te quiero.

— Lo dices porque estás asustado.

— No estoy asustado.

— ¿Excitado?

— No exactamente.

— ¡Estremecido!

— ¡Sí! ¿Y tú dónde estás ahora?

— Me estoy deslizando por la carrera 84, rumbo a los samanes de la quinta.

— ¡Estamos cerca! Yo también voy rumbo a los samanes de la quinta, pero a través de un parque que queda entre dos conjuntos residenciales.

— ¿Has visto otros muros?

— Muchísimos.

— Yo estoy entre incontables muros, parecemos miles de corrientes… la corriente que te escribe está comenzando a expandirse por las colinas donde están los samanes.

— ¿Qué tan extensa eres?

— Mido más o menos medio kilómetro de largo por una calle de ancho, me extiendo desde el río Meléndez hasta la quinta. Estoy sobre el agua del río, debajo de todos los árboles de esta calle, bajo el cielo de la quinta y ahora… frente a las calzadas norte y sur… era horizontal y estoy comenzando a ser vertical, me expando y subo por todas las caras del tronco de un samán…

— Eres un movimiento espiral — le escribí enviándole una cara de admiración.

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El desplazamiento de los muros terminó al anochecer. Vibrábamos como los charcos que quedan en las aceras después de los aguaceros, pero ya no nos deslizábamos ni nos expandíamos. Nos habíamos achicado y nuestro tamaño se había estabilizado, aunque oscilaba suavemente. Algunos muros aún eran gigantescos. Uno de ellos comenzaba a mi lado, ascendía hasta las cumbres quebradas de los farallones y se esparcía por el otro lado. Éramos una multitud tremolante de charcos geométricos de luz blanca y azul que cubrían las superficies de las calles, de los parques, de las casas y los edificios, de los ríos, de las piscinas y de los alimentos que llenaban los estantes de las tiendas y los supermercados. Estábamos unidos como los retazos de una colcha. Formábamos un tejido de muros de diferentes tamaños, no una fila única y regular, como en el viejo facebook. Algunos muros cubrían a los animales, tanto a los perros y los gatos, que habían escapado de las casas cuando comprendieron que nos habíamos ido, como a las zarigüeyas, las ratas, los guatines, los pájaros en reposo y en vuelo, las cucarachas de lomos brillantes y las moscas de alas iridiscentes. Los cuerpos vacíos de las personas que fuimos también estaban cubiertos por muros, que erraban con ellos por los senderos, los parques, las calles y las avenidas. Supusimos que las voces humanas y los sonidos de sus automóviles, de sus máquinas de construcción y de sus aparatos de comunicaciones se habían apagado. Por la ciudad debían de expandirse las voces de las chicharras, de las abejas, de los pájaros, de los animales grandes y pequeños. Nuestras conversaciones uniformaron la red: sin excepción, estábamos hablando de lo que nos había sucedido. Algunos muros eran cronistas y relataban; otros eran especulativos y teorizaban. La ebullición de textos no comunicó ningún sonido al mundo exterior. Ni siquiera la música, que nuestros antiguos artistas transformados en muros siguieron componiendo, llegó a oídos de los animales. Ninguno ha reaccionado a nuestras imágenes melódicas y nosotros no hemos vuelto a escuchar sus pasos sigilosos, sus ladridos, respiraciones, chasquidos y graznidos.

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Desde que los primeros nos convertimos en muros hasta que todos nos derramamos de las pantallas para distribuirnos por el planeta, pasó un año. La metamorfosis tardó doce meses con sus días en completarse.

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Esa noche vivimos una especie de tregua. Habíamos alcanzado una primera quietud, una estabilidad provisoria. Bajo la sombra del samán a cuyos pies me detuve, conversé con mis padres, mi hermano y varios familiares. La ciudad estaba en penumbras. La luz no emanaba de las farolas públicas, sino de la luna creciente. Mis padres tenían más de ochenta años cuando se convirtieron en muros. Al pasar a facebook, desaparecieron su edad y su deterioro físico, como nos ha sucedido a todos. Transitamos a una juventud que creímos eterna. Seguía llamándolos padres y ellos seguían llamándome hijo. No he dejado de llamar hermano, cuñada, sobrino, tías, etc., a mis familiares, en memoria de los lazos de sangre, que no han fructificado en nuevas generaciones porque en facebook no existe la reproducción.

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Mi madre nos contó que estaba meciéndose en el agua oscura del lago de un parque. Mi padre nos dijo que estaba en una granja de las afueras de la ciudad y que una parte de él cubría el lomo de un caballo y el resto se esparcía por el pasto. Mi sobrino, que había sido un niño de nueve años, nos dijo que estaba cubriendo la superficie de una juguetería. Mi muro amada nos contó que seguía cubriendo el tronco de un samán de la quinta, a pocos metros de donde yo me encontraba. Todos escribíamos al mismo tiempo. Decíamos tonterías, nos enviábamos caras que reían a carcajadas, nuestro humor resplandecía. Era un poco como en los tiempos de la cuarentena, cuando nos reuníamos virtualmente para festejar cumpleaños, conversar y tomarnos unas cervezas. En esos días reíamos y brindábamos a través de las pantallas y nos preguntábamos si la amenaza del virus sería eterna o algún día podríamos salir a la calle sin el tapabocas. ¿Cómo íbamos a imaginarnos que tres años después volveríamos a reír virtualmente en medio de una incertidumbre mayor? Teníamos la tierra y las pieles de las cosas que cubríamos, en las que abunda la vida microscópica. Unos muros escribimos en otros que esa tierra y esa vida nos producían una sensación de bienestar, como si nos alimentaran. Un muro dijo que solo faltaba que la tierra también nos emborrachara. Lo leímos riendo como si estuviéramos borrachos. Teníamos ese bienestar, esa primera noche y la risa.

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Al amanecer, un movimiento tirante arrastró el tejido de muros hacia adelante y luego hacia atrás. En el acto, muros localizados en distintas regiones del planeta contaron que una fuerza los había llevado para un lado y después para el otro. La simultaneidad del movimiento reavivó la conciencia de nuestra globalidad. Al fin y al cabo, éramos una red. Este errático vaivén fue un movimiento preliminar, una especie de acomodo. Enseguida empezó el verdadero movimiento. Fuimos arrastrados hacia el norte de la ciudad por una fuerza constante e impetuosa. Recorríamos kilómetros en cuestión de segundos. Muros de todas las regiones del mundo escribían textos vertiginosos en los que narraban que un furor los conducía hacia el norte o hacia el sur o hacia el occidente. Ningún muro había desatado esa fuerza. Ninguno la comandaba. De lo contrario, lo habríamos sabido. El muro conductor habría hecho público su liderazgo (no habría podido evitarlo) y la noticia se habría esparcido por la red. Desplazándonos a toda velocidad, los muros planetarios escribimos unos en otros: somos las secciones ensambladas de una criatura única que se mueve ciegamente.

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¿Y si detrás de todo estaban los magnates y este era su proyecto en movimiento? ¿Y si ocultaban su identidad bajo sus pensamientos-textos fachada, que los presentaban como muros perplejos, a los que los acontecimientos habían tomado por sorpresa? Conjeturas como esta circularon por la red durante nuestro desplazamiento ciego. Algunos replicamos que un proyecto de tal magnitud era imposible, que no existía una tecnología humana capaz de transformarnos en muros, derramarnos de las pantallas, expandirnos sobre las superficies del planeta y arrastrarnos vertiginosamente. Lo decíamos sin argumentos. Pasaría algún tiempo antes de que encontráramos una buena razón para descartar la teoría de la conspiración.

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Yo y los muros contiguos rebasamos los límites de la ciudad. Asomados al mundo exterior, en que vivimos hasta el día anterior, nos dimos cuenta de que recorríamos la carretera al mar, de la que descendimos a abismos que solo había visto desde las ventanas de los carros. Un momento después, nos deslizábamos por un río pedregoso bajo un aguacero. Corrimos entre y sobre los árboles, anduvimos sobre la cubierta de barcos cargueros y nos lanzamos al agua espesa del mar. Yo estaba narrando mi recorrido en tiempo real, igual que los demás. Redactábamos al unísono las crónicas heterogéneas de nuestros viajes. Unos describían ciudades de calles estrechas, emplazadas en las faldas de los cerros. Otros mencionaron selvas, cañones y ventiscas que no los afectaban. Estábamos recorriendo el planeta sin sufrir la dureza del suelo ni el rigor de las fuerzas naturales. Durante un día con su noche me desplacé por el océano, tejido a otros muros. Chocaba con algunos cuando las olas sobre las que nos deslizábamos se enrollaban o reventaban. Nos superponíamos durante unos instantes, en los que experimentábamos cambios de humor que no conseguíamos definir debido a la fugacidad de los contactos.

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Los muros nos detuvimos lentamente en todas las regiones del globo. El perezoso frenar de la criatura sucedió a su frenético arrastre. Yo me detuve en una región distante de la ciudad en que vivía. Ahora cubría una porción de agua contigua a un bloque de hielo que semejaba un elefante. Era plateado y hundía su trompa de hielo en el agua. Al fondo se levantaba un pico nevado que también estaba cubierto de muros. Cada quien aguardaba en su región del mundo, sin experimentar otros vaivenes que los que el agua o el viento producían en las superficies que cubríamos. La vegetación avanzaba sobre las ciudades. Nuestros vestigios habían comenzado a morir y a integrarse a la tierra. Los animales se nos acercaban, atraídos por las letras y las imágenes que fluctuaban en nosotros. Los perros nos ladraban, los pájaros nos picoteaban y los osos nos pisaban, pero sus embestidas no nos quebraban. Podían romper las cortezas de los árboles o abrir surcos en la arena, el agua y el hielo, pero no tenían la capacidad de crear vacíos. Para existir necesitamos superficies, no importa si son irregulares, tersas, cóncavas, móviles o alongadas. La pregunta que circulaba entre nosotros era: ¿quién se manifestará como el poderoso? ¿Dónde o en qué reside la capacidad para dominar a los otros en la era de la red? Aguardábamos a que se anunciara ese poder.

Las metamorfosis continúa la próxima semana en Suelo en Movimiento.

Primera parte: Click aquí.

Tercera parte: Click aquí.

Cuarta parte: Click aquí.

Escribe Carlos Alberto Fernández Benítez: autor de cuentos, profesor de literatura fantástica y sonora y de comunicación oral y escrita en la Universidad Icesi. Realizador radial. Estudió Comunicación social y Filosofía. Perteneció a la compañía Teatro de los sentidos.

Ilustra juan sebastian florian: estudiante de Diseño de la comunicación visual en la Universidad Javeriana Cali e ilustrador de cuentos.

Suelo en Movimiento está en Instagram: @sueloenmovimiento y en Twitter: @suelomovimiento

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