Mis quimeras africanas
Los siete abrir y cerrar de ojos más deseados
Vuelvo a mis deseos, a mis instantes viajeros que aún me quedan por vivir, como continuación de “Mis anhelos americanos” y del superéxito “Mis sueños europeos” y como cuarto y último artículo de esta colección de listas. Así que ya no hay duda sobre qué va esto: si pudiera cerrar los ojos y al volverlos a abrir estar en una situación exacta, en un momento preciso, y en un contexto particular, ¿cuáles serían mis siete más deseadas (en África)?
Siete: Observar
detenidamente, sentado en la distancia, el ajetreo de los puestos del mercado semanal al pie de la Gran Mezquita de Djenné, en el sur de Mali y pensar que en pocas horas comenzaré una aventura para atravesar el País Dogón y conocer a sus gentes, e intentar llenarme de sus estilos de vida, sus ritos y sus creencias, quizás de las más primarias de todo África occidental.
Seis: Intentar
vivir como uno más, hasta que (ójala) me aceptasen como uno de ellos, alguna de las tribus neolíticas del valle del Omo, al sur de Etiopía; dejar la vida moderna y ajetreada a un lado y volver a la humanidad más auténtica durante unos días, participar de sus celebraciones y disfrutar de nuestras diferencias.
Cinco: Patear
cada esquina de la reserva del Tsingy, en Bemaraha, en el corazón de Madagascar, alucinar buenos pepinillos con las extrañas formaciones, y salturrear de roca en roca balancendo mi cuerpo entre los abismos. Seguir incansable al guía local que me lleve hasta allí y pedirle dar otra vueltecilla antes de volver.
Cuatro: Esperar
cámara en mano, a que caiga el Sol sobre el horizonte tras alguna de las extrañas formaciones del Desierto Blanco de Farafra, en el Egipto más auténtico y menos visitado, huyendo de las muchedumbres que inundan las orillas del Nilo y disfrutar de la tranquilidad mientras, una a una, aparecen las estrellas.
Tres: Permanecer
en el más absoluto silencio, con la mayor cautela que uno puede tener, para cruzar la mirada con una cría de gorila y así no asustarla, tras haber caminado desde antes del amanecer por las montañas de Virunga, en Rwanda. Y a la vez, probablemente estar bastante acojonado por si alguno de sus mayores decide tomar posición amenazadora hacia nosotros.
Dos: Emular
a un guerrero Maasai y caminar por el borde de la caldera del Ngorongoro, una de las reservas naturales más importantes de Tanzania, tras haber disfrutado de un Safari (en 4x4, mucho más seguro que a pie, dónde va a parar) por el interior de la misma. Y si la suerte lo permite, cruzarme con alguna familia tribal en el mismo menester.
Uno: Sortear
las fumatas y charcos hirvientes en el infierno volcánico de Dallol, en lo más profundo de la depresión de Danakil, en Etiopía, en busca de suelo firme donde apostarme y llenar hasta arriba la memoria de mi cámara. Dejar que un local me dirija de piedra en piedra y después, seguirlo hasta la caldera hirviente del Erta Ale, a pocos kilómetros de allí.
Ésta ha sido la última entrega de mis deseos, de mis sueños, de mis instantes viajeros más anhelados. Espero que todas ellas os hayan gustado y os hayan transmitido ganas de viajar, o posibilidad de recordar algunos de los momentos que (si habéis sido más afortunados que yo) hayáis vivido antes.
¡Hasta la próxima!