Traducción de «243 People Disappeared. Young People. Women. Children. And No One Cares» de Eric Reidy

«243 personas desaparecieron. Jóvenes. Mujeres. Niños. Y a nadie le importa»

Episodio 1: ¿Cómo encuentras un barco que desapareció sin dejar rastro?

Fernando Valverde

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Su nombre era Segen. En las primeras horas de la mañana del 28 de junio de 2014, se embarcó en Libia con la menor de sus hijas, Abigail. Segen, delgada, con 24 años; Abi, con el pelo encrespado y sus regordetas mejillas de bebé, no llegaba a los dos años. No estaban solas en el barco: en total, había al menos 243 personas a bordo. Carga humana amontonada.

Segen, como la mayoría de las personas a bordo, era una refugiada de Eritrea, la «Corea del Norte de África», uno de los países más represivos del mundo. Todos esperaban que el barco los llevara a Italia, lejos de las penurias del hogar.

Llamó a su marido, Yafet, el día antes de que el barco zarpara. No se habían visto en cuatro semanas: mientras ella viajaba a través de Libia, recorriendo miles de kilómetros hacia la costa con su bebé y los traficantes, él se quedó en Sudán. Cuando ella llegara a Europa, él le seguiría.

El traficante no les permitió hablar mucho, quizá dos minutos. No pasaba nada: Yafet podría hablar con ella una vez llegara a Italia.

Nunca más supo de ella.

Yafet y Segen se conocieron nueve años atrás en un café del barrio, en Asmara, la capital de Eritrea. Él estaba en décimo grado, ella en noveno, la cafetería era en un lugar muy frecuentado por sus amigos de la escuela.

No estaba bien visto que los chicos y las chicas socializaran demasiado, por lo que los grandes grupos de adolescentes se reunían a menudo para dar una coartada a las parejas. Así fue como Yafet y Segen se conocieron: acompañando a otros dos amigos que estaban saliendo en secreto. Cuando dichos amigos necesitaban un poco de privacidad, Yafet y Segen pasaban el rato charlando. Poco a poco, él se empezó a enamorar de ella.

«Cuando empezamos a hablar… en realidad no desde el primer día, sino meses después, me empezaron a gustar muchas cosas de ella: su forma de hablar, su forma de reír, de sonreír», comenta Yafet. «Me enamoré y le pedí salir».

Fotografías de Gianni Cipriano que documentan objetos abandonados por los refugiados que realizaron el difícil viaje del norte de África a Sicilia.

Yafet nació en 1987. Era el menor de siete hijos; su padre era profesor de física en el instituto y su madre le enseñó a escribir; todos vivían en una casa con cuatro dormitorios en un elegante barrio de Asmara. Por aquel entonces, Eritrea estaba al final de una guerra de 30 años por la independencia de Etiopía, y familias como las de Yafet —de clase media, educadas— estaban listas para ser la columna vertebral de la nueva nación.

La libertad llegó en 1993, pero el optimismo no duró mucho. En 1998, un nuevo conflicto con Etiopía se intensificó y en dos años 100.000 personas murieron. El presidente Isaias Afwerki fue objeto de escrutinio por su liderazgo. Su respuesta fue tomar medidas contra la disidencia, prohibir los periódicos privados del país y encarcelar a cualquier persona que se le opusiera. Ha seguido gobernando desde entonces.

En la actualidad, Eritrea es uno de los estados más represivos del mundo: existen extensos informes sobre torturas, trabajos forzados, arrestos arbitrarios, incomunicación, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones. Su principal mecanismo de control es el servicio nacional: los ciudadanos son reclutados por un período indefinido y son obligados a trabajar en las empresas del gobierno, con un sueldo escaso. Hay restricciones a la libertad de expresión, reunión y religión.

A pesar de que él era apenas un adolescente cuando ocurrió, la represión caló en Yafet. Una vez abrió los ojos, no pudo mirar a otro lado.

«Solía preguntarle a mi madre, “¿por qué, mamá?” Mi madre me mandaba a callar, me decía que no hablara de eso. Estoy en mi país. Solo pregunto qué sucede. ¿Por qué tengo que callarme? Luego vi lo que le pasaba a la gente que preguntaba».

Hoy, más de 400.000 personas —uno de cada dieciséis eritreos— han huido del país.

En septiembre de 2007, Segen y Yafet llevaban saliendo dos años. Al igual que todos los demás en el país, él realizó un entrenamiento militar durante seis meses al terminar el undécimo curso, antes de regresar al instituto. Después de graduarse y tan solo unos días antes de que fuera oficialmente reclutado, habló con Segen para decirle que se iba de Eritrea.

Yafet y Segen

Ella no estaba contenta. No porque no pudiera ver la opresión —ella dejó la escuela tras el décimo curso para evitar el servicio nacional—. Su miedo era no tener la posibilidad de construir un futuro juntos.

Pero entendieron que quedarse tampoco les daba ninguna oportunidad.

«No podíamos imaginar tener ningún futuro allí con el gobierno. Por eso ella aceptó. Le prometí que no la olvidaría. Me dijo que rezaría por mí… que un día estaríamos juntos y tendríamos hijos».

La frontera entre Eritrea y Sudán es un desierto de tierra agrietada donde las temperaturas pasan los 37 grados. La única marca distinguible entre el límite de los dos países es la cresta de una baja montaña que atraviesa el horizonte.

«Más allá de la montaña está Sudán. Frente a ella está Eritrea», explica Yafet. Llegar a ella significaba alcanzar la libertad.

Después de despedirse de Segen y su familia, Yafet fue llamado al deber en un campamento militar al oeste del país. Permaneció allí tres días mientras preparaba los arreglos finales antes de dirigirse al desierto con ocho amigos. Tenía 20 años y sabía que nunca podría volver a casa.

«Sabía dónde estaba el oeste, y sabía que si iba hacia allí [llegaría a Sudán]», comentó Yafet. Pero era un camino de dos días desde el campamento a la frontera y el gobierno no perdonaba a los desertores.

No había cobertura —ni árboles ni arbustos— para ocultarles de la vista, por lo que viajaron principalmente de noche. Incluso después del anochecer, la luna era tan brillante que no tenían demasiada protección. Por lo que idearon un sistema: se turnarían para que uno caminara cientos de metros por delante de los demás. Así, si se encontraran con una patrulla, solo el explorador sería capturado y el resto tendría oportunidad de escapar.

Sin embargo, las patrullas de Eritrea no eran la única amenaza. También podían encontrarse con delincuentes o las fuerzas de seguridad sudanesas, que les devolverían a las autoridades de Eritrea a cambio de dinero.

Tras caminar durante dos noches y un día en el desierto, el grupo llegó a la montaña. Les resultó complicado encontrar su camino —ninguno hablaba árabe, solo el idioma principal de Eritrea, el tigriña, y un poco de inglés—. Hasta que tuvieron un poco de suerte: un amigable sudanés que los llevó a su casa. «Nos dio comida, agua, incluso leche. Vestíamos ropa militar. Él nos dejó ropa civil».

El hombre les indicó la dirección para llegar a un campo de refugiados cercano. Yafet lo había conseguido. Ahora podía comenzar su nueva vida.

«Era el peor lugar que había visto en mi vida. No había servicio de comida. No había casas… Solo tiendas de campaña donadas por el ACNUR, pero insuficientes para todo el mundo. No había agua limpia para los refugiados, no había servicios médicos, solo una enfermera para los dos mil o tres mil refugiados de aquel momento. Si tenías dinero podías pagar por comida, pero no todos lo tenían. Estaban realmente en problemas».

Yafet estaba en Wad Sherife, un campo de refugiados a unos 16 kilómetros de la frontera. Era ilegal salir, por lo que tres meses más tarde pagó a un traficante 100 dólares para que le llevara a Jartum, capital de Sudán, desde donde podría pensar en llegar más lejos —hasta Europa o EE. UU.

Pero Jartum fue otro terrible impacto, un lugar implacable y sin ley, donde Yafet estaba constantemente expuesto al peligro y al abuso. Al principio dependió de la ayuda de los demás: un pariente en los Estados Unidos le envió dinero, otro que vivía allí le dio refugio. Compartió una pequeña habitación con otras cinco personas —vacía, calurosa, sin camas—, pero, aun así, Yafet era feliz. Fue la primera ocasión en la que pudo procesar el estar fuera de Eritrea.

«Para nosotros era suficiente. Eramos libres. Sentimos que podíamos relajarnos. Podíamos hablar de lo que quisiéramos… cosas que no nos atrevíamos a decir en Eritrea. Hablamos de nuestro país. Hablamos de nuestro futuro. Las cosas que jamás habíamos expresado».

Pero las cosas se fueron complicando. Su red de apoyo se desvaneció, el dinero se acabó. Muchas noches reunía lo suficiente para dormir en casas abandonadas que funcionaban como hoteles clandestinos; a veces dormía a la intemperie entre otras personas sin hogar, manteniéndose alejado de la policía. Finalmente, encontró trabajo en una panadería: el propietario le pagaba 3,50 dólares al día y le dejaba dormir en el fondo de la tienda por la noche. Un poco de estabilidad, pero insuficiente para construir un futuro.

Por lo que cuando Segen le dijo a Yafet que viajaba a Sudán en el verano de 2009, no estaba muy contento.

«Le pedí que fuera un poco paciente, que esperara a que intentara algo. No quería que viniera y estuviera en problemas, y yo tampoco quería tener más problemas».

Segen decidió ir de todos modos. No tenía mucho dinero, pero su primo —traficante de personas— aceptó ayudarle a escapar de Eritrea si encontraba a tres amigos que pagaran y fueran con ella.

Segen y Yafet se casaron en septiembre de 2010, en una ceremonia religiosa a la que asistieron unas 30 personas.

«Fui feliz aquel día porque tenía a la chica de mis sueños y era el día de mi boda», dice Yafet.

Las cosas iban mejorando. Comenzaron a vivir juntos, y él tenía un nuevo trabajo comercializando productos agrícolas en línea, con su propia oficina, su propio ordenador y un sueldo de 500 dólares al mes.

Estar juntos, sin embargo, no redujo la inseguridad. Discutían sobre si quedarse o intentar abandonar el país. La familia de Segen la animaba a dejar África, ya fuera a Israel —cruzando el desierto Sinaí— o a Europa —en barco a través del Mediterráneo—. Ambas opciones eran peligrosas.

«No quiero poner nuestras vidas en peligro por conseguir una vida mejor», dijo Yafet. «Por eso quería hacerle entender que me parecía bien si encontrábamos una forma mejor, una forma segura, si conseguíamos un reasentamiento o un visado y podíamos salir en avión; pero que no teníamos que arriesgar nuestras vidas».

Luego, la compañía de Yafet cerró y perdió su trabajo. Su primera hija, Shalom, nació un mes después, el 16 de agosto de 2011. Él trabaja donde fuera, donde pudiera: limpiando casas, en trabajos manuales, restaurantes, cualquier cosa. Unos meses después de que diera a luz a Shalom, Segen se quedó embarazada nuevamente. Su segunda hija, Abigail, nació el 29 de octubre de 2012.

Nada era estable y Segen estaba más inquieta que nunca. Encontrar una forma de huir se convirtió en el principal tema de discusión. Era demasiado.

«Ella no podía dormir. No era capaz de comer. No era capaz de cuidar a sus hijas… Lloraba sin motivo alguno. Se enfadaba por pequeñas cosas. No estaba en paz. Intenté que se sintiera libre para que se relajara. Cada vez iba a peor».

Entonces, un día, ella le dijo que no podía esperar más.

La pareja sopesó sus opciones. Al final acordaron que Segen cruzaría el desierto de Libia y conseguiría entrar en uno de los barcos que llevaban a personas por todo el Mediterráneo hasta Italia. Una vez allí, se dirigiría a Noruega, que tiene uno de los procesos de asilo y reunificación familiar más rápidos de Europa. Yafet iría después. Inicialmente quería que ambas hijas se quedaran con él en Jartum. Pero Segen pensó que tener a Abigail con ella ayudaría a que estuvieran seguras de los abusos durante el viaje y quizá incluso les daría algún tratamiento preferencial, como recibir un extra de comida y agua —algo que podía marcar una gran diferencia en la larga travesía por el desierto que tenía por delante—. Yafet aceptó.

Cuando te van a llevar en secreto por las fronteras internacionales, los traficantes no te dan una fecha y hora exacta de salida. Simplemente te llaman, sin previo aviso, y eso es todo: tú vas.

Cuando el traficante le dijo finalmente a Segen que era el momento, Yafet había estado preparándose durante una semana. Pero, aun así, le pilló por sorpresa. Estaba en el trabajo y ella le llamó para decirle que se iba. Yafet no pudo volver a casa para despedirse.

La siguiente vez que Yafet escuchó a Segen fue cuando ella acababa de llegar a su primer destino en Libia. Les llevó 15 días cruzar el desierto del Sáhara —una ruta sin carretera, a través de un terreno desolado—. Ella estaba a salvo, explicó, pero no todos habían tenido la misma suerte. Era un viaje que debía haberles llevado seis días, pero el camión que les transportaba se averió, y tuvieron que esperar cuatro días hasta que el siguiente llegara para continuar el viaje.

Cuatro personas murieron de deshidratación mientras esperaban.

Segen lloraba por teléfono.

«Le pedí que me pusiera a Abigail… que me dejara escuchar su voz», recuerda Yafet. «Me dijo que [Abigail] estaba demasiado cansada, durmiendo. Tenía mucho miedo cuando dijo eso. Pensé que le había pasado algo a Abigail».

Yafet no pierde los nervios fácilmente. Pero le gritó a Segen para que le dejara oír la voz de Abi. Segen la puso al teléfono.

Su temor era fundado. La ruta del desierto por la que ella viajaba era traicionera, y muchos refugiados y migrantes se pierden sin llegar nunca a la costa, por no hablar de Europa. Es difícil explicar exactamente cuántos mueren en el Sáhara cada año por la falta de información y documentación. Pero con los traficantes metiendo hasta 100 personas en los viejos camiones, el número es alto.

«Todas las personas tenían poca comida y agua. Cuando ya no quedaba agua, comenzaron a beberse su orina», me contó sobre su viaje por el desierto Younes Abdi, refugiado somalí de 29 años que huyó a Sicilia. Una veinta de personas de un grupo de casi 100 murieron por problemas con la gasolina y el camión que los llevaba, que retrasó el viaje.

Incluso los que sobreviven se enfrentan al secuestro, la tortura, los golpes y la violencia sexual.

Mohammed Ali, refugiado somalí de 28 años que vive en Sicilia, me contó cómo fue golpeado con palos por los traficantes, como le apuñalaron y le robaron el dinero. Otros son secuestrados por los traficantes o las milicias y son torturados hasta que sus familias pagan el dinero del rescate. A las mujeres a menudo las violan o abusan sexualmente de ellas antes de que les permitan continuar.

La situación no mejora cuando los refugiados llegan a su primer destino en el interior de Libia. Las milicias y la policía local meten a menudo a los refugiados en cárceles, centros de detención e incluso los mantienen cautivos en casas y exigen pagos. Si no pueden pagar, los refugiados son sometidos a trabajos forzados y malos tratos, tortura incluida.

Después de cruzar el desierto, Bahousmane, senegalés de 33 años que solicita asilo en Sicilia, fue encerrado en una casa durante un año con otras 150 personas. El grupo pudo escapar después de que dos personas hiciesen un agujero en una pared de la casa.

Incluso fuera de las prisiones y los centros de detención, los refugiados se enfrentan a la explotación y al abuso mientras se mueven por Libia y trabajan para ganar el suficiente dinero para pagar el viaje a Italia.

«No les gustan los negros. Usan a los negros como esclavos», dice Osaretin Ugingbe, nigeriano de 35 años que vive en Sicilia.

Cuando finalmente llegan a la costa y pagan por su viaje —unos 1.500 dólares—, son mantenidos en casas dirigidas por los traficantes, desde un par de días hasta varios meses, dependiendo de las condiciones del tiempo y la cantidad de personas que el traficante posee dispuestas a realizar el viaje. Los traficantes de personas no proporcionan mucha comida ni agua, la violencia es algo normal.

La última vez que Yafet supo de Segen fue casi un mes después de que dejara Sudán. Ella había llegado a la costa tras haber superado el peligroso viaje y estaba en la casa de un traficante esperando partir hacia Italia.

«Recuerdo el último día que oí su voz era el 27 de junio», dice Yafet. «Me dijo que saldría al día siguiente, el 28, o el día después. Solo le dije que fuera fuerte, para que cuidara de sí misma, para que cuidara de nuestra niña».

Yafet llamó el día 28, pero nadie respondió. No dejó de llamar.

No fue hasta la mañana siguiente que alguien finalmente contestó. Le preguntó a Yafet a quien buscaba. «Le dije: Segen», respondió Yafet. «Me preguntó si ella era la que tenía a la niña. Le dije que sí… Me dijo que salieron ayer y colgó».

En la mente de Yafet, el viaje a través de Libia era más peligroso que cruzar el mar. Una vez Segen y Abi llegaran a la costa estarían seguras, pensó. Todo lo que tenía que hacer era esperar su llamada.

Después de una semana, empezó a preocuparse.

«Llamé de nuevo al traficante. Le llamé el 4 de julio. Me dijo que había hablado con ellos por teléfono y que habían llegado. Me felicitó».

«Le creí».

El hombre al otro lado de la línea era Measho Tesfamariam, de 30 años, también de Eritrea. En este momento está en una prisión italiana enfrentando cargos por conspiración y promover la inmigración ilegal, con un juicio que comienza en diciembre. La demanda insiste en que fue parte de una red de contrabando que organizó al menos 23 traslados desde Libia a Italia entre mayo y septiembre de 2014. El barco de Segen fue uno de los que el fiscal italiano dice que ayudó a enviar al Mediterráneo.

A pesar de que las autoridades creen que la organización era responsable de lo sucedido a las 243 personas, no saben nada de su destino. Es muy posible que el barco se hundiera. Pero si eso ocurrió —un trágico y único incidente en el agua—, los expertos afirman que debería haber alguna evidencia.

«Es realmente extraño», comenta Othman Belbeisi, director de la Organización Internacional de Migración en Libia. La OIM, que mantiene un registro detallado de la actividad en el Mediterráneo, no tiene conocimiento de operaciones de rescate que concuerden con la descripción del barco de Segen.

«Hablamos de más de 200 personas, es difícil ocultar este número durante todo un año. Es realmente extraño que no haya habido ninguna investigación profesional».

Tesfamariam, por su parte, dice que no es más que otro refugiado que trabaja para un traficante llamado Ibrahim: Él contestó el teléfono, actuando únicamente como intermediario para poder ganarse un pasaje a Europa.

De hecho, afirma que su hermano también estaba en el barco fantasma. Dice no saber qué le pasó.

«Solo lo sabe Ibrahim y Dios», le dijo a un periodista italiano poco antes de ser detenido y extraditado en Alemania.

Supe de Meron Estefanos por primera vez en Túnez, a principios de este año. Ella es un faro para la comunidad de refugiados de Eritrea. Una periodista y activista que se ha encontrado a sí misma en medio del éxodo. Como Yafet, dejó su país de origen cuando era joven, aunque su partida fue legal. Ahora, con 40 años, vive en Estocolmo, Suecia, y utiliza su plataforma para ayudar a los refugiados y hacer frente a la dictadura de Eritrea.

En el epicentro de todo está su programa de radio semanal, Voices of Eritrean Refugees [Voces de los refugiados eritreos]. Es una escucha obligada para la diáspora. Cada semana, ella cubre una serie de historias sobre las personas que huyen del régimen de Asmara, y, como resultado, recibe regularmente información sobre los desplazamientos que van mal.

A veces se trata de un nervioso mensaje de voz de un primo, padre o hermano preocupado. En los casos en los que las personas han desaparecido o han sido secuestradas, ella misma investiga lo ocurrido. A veces es una llamada de socorro de alguien que se encuentra varado en un barco que se está hundiendo bajo sus pies. Cuando esto sucede, intenta movilizar a las autoridades para que respondan. Todo esto la ha convertido en un contacto para muchos de los que huyen del gobierno de Afwerki. «Todo el mundo tiene mi número», apunta.

Estefanos había oído hablar del barco desaparecido a un grupo de familias que, como Yafet, estaban perdidos en busca de respuestas.

No estaba claro qué estaba pasando, pero sabía una cosa sobre el barco fantasma: lo que el traficante les había dicho era mentira. Las autoridades europeas no tenían constancia de que los pasajeros llegaran a la costa. Si hubieran llegado a Italia, habría un registro de la llegada del barco y las personas a bordo hubieran sido capaces de llamar a sus familiares. Pero ninguno de ellos lo hizo.

«Había algo raro en todo el asunto», me dijo Estefanos cuando nos encontramos. «Lo único que sabemos es que hubo gente en la casa del traficante después de ellos, por lo que nunca volvieron. Una vez que los metieron en el barco, no regresaron».

Aunque encontrar a alguien con vida parecía una posibilidad remota, Meron estaba en Túnez por una pista muy específica y extraña. La familia de una de las personas en el barco había recibido una llamada, en Eritrea, de un número tunecino. La persona al otro lado de la línea afirmaba ser un guardia de la prisión. Dijo que las personas de la embarcación fueron detenidos en su cárcel, al sur de Túnez. Meron tenía que investigarlo.

En este momento, yo llevaba viviendo y trabajando como periodista en Túnez unos cinco meses, y un amigo mío que estaba ayudando a Meron me habló sobre el caso. Tenía curiosidad.

Nos sentamos a tomar un café en una de las numerosas cafeterías al aire libre a lo largo de la arbolada avenida Habib Bourguiba, principal calle peatonal, de la era colonial francesa, que atraviesa el corazón del centro de Túnez. Estefanos acababa de llegar del imponente edificio del Ministerio del Interior al otro lado de la calle. Una construcción de cemento gris rodeada por una alambrada y barricadas. Le dijeron que no había constancia de que las personas del barco estuvieran en el país.

Ella se había pasado los últimos cuatro días recorriendo los archivos judiciales y visitando las prisiones, pero sus hallazgos no eran concluyentes.

Había más pistas, sin embargo. Un guardia dijo que había oído hablar de un gran grupo de africanos detenido en la ciudad sureña de Sfax al tiempo de la llamada telefónica. Alguien en los juzgados de Sfax dijo que había escucha una historia similar, pero no había nada documentado.

«También podría ser una opción. Podría ser. No puedo decir un no rotundo», me dijo Lorena Lando, directora de la Organización Internacional de Migración en Túnez. «Creo que no podemos excluir ninguna opción».

A pesar de los rumores, las migas de pan y las historias, Meron no tenía nada concreto que ofrecer a las familias. «Es muy triste lo que las familias están viviendo… Ojalá pudiera darles un cierre, pero, desafortunadamente, no puedo», dijo. Su voz se apagó.

Ha pasado más de un año desde que el barco desapareciera. El destino de Segen y el de los demás pasajeros sigue siendo un misterio. Casi nadie ha hecho nada para intentar averiguar qué ocurrió.

«Pensamos que estaban en Italia. Pero no», dijo Yafet. «Pensamos que estaban en Libia. Nada. Ahora pensamos que estaban en Túnez, pero no tenemos ninguna evidencia para afirmarlo».

Lo que realmente tenemos ahora es una serie de posibilidades, sucesos extraños y lagunas de información. ¿Dónde está la evidencia?

Fausto Melluso, activista y experto en migración de la organización italiana Arci, en Sicilia, me dijo: «Es inconcebible que un barco con tantas personas pueda desaparecer en 2014 sin que nadie sepa nada sobre él».

Inconcebible.

Para Yafet —y para las familias de las otras personas en el barco— el vacío es un nuevo tipo de tortura. Shalom, su otra hija, ya tiene cuatro años y le pregunta dónde está su madre, por qué mamá no llama. Él le dice que Segen está en el extranjero, que se encontrarán un día. No sabe si está mintiendo a su hija o no.

«Doscientas cuarenta y tres personas desaparecieron. Jóvenes. Mujeres. Niños… A nadie le importa. Al mundo no le importa», me dijo Yafet por teléfono.

Estaba enfado, frustrado.

«Si recuerdas Charlie Hebdo en Paris, 14 o 15 personas fueron asesinadas por los terroristas… El mundo se paró por 14 personas. Pero eran blancos, europeos. Lo mismo pasó con Malaysia Airlines», continuó Yafet.

Un avión con 239 pasajeros cae y «todo el mundo, todos los países, tratan de descubrir lo ocurrido. Pero, en nuestro caso, nada… ¿Porque somos negros? No sé por qué. Es muy difícil. ¿Qué puedo decir?»

Yafet suspiró.

«Somos humanos».

Estamos buscando y tú puedes ayudar

Queremos averiguar qué le pasó a Segen, Abi y el resto de la gente en el Ghost Boat. Y queremos que formes parte trabajando en teorías, filtrando los datos y sugiriendo tus propias líneas de investigación. Quizá haya algo que puedas encontrar, quizás haya algo que sepas; quizá tú puedas ver algo que hemos pasado por alto.

Así que estamos reuniendo pruebas, explorando la historia y creando guías sobre cómo buscar respuestas [enlaces en inglés]. Únete a nosotros.

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Esta historia fue escrita por Eric Reidy. Fue editada por Bobbie Johnson, comprobada por Rebecca Cohen y corregida por Rachel Glickhouse. Dirección de arte de Noah Rabinowitz. Fotografía de Gianni Cipriano. Traducción de Fernando Valverde.

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