Convergencia (VIII)

Labores de rescate

Cartas desde el suelo
Vestigium
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6 min readJul 27, 2018

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— Caballeros, no se alarmen.

La voz grave de una mujer se oye tras los cuatro efectivos que apuntan con sus rifles a los tres hombres. Su mano se posa sobre el hombro de uno de ellos que, al mirarla, se aparta para que pueda acercarse. Despacio, se quita el casco de su armadura para parecer menos amenazadora, aunque, debido su estatura, sigue teniendo una imagen imponente. Tampoco ayuda mucho una fea cicatriz que le recorre su cara desde la base de su ojo izquierdo hasta la mitad del cuello.

— Estamos recogiendo a los supervivientes, así que, por favor, si quieren seguir con vida, vengan con nosotros — dice la mujer, con voz pausada y seca.

Aren mira de reojo a sus compañeros y luego mira a la mujer que espera tranquila una resolución de la situación. La mujer hace bajar las armas a sus hombres y mira a Aren, su rostro no muestra ningún tipo de emoción. Aren la observa durante unos segundos, sopesando. El único sonido que se puede oír viene de los motores de la aeronave suspendida a unos metros del lugar.

— ¿La máquina voladora es nuestro transporte? — comenta Aren algo cohibido.

— Sí, si tiene algún problema con eso, me temo que es la única forma de salir de aquí a salvo — contesta la mujer, tajante.

— Nosotros no tenemos esas mochilas voladoras para un caso de necesidad durante el vuelo — dice Aren.

Dwight tira un poco del pantalón de Aren y Herold pone su mano sobre el hombro de Dwight.

La mujer mira hacia atrás en la dirección desde la que se oyen los motores.
— Traigan tres paracaídas — dice.

En unos instantes un soldado viene portando tres pequeñas mochilas metálicas. Se acerca despacio a Aren, que aún sigue apuntando con su mano al escuadrón y los deja en el suelo con cuidado, tras lo cual se retira sin apartar la vista de la mano de Aren.

— No son nuestras mochilas voladoras, pero os salvarán la vida en caso de necesidad mientras volemos a un lugar seguro — dice la mujer haciendo un gesto con la mano ofreciendo los presentes a los hombres — ¿Podemos irnos ya?

Aren mira a la mujer y baja su vista al pecho de su exoesqueleto. La luz que emite ya no brilla con la misma intensidad que hace unos minutos. Baja su mano y vuelve a pulsar los interruptores de su antebrazo y la luz de su pecho se apaga. A continuación se agacha para coger las mochilas sin apartar la vista de la mujer. Los soldados que la acompañan comienzan a retirarse. Aren coge las mochilas y le da una a Dwight y otra a Herold. La mujer permanece inmóvil en el lugar mirando como Aren y sus amigos se colocan los paracaídas.

— Apenas pesa — dice Herold, sopesando entre sus manos la mochila que le ha dado Aren.

— Una vez fijadas las correas, para accionarlas solo tienen que tirar de la argolla roja que tienen a la altura del pecho. No requiere mucha fuerza. Para volver a recoger el paracaídas, pulsen el botón rojo en el otro lado. No se preocupen por golpearlo antes o durante, está diseñado para cerrarse en ciertas condiciones. Como las que se dan cuando están seguros en el suelo o enganchados en algún sitio.

— ¿Y si falla? ¿tiene un paracaídas de emergencia? — pregunta Dwight, algo temeroso.

— No fallan jamás — contesta la mujer, categórica.

— Tampoco queremos comprobarlo — dice Aren, dando unos leves golpes en el hombro de Dwight, sonriendo.

Una plataforma no más grande que una puerta sujeta por una cadena en cada esquina les espera. La mujer se sube a ella y se ase a una de las cadenas.

— Lo siento, la aeronave no puede maniobrar en este lugar, tendrán que sujetarse y subir así — dice la mujer, gesticulando con la mano que tiene agarrada a la cadena — . No teman, aunque de esa impresión, la plataforma no se va a mover mucho.

— ¿Cabremos en la plataforma? — susurra Dwight.

— Claro, tiene espacio suficiente — comenta Herold, confiado en sus palabras.
Los tres hombres se colocan en la plataforma y esta comienza a ascender despacio. Pronto, desaparecen en el abdomen de la máquina voladora. Dentro, unos soldados acompañan a los hombres hasta unos asientos situados en la cola del transporte donde los sientan y les fijan unos arneses de seguridad.

— Listo y seguro — dice el soldado que le fija el arnés a Herold. Cuando termina, le golpea el hombro con camaradería y se retira.

Aren mira el arnés de seguridad y se lo intenta ajustar; mientras, la mujer se sienta junto a él y se coloca el suyo.

— Te recuerdo de la refriega. Tu exoesqueleto ¿lo has fabricado tú? — pregunta la mujer — . Perdona, soy la capitán Sesay.

— Encantado, capitana Sesay, mi nombre es Aren Hagemann, físico arqueólogo — dice Aren.

Sesay arquea una ceja al oír el título de Aren.

— La armadura no la construí yo, capitana, la hizo un ingeniero, el más habilidoso de todos los tiempos, yo solo la he remodelado y, en algunos aspectos, mejorado — dice Aren.

— Remodelado y mejorado… interesante — comenta Sesay, casi hablando para sí.

Un soldado se acerca a la capitana y le murmura algo al oído.

— Luego seguiremos, señor Hagemann. — Sesay se quita el arnés, se levanta y se dirige hasta la cabina del piloto.

— Ande con cuidado, Aren, no se puede fiar — dice Herold.

— Hasta ahora no nos han dado señales de ser peligrosos. Han dicho que estaban rescatando a los supervivientes y todo — dice Dwight.

— El demonio nunca te va a enseñar los cuernos hasta que estés a su merced — comenta Herold — . Puede ser una trampa ¿y si nos llevan a un campo de trabajos forzados o algo así?

— Herold lleva razón, Dwight, no nos podemos fiar del todo — asiente Aren.

— Con las capacidades tecnológicas que tienen, no creo que necesiten esclavos — dice Dwight antes de quedarse pensativo unos instantes — . Mierda, van a experimentar con nosotros.

— No lo creo —suscribe Aren.

— Tampoco podemos asegurarlo, amigo — replica Herold.

La capitana sale del habitáculo del piloto.

— Bueno, señores, se acaban las labores de rescate; el deslizador, como pensábamos, no está respondiendo bien después de la reparación apresurada. — sesay mira a los tres recién llegados — Hoy ha sido vuestro día de suerte.

Los tres hombres se miran mientras la nave se va inclinando poco a poco.

— Cambiamos de rumbo — murmura Aren.

— Volvemos a la base, allí se os atenderá — dice el soldado sentado más cerca de Aren al oír el comentario.

— ¿Está muy lejos esa base? — pregunta Aren.

— A unos cientos de quilómetros, no os preocupéis, el deslizador está diseñado para llegar a donde sea incluso si solo tiene media carcasa y se ha quedado sin alas — dice el soldado, con tono socarrón.

Aren lo mira extrañado.

— ¿Van a preparar un contrataque para recuperar la ciudad? — pregunta Herold.

— ¿La ciudad?, no, amigo, la ciudad quedó ya destruida, no hay nada que hacer salvo mandar algunos deslizadores para buscar a la gente que pudiera quedar. Los que no estén bien para el combate, como este.

— Y nos permite descansar un poco del combate haciendo rotaciones de rescate — interrumpe otro soldado uniéndose a la conversación.

— Vaya — comenta Herold en tono triste — , ¿y dónde se está librando la batalla en este momento? ¿A los cientos de kilómetros en los que también se encuentra la base?

— ¿Dónde?, — se oye una risa contenida en el interior del casco del soldado — amigo, la «batalla» se está librando por todo el planeta.

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