Convergencia (XII)

Luz y calor

Cartas desde el suelo
Vestigium
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7 min readNov 23, 2018

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Josef Friesenhaeuser examina fascinado las conexiones con las que Aren ha acoplado unos pequeños paneles solares a una batería muy similar a las que proporcionan energía a las armaduras y mecanismos que tienen en su equipo. Los paneles se pliegan como un libro sobre la parte trasera de la batería de forma que la protege de posibles impactos mediante una placa de algún tipo de aleación sellada en la parte trasera de estos paneles. La batería reposa bajo la luz de una lámpara que tiene Josef en su banco de trabajo.

— ¿Y dices que esta luz podrá cargar pronto la batería? — pregunta Josef.

Aren sigue pensativo desde que le dieron las malas noticias; sentado sobre un taburete, sostiene un vaso medio vacío de agua del que no aparta la mirada. Josef lo mira de reojo y se incorpora de su lugar de observación, con la cara a escasos centímetros de la batería, y se acerca con mirada seria hasta Aren.

— Señor Hagermann… — dice colocando su mano en el hombro de Aren.

— Los paneles captan la energía lumínica de la lámpara, así como el calor que desprende para optimizar la obtención de energía. Es como si la enchufaras a la red eléctrica, pero sin cables — murmura Aren sin apartar la mirada del vaso.

— Fotones y calor, está bien para mejorar la energía obtenida. Pero una lámpara no transmite toda la energía que recibe. Solo una parte. Y esta lámpara no genera calor — explica Josef.

Aren mira a la lámpara meditabundo y vuelve a sus pensamientos.

— Necesito energía — vuelve a murmurar.

Josef medita las palabras de Aren unos segundos, se gira y se aleja del lugar hasta una puerta que abre y se pierde tras ella, Aren continúa mirando el vaso de agua en silencio. En unos minutos, Josef aparece por el lugar del que se había esfumado cargando un artefacto con aspecto de cañón enchufado a una batería y se dirige hasta Aren, en el camino, una mujer lo detiene y le enseña una pantalla portátil. Tras cruzar algunas palabras entre ellos, la mujer asiente y se aleja, Josef llega hasta el banco y suelta el artefacto sobre la mesa con un sonoro estruendo que hace que Aren salga de su letargo.

— Verá como arreglo ese problema — dice Josef, mientras desenchufa la batería del artefacto, dejando el cable que está conectado a éste.
Josef aparta la batería, desenrosca la punta del artefacto y se la muestra a Aren.

— ¿Ve esto?, es un concentrador, se usa para aumentar la frecuencia del haz que emite este láser — explica — . ¿Cuánta temperatura son capaces de soportar los paneles de su batería?

Aren se queda sorprendido por la pregunta y piensa durante unos segundos.
— No la he llevado al límite, pero he llegado a usar un calor de setecientos ochenta grados sin problema, no tuvo una exposición larga, unos veinte minutos — dice Aren, con un tono monótono.

— ¿Grados qué? — pregunta Josef.

— Grados, ¿qué pregunta es esa? — dice Aren extrañado.

— Bueno, nosotros tenemos varios sistemas para medir la temperatura, son grados, pero usamos diferentes bases para definirlos — explica Friesenhaeuser — . Bueno, probemos con los fahrenheit primero, para no cargarnos nada.

Josef abre un cajón de su banco y saca un adaptador que encaja en el extremo del cable que ha quedado libre al quitar la batería, a continuación, lo enchufa en una clavija de las varias que tiene la parte posterior del banco de trabajo y se aleja hasta la pared del hangar donde se hallan en la que hay un panel con varios interruptores de gran tamaño, cuando ha llegado hasta ellos, los acciona y, a continuación, comienza a girar una rueda del tamaño de la palma de su mano. En el momento que gira la rueda, el láser empieza a emitir un zumbido cada vez más agudo. Aren observa ojiplático el panel que está manejando Josef. Cuando ha girado la rueda hasta cierta posición, Friesenhaeuser vuelve al banco.

— La maquinaria que me trajo hasta aquí tenía ese mismo panel — dice Aren, levantándose del banco con brusquedad cuando Josef llega hasta él.

— Tiene sentido, si perteneces a alguna línea en la que nosotros volvimos, no sería extraño que hubieran paneles de ese tipo — dice Josef mientras maneja el panel del lateral láser que ya ha dejado de emitir el zumbido — . Veamos, lo he puesto a quinientos grados fahrenheit, a ver qué pasa.

Friesenhaeuser retira la lámpara que sustenta a la batería de Aren y coloca los paneles para que el láser incida en ellos con toda su luz. A continuación, mueve lo que parecía una separación de un cubículo y lo coloca a un lado del banco, ahora parece que hay una pared metálica bastante gruesa en ese lado. Josef, se sitúa al otro lado del banco, la batería queda ahora entre Josef y el panel. Aprieta un pulsador situado en la base del láser y éste emite una luz violeta sobre las placas de la batería, iluminando parte de la pared metálica.

— Bueno, al menos no lo está quemando — dice Josef, aliviado.

El pequeño diodo que tiene la batería empieza a emitir un leve destello.

— Está cargando — dice Aren, sorprendido — . Esa lámpara es como un sol.

— Bueno, podría ser más potente, pero, para lo que lo queremos, es más que suficiente — comenta Josef.

Cuando lleva unos segundos alumbrando las placas de la batería, Friesenhaeuser suelta el pulsador de repente, asustado.

— Mierda, las gafas — exclama apurado.

Josef suelta el láser sobre la mesa, abre otro cajón del banco y saca un par de gafas, parecidas a las de un nadador, y le ofrece uno a Aren. Al girarse hacia él, observa que Aren ya tenía colocadas las gafas que llevaba como una bandana.

— Siempre hay que protegerse — dice Aren, con una leve sonrisa.

— Setecientos ochenta, muy bien — dice Josef, mientras se coloca sus gafas.
Hace unos ajustes en el panel lateral del láser y vuelve a apretar el gatillo.

— No ha pasado nada diferente — comenta Aren.

— Y eso es buena señal — explica Friesenhaeuser.

El diodo de la batería gana intensidad. Josef para de nuevo y vuelve a ajustar el láser.

— llevémoslo al once — dice, volviéndose hacia Aren que le mira intrigado.

Al accionar el láser, este parece emitir una luz más potente, los paneles no parecen verse afectados, pero la pared tras la batería cruje. El diodo de la batería gana intensidad por segundos.

— Interesante — dice Josef — . Ese diodo es también muy resistente.
— Lo recubrí con un producto destinado a satélites, es un barniz muy resistente. Capaz de aguantar grandes temperaturas.

— ¿E imagino que los paneles tienen ese barniz? — pregunta Josef.

— No, esos paneles necesitan recoger toda la luz posible, el barniz los ensombrecería — explica Aren, animado — . Utilicé una aleación de carbono hiperprensado que funciona como cristal y acumulador de calor. Así protegen a los sensores que tienen bajo la superficie a la par que les proporciona la luz y el calor necesarios para generar energía.

Aren mira con sorpresa cómo el diodo de la batería llega a su máxima luminosidad.

— Ya está cargado — señala Aren, sorprendido y animado.

Josef mira a Aren y gesticula una sonrisa amigable.

— Este cacharrito es sin duda muy útil. Y bastante peligroso — dice Friesenhaeuser, cogiendo un trozo de papel que hay por el suelo.
Josef hace una bola con el papel y la arroja contra la pared que ha puesto tras la batería, antes de tocarla, se desintegra con un vistoso fogonazo.

— Muy peligroso — revela.

— Pero, ¿cuánta temperatura ha alcanzado? — dice Aren.

— Lo máximo que soporta la pared, dos mil doscientos veintiséis con ochenta y cinco grados centígrados o, mejor dicho, dos mil quinientos grados kelvin — revela Josef — . Me tiene que dar la fórmula de ese barniz, porque nuestro no es.

Aren se queda mirando la batería, con precaución.

— No parece haberse quemado el barniz — murmura — . Me temo, señor Friesenhaeuser, que es otro de esos hallazgos de nuestra sociedad arqueológica, aún no sabemos qué lo compone, al igual que ocurre con la aleación de la que está fabricada mi armadura.

— En cuanto a su armadura — comenta Josef — . Creo que la carga trasera puede suponer un gran problema si tuviera que cambiar la batería por algún motivo. Si está en un apuro, incluso podría verse en peligro. Déjeme echarle un vistazo; por favor, quítesela.

Aren asiente, algo incómodo, se sienta en el suelo y comienza a quitar los correajes que sujetan su armadura a sus articulaciones. Cuando ha terminado, entre él y Friesenhaeuser, suben la armadura al banco de trabajo.

— Cuidado con tocar su batería, podría quemarse — advierte Josef.

— Creo que no está caliente, las placas absorben el calor — indica Aren, distraído, mirando su armadura.

Una mano sobre el hombro de Josef sorprende a los hombres y les hace mirar hacia su dueña como un reflejo instintivo. La capitana Sesay lleva el casco de su armadura puesto, pero su pose imponente es inconfundible.

— Debemos marcharnos, vienen hacia aquí — dice a través del casco que le proporciona una voz similar a la de una emisora de radio.

— Me tengo que poner la armadura, capitán — advierte Aren levantándose las gafas y volviéndoselas a colocar a modo de bandana.

— Siendo la única que no se jode tras una descarga, puede ser buena idea — expone Sesay — . Señor Friesenhaeuser, vamos.

— ¿Y a dónde nos dirigimos? — dice Aren, que se ha sentado de nuevo en el suelo con su armadura y comienza a fijar los correajes de los tobillos.

— Al frente, caballeros, al frente.

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